Quema
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Quema

Ariadna Castellarnau

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  1. 170 páginas
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Quema

Ariadna Castellarnau

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"El mundo se muere. O quizá ya esté muerto, pero aún lo habitan sobrevivientes que pactan cómo morir de hambre, que defienden sus austeras posesiones, que rezan por los caminos y que abandonan a sus hijos, a veces para que tengan una vida mejor, a veces sencillamente por agotamiento. Ariadna Castellarnau conoce tan bien a estos seres desesperados que puede trazarlos con apenas latigazos de su prosa seca y por momentos intensamente bella: la mujer sin pierna, la mujer sin ojo, la niña albina, los jóvenes cazadores, el hermano responsable. Qué le ocurrió al mundo y por qué no es fundamental en la cartografía del desamparo de Quema: mucho más importante es qué hacer con los despojos, la mugre, esas hogueras en la noche, el lento abandono de la compasión y el gobierno de la tristeza. No se escribe mucha ciencia ficción posapocalíptica en español y hasta resulta injusto limitar a esta novela fragmentada, intensa y tenebrosa en ese subgénero: pero sí resulta justo decir que Castellarnau escribe sobre el fin como si lo conociera, como una testigo que sabe, intuye y lastima, que está rabiosa ante la muerte de la luz" Mariana Enriquez.

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Información

Editorial
Gog & Magog
Año
2021
ISBN
9789874754226
Categoría
Literatur
Categoría
Science Fiction

Quema

El último invierno antes de la Quema fue feroz. Una capa de hielo fina e invisible se posó en el pueblo, borró el cielo y fundió todos los días en un mismo día. Los fuegos ardían en las chimeneas pero no lograban calentar las casas. Por las mañanas salíamos a apalear la nieve para despejar la entrada de la casa aunque sabíamos que con este tiempo no íbamos a ir a ninguna parte y que nadie iba a acercarse hasta nuestra puerta. Murieron muchos perros y animales de granja. Sólo las bestias salvajes lograron sobreponerse por un tiempo breve, alojándose en lo más profundo del bosque, buscando el resguardo de los árboles. Confiábamos en que cuando llegara la primavera, que cuando llegara el verano, las cosas iban a mejorar. Pero se deshizo la nieve y todo siguió igual. Como si el invierno hubiera agarrotado la tierra y le hubiera matado el corazón y nada bueno pudiese salir ya de su seno.
Nuestro pueblo se arracimaba a orillas de un lago embravecido, en el centro de una isla en la parte más al sur de los mapas. Nos separaba del continente un estrecho. No tiene sentido que dé otras indicaciones porque nada de todo esto existe más. Los primeros habitantes de la isla (hablo de los colonos que vencieron a los indios) eligieron construir sus casas lejos del mar y bajo el amparo de la cordillera que surcaba la isla para evitar las corrientes de aire frío que subían desde los hielos. Presentíamos el océano pero no lo veíamos. Los días ventosos el pueblo olía a pescado y a petróleo. Una vez por semana llegaba a la isla un ferry cargado con provisiones. También teníamos una tienda que vendía productos que sólo se conseguían en el continente. La llamábamos el colmado de Mario.
Ese invierno nos quedamos varias semanas aislados a causa de las heladas y tuvimos que racionar los alimentos y el alcohol. Esto último fue lo más difícil; la bebida era la única distracción en la larga oscuridad de los meses de invierno. Empezamos a sentirnos perdidos, empujados hacia un lugar inerte. Durante tiempo conservamos esperanzas. Todo pasa, decían nuestras abuelas.
Pero eso era antes.
Cuando las cosas se regían por ciclos y había estaciones.
Desde que tengo memoria mi pelo es rojo. Nunca vi fotografías mías de bebé pero según me contaron parecía una bruja. Mi madre en cambio era rubia y tan bella que cortaba la respiración. Es duro criarse con alguien así, percibir que alrededor de la mujer que te trajo al mundo hay un vacío que no puedes llenar, el vacío que crean a su alrededor las personas que poseen una belleza insalvable y a las que sólo puedes adorar. Yo, a mi madre la despreciaba.
Mi madre era estúpida. No hablo de la necedad. Hablo de la falta más flagrante de razonamiento. Boba, deficiente, retrasada. Mamá tenía un agujero en el centro de su cerebro, justo en el lugar que debería haber ocupado la inteligencia. Ese agujero no había hecho mella en su cara pero eso no significaba que pasara desapercibido. A veces se le emborronaba la mirada y entonces afloraba esa zona gris y difusa oculta bajo su precioso hueso frontal y yo podía reírme un poco de ella, lograr que me resultara repulsiva. Desde bien pequeña aprendí a dominar la influencia que ejercía la belleza de mi madre sobre mí. Es por eso que no enloquecí. Es por eso que sobreviví. Cuando llegó el mal yo ya estaba entrenada. Había aprendido a someter cualquier poder. No hay demasiada diferencia entre la belleza más extrema y el horror más extremo. Son dos aberraciones.
En la hostería teníamos una manada de perros sucios y estúpidos que nos servían para ahuyentar a los intrusos en la temporada de nieves, cuando la hostería estaba cerrada y sólo quedábamos el Galés y yo, después de la muerte de mi madre. Los perros se pasaban el día peleando entre ellos, revolcándose en la nieve o hechos un ovillo debajo de las solitarias mesas del comedor los días que los dejábamos entrar porque arreciaba la tormenta. Ellos fueron los primeros en irse. No todos juntos; de haber sido así, nos hubiéramos alarmado.
El primero en marcharse fue Robin, el más viejo de la manada. Durante un tiempo creímos que se había perdido en el bosque y había muerto de hambre y de frío. No era el perro más listo del mundo. Se chocaba con los muebles y con la vejez había perdido el olfato. El Galés estuvo triste un par de días. Robin era su favorito. Lo había encontrado al lado de la carretera cuando todavía era un cachorro, mucho antes de que mamá conociera al Galés y las dos nos mudáramos a la hostería. Ágata desapareció dos meses después. Ninguno de nuestros perros era de raza, pero Ágata, con sus largos mechones marrones y blancos, parecía un Collie de verdad. Yo envidiaba y a la vez adoraba la elegancia de ese pelaje parecido a un abrigo caro. La busqué durante días. Puse carteles en el pueblo y rastreé el bosque. Yo conocía muy bien los caminos. Eso me lo enseñó el Galés, a sobrevivir en la intemperie. También me enseñó otras cosas. Quiero contarlas ahora, para que todos sepan qué clase de hombre era él y qué clase de chica era yo.
El día que cumplí doce años, el Galés puso un rifle calibre veintidós en mis brazos y me dijo “andando”. El arma me pesaba una tonelada pero yo la sostuve firme sin que se me resbalara. El Galés me llevó a un claro del bosque y me enseñó a disparar. La primera vez no me dio indicaciones sobre cómo debía hacerlo. Sólo me ordenó que disparase. Yo le pregunté hacia dónde. Él me contestó que hacia cualquier lugar menos hacia mis pies o hacia él. El ruido del tiro me sorprendió. Parecía de mentira. Tan distinto a como sonaban los disparos en la tele. Perdí el equilibrio y me caí de culo al suelo, empujada por el retroceso del arma. “Arriba. Ahora ya sabes cómo se siente. Hazlo de nuevo”, me dijo. La segunda vez me sostuvo por la espalda y no me caí. A la tercera recogió una botella de vidrio (era la época buena, las familias todavía hacían meriendas en los bosques) y me pidió que apuntara. Me encomendé al diablo y le di. La botella estalló en mil pedazos. Cuando el Galés me enseñó a usar los cuchillos de caza, decidí que las armas blancas me gustaban mucho más que las armas de fuego. Me parecían más puras y heroicas. Empecé a salir al bosque con un cuchillo. A veces destripaba ardillas. Primero las atraía con comida y luego las mataba.
Ágata no regresó. Y tampoco regresaron Bobo, Pluma, Luna, Roco ni Perséfone. Desaparecieron todos. Uno a uno. El Galés pasó varias noches en vela haciendo guardia, convencido de que alguien se estaba llevando los perros para hacerle una maldad a él, que era el único extranjero del pueblo y nunca había aprendido a hablar correctamente nuestro idioma. Pero las noches no le revelaron nada salvo su propia oscuridad y no resolvimos el misterio de los perros hasta unas semanas después, de pura casualidad, cuando ya no nos quedaba ni un sólo integrante de la manada.
Ese invierno tuvimos dos huéspedes sorpresa. Una pareja de la ciudad que fantaseaban con mudarse al pueblo y habían venido a probar a ver qué tal la vida natural. El Galés y yo reabrimos la hostería para ellos, adecentamos un cuarto, llenamos la despensa. El tipo tenía la loca idea de construirse una barca y ganarse la vida pescando en el lago. El Galés trató de hacerle entender que el lago era salvaje y poco previsible. Desde la orilla daba la impresión de tener un oleaje suave, pero una vez adentro, te envolvía y te arrastraba hacia lo profundo con la fuerza de cien mil latigazos. El Galés sabía muy bien de lo que hablaba. Mi madre había muerto ahogada en el lago al volcar el bote en el que ella y el Galés habían salido a pasear. El tipo le mostró todos los libros que se había comprado. Libros sobre hacer barcas y navegar en barcas. Libros sobre pesca. El Galés se le rió en la cara pero no argumentó nada más. Si quería morirse, allá él.
Yo no salía de la cocina. Estaba en mi último año del instituto y había decidido dejar las clases. Al Galés no le importaba si yo estudiaba o no, de modo que no tenía motivos para seguir esforzándome. La cocina me gustaba. La satisfacción inmediata que producía la confección de un plato, tan distinto a lo que había experimentado en la escuela, con todos esos profesores obsoletos tratando de embutirme conceptos en la cabeza para hacer de mí una mujer de provecho. Supongo que a estas alturas estarán todos muertos. Mis antiguos profesores y todos sus conceptos inservibles.
Empecé la escuela dos años más tarde que los otros niños de mi edad. A mi madre no se le había cruzado por la cabeza que tenía que mandarme a la escuela. Para ella era algo opcional. Cuando nos fuimos a vivir con el Galés, fue él quien puso el grito el cielo. La niña iba a criarse como una salvaje si no aprendía por lo menos a leer, dijo. El Galés me llevó a mi primer día de clases, una de esas mañanas típicas del hemisferio sur antes de la Quema, en las que el cielo lucía cruelmente limpio. Fuimos en la camioneta, yo bamboleándome en el asiento del copiloto, sin cinturón, agarrándome de donde podía y tan feliz de estar con él que pensé que me iba a ir volando de emoción por la ventanilla abierta. “Aquí la tienes”, le dijo el Galés a la directora cuando llegamos a la escuela y me depositó como se deja un paquete, como se trata a los niños imposibles, que son una carga. Y ahí acabó todo su interés en mi desempeño escolar. Por suerte me las arreglé por mi cuenta.
En casa teníamos muchos libros. El Galés había comprado todos los muebles de la hostería en un remate. Los libros iban como parte del lote. Mi madre hacía montañas con ellos, se subía a la cima y luego se deslizaba por un tobogán de hojas papel Biblia y tapas forradas en cuero. Cuando se cansaba, yo recogía los libros del suelo, les quitaba el polvo y las huellas de los zapatos de la boba y me los leía sin saltarme una página. Aprendí muchas cosas que luego olvidé. Aunque en el fondo siempre queda algo. Una delgada estructura de conocimientos que nos levanta a unos centímetros de la barbarie, que nos protege, que nos enclaustra a una corta distancia del horror.
Nuestros huéspedes querían hacer una excursión por el bosque hasta el glaciar. En la temporada de verano, cuando el pueblo se llenaba de visitantes, el Galés se ofrecía a llevar a los turistas a los distintos puntos de interés de la isla. El glaciar era el más espectacular. Una lengua de nieve virgen que caía en picada sobre el extremo norte del lago, en una zona de acceso complicado. Pero nada era imposible para el Galés. Guiaba a los grupos de turistas a través de las grietas y hendiduras de las montañas, los hacía subir por pendientes resbaladizas y agarrarse de salientes que lastimaban las manos, y siempre los devolvía a la hostería sin un rasguño, con una sonrisa de triunfo en sus caras. Habían visto el glaciar, que no era ni tan azul ni tan espectacular como los otros glaciares del continente, pero que a cambio se encontraba sumergido entre los picos más escarpados de la cordillera, lo que lo convertía en una atracción huidiza, sólo visible para los más valientes.
En ese momento aún no habían cerrado las carreteras y todavía teníamos suministro de provisiones. El frío era intenso pero no mortal. El Galés advirtió a la pareja sobre los riesgos de la excursión, pero ellos no quisieron saber nada. La mujer argumentó que iba al gimnasio todos los días. Si podía levantar pesas, era perfectamente capaz de subir por una pendiente helada. Y habían venido a conocer el pueblo. El lago ya lo habían visto, ahora faltaba el glaciar.
Salimos una mañana temprano. Nuestros huéspedes iban equipados con ropa para la nieve. Yo llevaba puestas mis botas viejas, aptas para cualquier momento y ocasión. El Galés me pidió que me quedara atrás, en la cola del grupo, para que no se nos perdieran esos dos cara de pescado. Caminar por la nieve tiene sus secretos.
Es importante mantener la cabeza ocupada y distraer la mente del cansancio y la frustración que provoca el avance lento. Yo iba pensando en mi madre y en el vestido naranja que había usado el último fin de año que pasamos todos juntos. La falda de tul del vestido tenía mucho vuelo y al bailar, se le desparramaba como las brasas de un fuego. Me preguntaba dónde estaría ese vestido. Escondido en el ropero de la habitación del Galés, seguro, encerrado bajo llave, igual que todas las demás cosas de la boba y que él conservaba como reliquias mohosas de una Virgen podrida a la que él lloraba todas las noches, arrepentido por no haber sido capaz de arrancarla del lago.
De repente la mujer frenó la marcha y yo estuve a punto de llevármela por delante. “¡Cuidado!”, me gritó. Estaba doblada sobre su propio cuerpo, con las manos apoyadas sobre los muslos y respiraba con dificultad. No llevábamos ni cuarenta y cinco minutos de marcha y ya no podía más. “¿Cuándo llegamos?”, preguntó. El Galés se volvió y le echó una mirada de odio a la distancia. Llevaba días furioso por la desaparición de los perros, agotada su paciencia, y encima la mujer acababa de hacerle la pregunta prohibida, aquella que todos los excursionistas se cuidaban muy bien de evitar. Pero ellos no eran excursionistas. Eran gente mejor que nosotros, según los criterios del mundo de antes. Ella era muy bonita y llevaba el pelo corto, peinado de una manera que me hubiera encantado imitar, de no ser por mis cabellos crespos, rebeldes. Él usaba un suéter de cuello vuelto por debajo de la chaqueta de esquí. Juntos hacían una pareja admirable. Apuesto que fueron de los primeros en morir.
Hicimos un breve descanso mientras el Galés estudiaba las irregularidades del terreno con la punta de un palo. La nieve había borrado el camino y había que confiarse a la azarosa geometría de la blancura. El hombre abrió la mochila y sacó un batido energético que tendió a la mujer. Ella se lo bebió de un tirón, sin guardarle ni un poco, lo que provocó que se trenzaran en una pelea entre susurros. “Perra egoísta”, oí que decía el hombre. Pero ella le sonrió, de modo que no entendí si eso era un insulto o la forma en que se trataban cotidianamente. Tampoco me importaba. Lo que me importaba en ese momento era otra cosa. Se me había atravesado una duda y quería despejarla. Si yo era la mitad de valiosa que esos vestidos viejos que ya no olían a nada, menos aún a la boba, pero a los que el Galés tanto se aferraba.
El Galés tenía un físico imponente. Descollaba entre todos los que lo rodeábamos y lograba que junto a él nos sintiésemos minúsculos y necesitados. Me hacía acordar al solitario monte Fuji que había visto fotografiado en un atlas de la biblioteca de la hostería. Se me ocurrió que sería hermoso tirarme por una pendiente y comprobar que él se precipitaba detrás de mí, su cuerpo estirado como una flecha, en una caída perfecta y precisa, para atraparme antes del golpe fatal.
Me acerqué para hablarle. Noté cómo se le crispaba el cuerpo. Siempre lo mismo. Como si yo fuera un reptil o una babosa o cualquier bicho asqueroso. “¿Qué quieres?”. Le pregunté si creía que íbamos a llegar al glaciar con nuestros huéspedes, si no era mejor pegar media vuelta. “Quieren ver el glaciar y verán el glaciar, aunque sea lo último que hagan en la vida”. No había acabado de hablar cuando oímos el grito a nuestras espaldas. Nos volvimos alarmados y vimos al hombre haciéndonos señas. Comprendimos al instante lo que había sucedido.
Mientras seguían peleándose, la pareja se había ido alejando de nosotros, internándose en el bosque, entre las lengas esbeltas y peladas. La mujer había resbalado y rodado hacia un barranco no demasiado profundo. “Mierda, carajo, joder”. Cuando se enfadaba, el Galés soltaba varias maldiciones al mismo tiempo, a veces también en su idioma, que sonaba oscuro y antiguo. Corrimos a tiempo para frenar al hombre, que ya se disponía a bajar para ayudar a su compañera. Sin darle ninguna explicación, el Galés lo empujó y lo tiró al suelo. El hombre se levantó con ganas de pelea. Yo me interpuse explicándole que si bajaba ahí, luego íbamos a tener que rescatarlos a los dos. No logré convencerlo. “Quiero ayudar. Quiero hacer algo”, se quejó. La mujer no dejaba de gritar como una histérica. Yo quería bajar y matarla. Hacerle estallar la cabeza contra una piedra y llenar de sangre su precioso pelo. El Galés iba a salvarla a ella y no a mí. Yo no existía, era sólo una comparsa molesta. “Sujeta al imbécil y que no se acerque”, me gritó. No sé cómo pretendía que una chica de diecisiete años inmovilizara a un hombre de casi cuarenta. Preferí hacer entrar en razón al tipo. “Él sabe cómo hacerlo. Lo ha hecho miles de veces. La montaña es él y él es la montaña”. Conseguí calmarlo. El Galés sacó la cuerda de socorro, que no era otra cosa que una soga bastante gruesa, porque en la isla usábamos lo que teníamos a mano, nada de equipos profesionales. El hombre y yo nos asomamos para observar la maniobra.
La mujer estaba sentada al fondo del barranco, con la cabez...

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