El populismo jesuita
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El populismo jesuita

Perón, Fidel, Chávez, Bergoglio

Loris Zanatta

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El populismo jesuita

Perón, Fidel, Chávez, Bergoglio

Loris Zanatta

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"¿Existe un "populismo jesuita"? ¿América Latina es su tierra elegida? La respuesta de este libro es inequívoca: sí, existe e impregna a la historia." Con esas preguntas, y esa afirmación, comienza Loris Zanatta su ensayo.El origen de esa historia está en la Conquista, con las primeras misiones jesuíticas, que llegan al nuevo mundo con la idea de instaurar el reino de dios en la tierra. Luego, en el siglo XX, América latina fue pródiga en la emergencia de líderes populistas de raíz cristiana. Sin necesidad de hacer un inventario completo, podemos citar a Juan Domingo Perón, Fidel Castro, Hugo Chávez. Más allá de sus diferencias, tienen un rasgo común: la utopía de un pueblo armónico unido a su líder por una fe política tan intensa e inflexible que es una fe religiosa. Una comunión espiritual. Esta teología política ha tomado nuevos bríos en el siglo XXI, gracias a la presencia y la prédica del Papa Francisco. Aquellos que no participan de ella, quedan fuera del pueblo y son el enemigo. Tienen distintos nombres: liberalismo, culto de lo individual, lo extranjero, capitalismo egoísta. Proponen el odio, mientras el populismo afirma predicar el amor. Todo está legitimado por la batalla contra quienes son hostiles a la patria soberana y la pureza original del pueblo. Pero como demuestra Loris Zanatta en este libro desafiante y esclarecedor, los resultados resultan al menos paradójicos, cuando no desastrosos. En vez de proponer modelos que generen riqueza, se lucha contra ella, porque es sinónimo de corrupción. Al mismo tiempo, se eterniza y profundiza la pobreza, que es una garantía de integridad moral. Al cabo, el auténtico legado estos populismos jesuitas es el llamado pobrismo. Con su correlato natural: más desigualdad, más autoritarismo, más intolerancia, menos crecimiento y menos pluralismo.

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Información

Editorial
EDHASA
Año
2021
ISBN
9789876286220

1. La edad de lo sagrado

El populismo, nostalgia de unanimidad

Para iniciar un libro sobre el populismo, bien que “jesuita”, mejor precisar cómo usaré la palabra. Sólo para entendernos: está en la boca de todos y cuanto más se habla, menos nos entendemos. Con las palabras sucede como con los alimentos: el exceso empacha, hasta que el abuso conduce al desuso; basta, no se puede más. Las ciencias sociales hacen su trabajo: miden, teorizan, definen. Explican qué es el populismo. Pero este es un libro de historia: para entender qué es, mejor explicar de dónde viene, ir a la búsqueda de las raíces, del sentido profundo, del núcleo más íntimo.
Al costo de poner el carro delante de los bueyes, de anticipar el término del viaje a través del “populismo jesuita”, lo aclaro enseguida: pienso que el populismo expresa la añoranza de una unidad extraviada, una inocencia perdida, una identidad disuelta y que ambiciona restaurarlas. Es, en breve, una nostalgia de unanimidad. Sé bien que es una fórmula literaria: no mide, no calcula, no traza un perímetro. Sin embargo, evocar a veces es mejor que definir; menos preciso, más profundo.
Así entendido, el populismo se injerta sobre un antiguo y robusto tronco. A la caducidad del hombre y a la imperfección de la historia, opone el llamado a un pueblo mítico, eterno, incontaminado. La unanimidad, la unidad orgánica del pueblo que el populismo evoca, no es un pacto racional, sino una comunidad de fe que protege del pecado y de los peligros del mundo. En tal sentido, el populismo es un fenómeno de origen religioso o mejor: es un modo religioso de entender la vida y la historia.
Como tal, antes aunque un régimen o un movimiento, el populismo es un imaginario: una vaga galaxia de creencias y de valores, pulsiones y expectativas, etérea pero arraigada, que se expresa en una mentalidad. Mucho menos estructurado que una ideología, tal imaginario convoca un universo moral antiguo adecuado a nuevas épocas, contextos, coyunturas, aferrándose como una trepadora sobre los muros, a ideologías más elaboradas. Es un imaginario simple, potente, maleable: invoca la protección de una identidad primigenia, la recuperación de una armonía natural, el rescate de una comunidad ideal e idealizada. A tal comunidad alude la palabra pueblo, perno léxico en torno al cual gira el populismo.
En el mundo penetrado por lo sagrado, tal ambición de salvar al pueblo se llamaba redención; en el mundo secular toma el nombre de revolución, palabra mágica de los populismos. La fe que animaba a la primera deviene religión política en la segunda: ideología erguida como verdad divina, como certificado de superioridad moral. Tal es la ideología de los “populismos jesuitas”. Su cruzada contra aquellos a quienes imputan corromper al pueblo es de tipo moral; es una guerra de religión más que un enfrentamiento político. El populismo es entonces el lema redentor a través del cual el pueblo elegido ambiciona reencontrar la tierra prometida, donde cada fractura será sanada y cada pecado, expiado. Armonía, inocencia, unidad; es más, unanimidad: así es el Reino, así lo establece el plan de Dios, así lo quiere el espíritu providencialista del cual están impregnados los populismos latinos.
¿Unanimidad de qué? De aquello que de vez en vez el populismo eleva como fundamento unívoco de la comunidad, cofre exclusivo de la identidad y de la cultura del pueblo. En un tiempo era unanimidad de fe: a cada nación su religión. En el mundo moderno es unanimidad política, ideológica, moral. Puede fundarse sobre la etnia o sobre la fe, sobre la clase o sobre la nación; incluso sobre una virtud: honestidad, justicia, misericordia. En el caso de los “populismos jesuitas” asume la semblanza del pobre, elevado a emblema de pureza espiritual, a imagen de Cristo. Lo que cuenta es que el pueblo del populismo reclama el monopolio de la moral colectiva: es la premisa a fin de que encarne al Bien en eterna lucha contra el Mal. El esquema maniqueo importa más que su contenido: en ello está el alma religiosa del populismo, su espíritu redentor.
Si la armonía a la que el populismo aspira está quebrada, en efecto, alguien tendrá la culpa: el enemigo. El enemigo es al populismo lo que el demonio al Reino de Dios. ¿Quién es? El de los “populismos jesuitas” es el nacimiento del individuo moderno que minó la unanimidad de la comunidad orgánica, la revolución científica que quebró el aura sagrada del creador, la racionalidad iluminista que fisuró la simbiosis entre fe y razón, el liberalismo que disolvió la fusión entre esfera espiritual y esfera temporal, el capitalismo que, glorificando la prosperidad, exaltó el egoísmo. Todo ello causó desorden, conflicto, pluralidad: cosas que en la visión redentora del populismo no son la fisiología de la condición humana, sino patologías que atentan contra el organismo sano llamado pueblo.
Todo ello sonará abstracto, pero un poco de paciencia: estos conceptos son los instrumentos de a bordo que usaremos durante el viaje, servirán para iluminar el camino, para orientarnos en la historia.

La cristiandad hispánica

El viaje en busca del hilo rojo del “populismo jesuita” no puede no comenzar en la cristiandad hispánica en las Américas. Fue entonces, en 1540, que nacieron los jesuitas. Y fue allí, por mandato pontificio y bajo la égida de los reyes católicos, que su fe misionera y su visión del mundo forjaron un nuevo orden.
Hablar de populismo en aquella época no tiene sentido: la “soberanía del pueblo” todavía estaba por llegar y sin ella, enseñan los expertos, no hay populismo.1 Pero más que del populismo, estamos por ahora en busca de las fuentes de su imaginario en América Latina. ¿Es posible rastrearlas en el orden social y espiritual de la monarquía católica española? En el fondo duró tres siglos y dejó como dote la lengua y la fe: no es poco. Ambicionaba crear un orden cristiano, un “régimen de cristiandad”; su misión era edificar el Reino tal como los grandes teólogos de la época lo imaginaban. Para servir a Dios y salvar las almas, debía ser un orden perfecto como la Iglesia que custodiaba la fe. ¿Y qué había de más perfecto que el cuerpo de aquel que Dios había creado a su semejanza? He aquí entonces que el orden cristiano se inspiró en el cuerpo humano, fue un orden orgánico: así era en todas partes, en la edad de lo sagrado.
¿Cuáles eran los trazos genéticos de aquel mundo orgánico basado en la fe? El primero lo conocemos: era el unanimismo. Por un lado, el orden cristiano fue preservado de la corrupción externa, de las herejías y otras creencias: súbdito y fiel eran una sola cosa. Y si así era en la península ibérica, a mayor razón en América, laboratorio de la Ciudad de Dios al reparo del cisma protestante. Por otro lado, unanimista fue el principio ordenador del Reino. Como el organismo en el cual se inspiraba, no era una suma de órganos sino un conjunto que los trascendía. Cada órgano de la sociedad tenía su función y todos juntos un solo fin: la salud del cuerpo, la salvación de las almas. Era, para decirlo en una palabra, un orden holístico. Tal principio de unanimidad excluía aquel de pluralidad. ¿Cómo concebir un órgano independiente de los otros? Estaba implícito que la célula “enferma”, el individuo no asimilable, pudiera ser sacrificado para la unidad del pueblo, para el “bien común”.2
El segundo trazo era la jerarquía. El orden cristiano era un organismo y cada órgano desarrollaba su función, pero no todos los órganos tenían la misma importancia: un dedo no vale lo que el corazón, las comunidades indígenas no valían lo que las élites comerciales. El flujo de la autoridad y del poder fluía del centro a la periferia, de arriba hacia abajo, de los cuerpos sacerdotales y militares a los súbditos y fieles. Tal era la jerarquía de roles y funciones esculpida en el plan de Dios: inmóvil, eterna.
Tercer trazo de aquel orden era el corporativismo. Era un orden de castas; cada uno tenía derechos y deberes según el cuerpo social al que pertenecía. El individuo moderno, titular de derechos universales, todavía era desconocido, allí como en otras partes. Los cuerpos daban identidad y protección; a cambio exigían lealtad y conformismo. El individuo estaba subordinado al cuerpo y los varios cuerpos formaban un pueblo, palabra que indicaba sea el pueblo que su aldea, ambos entendidos como entidades homogéneas por usos y costumbres, cultura y religión: comunidades de fe, organismos naturales.
Sobre ellas velaba el Estado cristiano. Armado de espada para convertir y de cruz para evangelizar, era un Estado ético, tanto como lo permitía la tecnología de la época. Su misión era catequizar y castigar, en los templos y en los tribunales, con la prédica y los autos de fe; su fin era moralizar al pueblo, empujarlo hacia las puertas del paraíso agitando el miedo del infierno.
Tal era, en trazos gruesos, la cristiandad hispánica de América. Al menos en teoría, en los intentos de teólogos y utopistas religiosos. En la práctica, entre la utopía y la realidad permaneció un foso profundo: como todo orden terrenal, fue un edificio imperfecto y caótico.3 Pero poco importa, a nuestros fines: para hallar las fuentes del “populismo jesuita” importa más el mundo como habría debido ser que el mundo como era, la pulsión utópica y redentora que lo animaba más que la prosaica realidad. Tal pulsión plasmó valores e instituciones, creencias y socialidad; formó un imaginario omnipresente, una cultura impregnada de religiosidad, tanto más arraigada cuanto menos racionalizada. No habría valido la pena hacer referencia a ello si en el populismo del cual buscamos las remotas raíces no resaltaran, siglos después, los mismos atributos de la cristiandad colonial: unanimismo, jerarquía, corporativismo, Estado ético. ¿Una casualidad? ¿O un parentesco?

Las misiones jesuitas

Donde más se aproximó la utopía religiosa de la cristiandad hispánica a un acabado sistema de gobierno y organización social fue, entre los siglos XVII y XVIII, en Paraguay, en las misiones jesuíticas con los guaraníes: un Estado teocrático, han escrito muchos, un Estado ético-cristiano. No es cuestión de evaluar sus pros y sus contras: la tradición católica las exalta, aquella iluminista las demuele; esto explica ya bastantes cosas. En todo caso es útil examinar su espíritu, contenido, efectos: jamás como en aquel caso, en efecto, encontramos aislados, como en un laboratorio, los elementos que, unidos entre ellos, forman la genealogía del “populismo jesuita”.
A partir del primero: el unanimismo. En las misiones, autoridad política y religiosa se fundían, ley y fe eran todo uno. Economía, familia, comercio, moral: todo era tributo a Dios. El fin no era el buen gobierno o la prosperidad material sino el estado de perfección, la salvación de las almas, el “hombre nuevo” invocado por los Padres de la Iglesia.4 Y para que el mundo externo no resquebrajara la homogeneidad del pueblo, para que la historia no contagiara su pureza moral, había que excluirlo: por lo tanto la autarquía de las misiones; la autarquía que reencontraremos en los “populismos jesuitas”.
El orden de las misiones funcionaba “a guisa de mecanismo” y era jerárquico: los padres jesuitas eran la cabeza del organismo, una casta un poco humana y muy divina que educaba al pueblo y lo disciplinaba a través de la fe. Sólo a los guaraníes más devotos y confiables les cedían el encargo de velar sobre las costumbres morales de todos los demás. Hételos así regulando en el detalle la vida de las misiones, la pública y la privada, la moral y la material: cómo construir las ciudades y cómo comportarse, cuáles productos cultivar y cuáles danzas permitir; para “ahuyentar al egoísmo del corazón de los hombres” había que “hacer desaparecer las diversidades individuales, formar una raza homogénea”.5
Unánimes y jerárquicas, las misiones eran comunidades corporativas: cada grupo tenía su función específica, cada función implicaba precisos deberes; todos juntos formaban un cuerpo donde cada uno tenía su lugar, también los “últimos”, sustraídos así al peligro del abandono: en ello consistía la “justicia social”, futuro tótem de los “populismos jesuitas”.
Sobre todo ello se recortaba el Estado ético con sus muchos instrumentos: escuela, trabajo, religión, ritos, liturgias, coros, teatros; usaba la religión para los fines del Estado y el Estado para los fines de la religión. La justicia se basaba en la confesión del pecado. El delito no era “ilegalidad” sino “culpa moral”; el castigo, incluso el más extremo, era la “penitencia”: la comunidad “reeducaba” a la célula enferma que no se uniformaba, o bien la expulsaba. La flor en el ojal del Estado jesuita era la educación de los niños, desde la más tierna edad. Entre todas las artes que les enseñaban, la predilecta era la militar, la más adecuada para inculcar las más preciadas virtudes de la cristiandad hispánica: disciplina, obediencia, espíritu de sacrificio, heroísmo, vocación de martirio; virtudes, veremos, caras a los “populismos jesuitas”. Si era necesario, los religiosos daban el buen ejemplo guiando a la guerra al ejército de la misión.
¿Y el enemigo? ¿El demonio tentador? ¿El dinero, el vicio? Para salvar almas y cuerpos, para extirpar la hierba mala del egoísmo y nivelar las condiciones de cada uno, los misioneros prohibieron la propiedad privada, madre de todo pecado: abolida la concupiscencia, borrada la competencia para destacarse, las almas puras de los guaraníes podían volar ligeras al Reino de los cielos. Moneda y comercio privado fueron limitados, trabajo y vivienda comunitarias incentivados: comunismo evangélico.
Cualquiera sea el juicio sobre las misiones, son obvias progenitoras de los “populismos jesuitas”. No sólo anticiparon sus trazos, sino también los efectos. Aquello que los jesuitas más apreciaban en los guaraníes era “el espíritu de imitación”. Disciplina y obediencia eran las virtudes más cultivadas; independencia ...

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