1. Clase media, género y domesticidad: el hogar como espacio de negociación de las distancias sociales en la Argentina de mediados del siglo XX
Inés Pérez
Es un plan del gobierno, creo, que es de la primera presidencia de Perón, el plan. Ese plan se le daba a personas que no tenían vivienda… Pero eran viviendas que para ese momento… tenían muchas ventajas… eran muy modernas… Pero qué pasa. Yo tengo entendido que tal vez se la dieron a gente que no valoró. Nosotros la compramos porque esa gente… Eran planes muy largos. Yo no sé si a veinticinco o treinta años. Planes muy largos con una cuota ínfima. Y cuando vos no la pagabas, el banco te la remataba. Mi papá compró esa casa en un remate. Y a mí algo que me llamó la atención, porque nosotros vivíamos muy humildemente. No teníamos nada más que la radio, una radio así… No teníamos nada en esa casa que alquilábamos. Y a mí me llamó la atención porque yo fui con mi papá a ver la casa, la gente nos hizo pasar, y me llamó la atención la cantidad de artefactos que tenían, que yo tenía entre ocho y nueve años años y nunca había visto tantas cosas… Porque tenían licuadora, tocadiscos, muchos artefactos. Ellos, que perdían la casa. Nosotros no teníamos nada y comprábamos la casa… Y vos fijate hasta qué punto esta gente no supo apreciar lo que tenía que en el dormitorio el piso era de parquet, tenía parquet, que hoy es una reliquia que está, todavía está, pero había una parte del parquet que estaba quemado, con las botellas de vino marcadas. O sea, vos fijate a qué nivel daban poco valor a lo que para nosotros fue un mundo… Ellos perdieron la casa, y entonces mi papá la compró y la seguimos pagando. (Entrevista a Perla, Mar del Plata, noviembre de 2009, citada por Pérez, 2012a: 58-59)
De seguro esta no es la primera vez que la lectora o el lector escucha hablar de la leyenda negra del parquet quemado por los beneficiarios de los planes de vivienda del peronismo. Aquí aparece retomada en un relato autobiográfico, el de una mujer que a fines de los años 50, momento en el que se sitúan los hechos relatados, no era más que una niña de entre ocho y nueve años, hija de un empleado ferroviario que poco tiempo después comenzaría a trabajar como vendedor y de la mujer que abriría la primera panadería del barrio donde estaba la casa de la que habla, ubicada en las afueras de Mar del Plata. El fragmento de la entrevista aquí citado, en rigor cualquier versión de esta leyenda negra, pone el hogar en el centro de la construcción de las distancias sociales. Esta versión permite pensar en las formas en que fue usada para apropiarse de un modelo de domesticidad de clase media y así establecer distinciones de clase, no solo por sujetos señalados como pertenecientes a la clase media desde criterios objetivistas, sino por otros que en esas mismas clasificaciones hubieran sido ubicados en una categoría diferente. También permite observar estos procesos en escenarios distintos al de la capital nacional, para poner de relieve su diversidad regional.
Distintas investigaciones recientes han propuesto hacer foco en los procesos de identificación de clase, trascendiendo las miradas centradas en las categorías socioocupacionales, para privilegiar, en cambio, los modos en que los actores construyen esas identidades en términos relacionales y situados. Estos estudios señalaron, además, los procesos de racialización de las clases populares, paralelos a la construcción del mito del crisol de razas y de una imagen de la Argentina blanca y de clase media (Adamovsky, 2009; Visacovsky y Garguin, 2009b; Adamovsky, Visacovsky y Vargas 2014). A partir de estas contribuciones, la hipótesis que se desarrollará en este texto es que dichos procesos no tuvieron lugar solo en el mundo público, sino también en el ámbito doméstico, y estuvieron también marcados por clivajes de género.
En un artículo publicado hace ya dos décadas, Eduardo Míguez (1999) señaló que entre las décadas de 1930 y 1940 cristalizó en la Argentina un modelo de familia de clase media, con algunas características particulares: una estructura nuclear, con un núcleo heterosexual completo y un número de hijos reducido. El modelo de familia de clase media retomaba los elementos más salientes a partir de los cuales Gino Germani (1971 [1963]) había analizado el cambio familiar asociado a la modernización, y los utilizaba para explicar la integración tanto de los migrantes provenientes del interior del país como de los inmigrantes del otro lado del Atlántico a la sociedad moderna.
Sin embargo, la lectura de Míguez introducía cambios interpretativos de relevancia, con relación a los modos de comprender las identidades de clase media y la diversidad familiar. En su mirada, dicho modelo no era tomado como una expresión de lo que la mayoría de las familias hacían o de las características que efectivamente tenían, sino como un signo de respetabilidad a partir del que las personas evaluaban (y al que intentaban adecuar) sus prácticas, diluyendo las diferencias sociales en una promesa de homogeneidad. Algunos años después, Isabella Cosse (2010: 14) señaló la centralidad de la familia en las “aspiraciones de respetabilidad de los nuevos sectores sociales en ascenso”, en tanto “dotó de identidad a esos sectores, permitiéndoles asociar ciertos criterios morales con su propia posición social. Es decir: tener una familia doméstica les otorgaba prestigio y respetabilidad y los diferenciaba de los sectores populares”.
Las políticas impulsadas por el gobierno peronista, en efecto, abrieron la posibilidad de que sujetos de diversos sectores sociales se apropiaran del modelo de domesticidad de clase media, no solo por las transformaciones en la propia idea de familia (Cosse, 2006), sino también por aquellas promovidas con relación a la posibilidad de acceder a bienes clave en la adopción de dicho modelo. La ampliación y diversificación del consumo centrado en el hogar fueron el sustento sobre el que diferentes actores construyeron sus identidades de clase, pero también marcaron un escenario de desestabilización de las jerarquías sociales caracterizado por la ansiedad y la búsqueda de distinción. Como muestra el fragmento de la entrevista citado anteriormente, tener o no tener casa propia o los bienes “necesarios” para hacerla confortable no agotaba las tensiones que podían surgir en torno de ellos, sino que ellas se articulaban muchas veces alrededor de moralidades que informaban su adquisición y su uso.
En este capítulo, a partir de una revisión de mis propias investigaciones centradas en la historia del trabajo doméstico en las décadas centrales del siglo XX, me gustaría dar un nuevo giro a esta hipótesis, para señalar el peso de la cultura material y de las relaciones establecidas en el espacio del hogar en la construcción de distancias sociales. Estos procesos tuvieron particularidades regionales. Aquí haré foco sobre el caso de Mar del Plata, una localidad que nació como puerto de pescadores a mediados del siglo XIX, para transformarse en el balneario predilecto de las elites porteñas primero y, hacia mediados del XX, en un destino de turismo masivo.
El texto está organizado en dos apartados. En el primero, me detengo en las condiciones materiales que permitieron que el modelo de domesticidad identificado con la clase media pudiera ser apropiado por sujetos de distintos sectores sociales. Analizaré el lugar de la vivienda y de los artefactos domésticos destinados a hacerla confortable en esas apropiaciones y en las estrategias de distinción que habilitaron. Destacaré la centralidad del trabajo doméstico –en este caso no remunerado– y del consumo centrado en el hogar en el sostenimiento de la respetabilidad familiar y, con ella, de la propia posición social. En el segundo apartado, abordaré las relaciones de servicio doméstico en la producción, pero también en la desestabilización, de las jerarquías sociales, haciendo foco en casos de hurto protagonizados por empleadas domésticas y sus empleadores.
Clase media, consumo y domesticidad
El modelo familiar de clase media tuvo un escenario preferencial: la vivienda moderna, con espacios funcionalmente diferenciados, una planta compacta y una clara delimitación (y generización) de lo privado y lo público (Prost, 2001; Liernur, 1999a). Es más, algunas interpretaciones han señalado que sus características expresaron cambios importantes en las formas y los comportamientos familiares. La especialización de los ambientes y el desplazamiento hacia modos de habitar que privilegiaban el confort han sido leídos como resultado de un creciente individualismo y de una nueva relevancia atribuida a la intimidad y a la creación de espacios donde la familia pasara tiempo junta (Béjar, 1995; Marsh, 1989). La vivienda moderna fue diseñada para cobijar familias nucleares, más bien pequeñas, con un núcleo completo (heterosexual) y roles genéricamente diferenciados.
Aunque esta tipología de vivienda fue construida previamente, su extensión a grandes sectores de la población argentina solo fue posible gracias a un cambio sustantivo en las políticas públicas que comenzó en los años 40. Como ha señalado Anahí Ballent (2007: 415), con la llegada del peronismo se “inició la construcción masiva por parte del Estado y [se] consolidó un aparato estatal destinado a la vivienda cuyas características se mantuvieron, con matices, creciendo y diversificándose hasta 1976”, en un escenario en que el acceso a la vivienda era visto como parte del derecho al bienestar (Gaggero y Garro, 1996: 64). La creación de líneas de crédito para la construcción con bajas tasas de interés, extensos plazos de pago y altas tasas de cobertura resultó clave tanto durante como después de los gobiernos peronistas. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, como la posesión de un lote era un requisito, la posibilidad de los sectores de menores recursos económicos de acceder a ellos fue limitada. Durante toda la segunda mitad del siglo XX se extendió significativamente la proporción de viviendas ocupadas por sus dueños: si en 1947 solo alcanzaba el 37%, en 1960 ascendía al 57% y para 1980 llegaría al 68% de las viviendas (Ballent, 2007: 425).
En el fragmento de la entrevista citado en el inicio de este capítulo, el acceso a la vivienda propia marcaba un hito en la historia familiar en torno del que se estructuraban también señas identitarias. Quienes perdían la casa eran presentados como sujetos descuidados con aquello que les había sido dado (una casa moderna, con pisos de parquet) y como consumidores irresponsables que poseían una gran cantidad de artefactos domésticos (licuadora, tocadiscos), pero habían sido incapaces de sostener la cuota del crédito hipotecario gracias al que habían llegado a tener esa casa. Quienes compraban, en cambio, aparecían como personas humildes, con un modo de vida austero. Esa oposición expresa una moralidad del gasto particular (Horowitz, 1985), marcada por el esfuerzo, la previsión y la racionalidad, y permite sostener una imagen de acuerdo con la que la adquisición de la propia vivienda y el acceso a los modos de habitar modernos fue resultado del esfuerzo propio, desdibujando el papel de las políticas públicas.
A pesar de que en ese fragmento la adquisición de artefactos domésticos es presentada como parte de los consumos irresponsables de los que la entrevistada busca distanciarse, para mediados de siglo el confort y la “liberación” de las amas de casa habían ganado relevancia tanto en el modelo de domesticidad de clase media como en la retórica peronista de “democratización del bienestar” (Torre y Pastoriza, 2002). Como se puede ver en el primero de los textos que siguen, tomado del capítulo XV del Segundo Plan Quinquenal, tanto la vivienda propia como los artefactos domésticos eran presentados como conquistas que antes solo pertenecían a “los pudientes” y que, ahora, “gracias a Perón”, eran aspiraciones legítimas de “todos”, accesibles para “todos” en la medida de su propio esfuerzo. En el capítulo XV del Segundo Plan Quinquenal, referido a la energía eléctrica, tomado del diario Mundo Peronista del 13 de septiembre de 1953, se afirmaba:
Antes nadie soñaba siquiera con tener su heladera, su aspiradora y otros implementos que facilitan la vida hogareña: eran privilegios de los pudientes. Hoy todos somos pudientes en la medida de nuestro propio esfuerzo, que se nos reconoce gracias a Perón y todos queremos esas cosas, como queremos levantar nuestra vivienda.
En el mismo diario, pero del 1 de abril de 1955, en “Confort para el pueblo”, se señalaba:
Las familias argentinas van teniendo heladeras y lavarropas casi sin excepción. Las amas de casa se van liberando de las pesadas tareas del hogar, ya que esos y otros adminículos mecánicos las hacen más llevaderas y gratas. Los alimentos se conservan mejor y la familia obrera argentina ahorra dinero y salud como consecuencia. Quizá alguno todavía piense que esos adelantos están desvinculados de la conducción político-social del país por parte del gobierno y que son regalos que la técnica hace al hombre a esta altura de los tiempos. A ese podemos preguntarle cuántos pueblos del mundo, con excepción de Estados Unidos y algunas naciones europeas –no muchas– cuentan realmente con estos regalos de la técnica. Las comodidades y ventajas que la técnica ofrece son allí gozadas por los privilegiados de siempre, pues esos pueblos no tienen la suerte del nuestro, en lo que a justicia en la distribución de la riqueza se refiere. Argentina ya es un pueblo moderno que cuenta con todas las ventajas que la técnica ofrece, y esas ventajas han llegado a las más humildes capas sociales del país gracias al genio de un Presidente que es el ejemplo del mundo y el orgullo de los argentinos.
Si en el primero de los fragmentos citados el propio esfuerzo (el mismo al que hacía alusión la entrevistada cuyo relato abre este capítulo) aparece como elemento clave (puesto en valor gracias a Perón), en el segundo el énfasis está puesto en la justicia de la distribución del modelo peronista. Resulta significativo que, en ambos casos, aquello que es justo redistribuir no es solo el acceso a la vivienda propia, sino a los bienes de “confort” que permiten la “liberación” del ama de casa. En efecto, la expansión del consumo de estos artefactos se apoyó en mayores facilidades para acceder a bienes asociados previamente a “los pudientes”, impulsadas en buena medida por el crecimiento de los salarios reales y la disminución de rubros como la vivienda, la alimentación y el vestido en el gasto de los hogares de sectores medios y trabajadores (Rapoport, 2003; Aroskind, 2003; Belini, 2009).
Natalia Milanesio (2014: 10) ha señalado que durante el peronismo surgió “el consumidor obrero como una fuerza social única que transformó la Argentina moderna”. La autora sostiene la hipótesis de que, aunque los sectores de menos ingresos participaban del mercado de consumo previamente, fue recién durante el peronismo cuando su participación se volvió masiva, dando lugar al consumidor obrero como “actor histórico dotado de una enorme visibilidad cultural y social y de una influencia económica y política sin precedentes”. A partir del análisis de entrevistas, Milanesio señala que los trabajadores vivieron el acceso a nuevos bienes menos como una forma de ascenso social (o de emulación de las clases medias) que como un proceso que reforzó su identidad obrera.
Ahora bien, de un modo similar al observado con relación al acceso a la vivienda propia, las desigualdades en el consumo, y en particular en el de artefactos domésticos, fueron significativas. De acuerdo con Adriana Marshall (1981), los obreros solo se incorporaron masivamente al mercado de algunos bienes durables (como heladeras y televisores) entre 1963 y 1969. Por otra parte, el consumo de estos artefactos fue muy desigual en términos regionales. De acuerdo con el Censo Nacional de Vivienda de 1960 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), mientras en 1960 el 42% de las viviendas de la provincia de Buenos Aires poseía una heladera eléctrica, solo el 13% de los hogares en la provincia de Catamarca tenía una (Pérez, 2012b).
Dichas desigualdades fueron clave en las vías a partir de las que distintos sujetos construyeron su identidad de clase. A diferencia de lo observado por Milanesio, en mi investigación encontré que el consumo de estos bienes estuvo marcado por búsquedas de distinción de sujetos de distintos sectores sociales que tomaban la domesticidad de clase media como modelo. Es posible que esta diferencia en términos interpretativos derive, al menos en parte, del tipo de consumo en el que se centraron nuestros estudios y en los espacios que analizamos. Milanesio abordó las experiencias de consumo de distintos bienes (vestimenta, calzado, alimentos, etc.) de trabajadores rosarinos. En cambio, mi trabajo se centró en el consumo de artefactos vinculados al trabajo y al entretenimiento domésticos en hogares marplatenses.
Rosario y Mar del Plata son ciudades con perfiles marcadamente distintos: si la primera es una ciudad que creció al calor del desarrollo industrial y de la actividad de un puerto comercial nodal a la región del litoral, Mar del Plata tuvo una estructura productiva marcada por la importancia del turismo estival protagonizado eminentemente por la clase media porteña. Su presencia en la ciudad acercó a los marplatenses sus consumos y modos de habitar por distintas vías. Además de los posibles espacios de sociabilidad compartidos, constructores, albañiles y empleadas domésticas que quizás no los frecuentaran podían entrar en contacto con los estilos de vida de los turistas a partir de su trabajo. La emulación del estilo de vida de la clase media porteña podía resultar clave en las estrategias de distinción de marplatenses provenientes de distintos sectores sociales, aunque supusiera, como veremos, adaptaciones, apropiaciones y resignificaciones.
Por otro lado, los artefactos domésticos no solo eran bienes menos accesibles en términos económicos, sino que además se promocionaban como bienes de estatus (Owensby, 1999; O’Dougherty, 2002). Como puede verse en la publicidad reproducida en la imagen 1, la figura de la empleada doméstica y el concepto de “eléctricos servidores” eran utilizados para presentarlos c...