La hora del Dios Rojo
El origen de la muerte
Al principio, no existía la muerte. Esta es la historia de cómo la muerte llegó al mundo.
Había una vez un hombre a quien llamaban Leeyio, que fue el primer hombre a quien Naiteru-kop trajo a la Tierra. Naiteru-kop llamó entonces a Leeyio y le dijo: «Cuando una persona muere y dispones del cuerpo, debes acordarte de decir: “El ser humano muere y regresa, la luna muere y se aleja”».
Pasaron muchos meses hasta que alguien murió. Cuando, finalmente, el hijo de un vecino falleció, mandaron llamar a Leeyio para que dispusiera del cuerpo. Al sacarlo, cometió un error y dijo: «La luna muere y regresa, el ser humano muere y se aleja». De modo que, tras eso, ninguna persona sobrevivió a la muerte.
Transcurrieron unos pocos meses más, y el hijo del propio Leeyio murió. Así que el padre sacó el cuerpo y dijo: «La luna muere y se aleja, el ser humano muere y regresa». Al oírlo, Naiteru-kop le dijo a Leeyio: «Ya es demasiado tarde, pues, por tu propio error, la muerte nació el día en que murió el hijo de tu vecino». Y así es como surgió la muerte, y, por eso, hasta el día de hoy, cuando una persona muere no regresa, pero, cuando muere la luna, siempre vuelve.
HISTORIA TRADICIONAL MASÁI
1
SÁBADO, 22 DE DICIEMBRE DE 2007
El sol cae en vertical, y la sombra escasea tanto como la caridad en Biashara Street. Allí donde existe —frente a las tiendas y en los callejones, como bocas de cuevas y cañones—, la vida se aferra: ojos que parpadean y observan con paciencia.
Ven a un hombre y a un niño andando por la acera, el niño da un brinco cada tres o cuatro pasos, para igualar las zancadas largas de su compañero.
El hombre, a modo de concesión, se ha encorvado ligeramente para ponerse a una altura que les permita conversar. Su postura sugiere que, si cualquiera de los dos alargase la mano, el otro se la cogería; sin embargo, por algún motivo, ninguno lo hará. Son padre e hijo.
—¿Pero dónde vas a montar? —pregunta el padre, de forma cansina.
Es evidente que se trata de una conversación antigua.
—¡En cualquier parte! —contesta el niño—. Podría ir a las tiendas por ti.
—Adam, esto es Nairobi. Si vas por ahí solo en bici, conseguirás que te maten. ¿Te has fijado en cómo conducen aquí?
—Pues entonces alrededor del recinto. En casa de Abuela. Allí no pasa nada. Michael tiene bici. E Imani también; y ella solo tiene siete años.
El hombre alto detiene su zancada, y el niño corre a meterse tras sus piernas. Algo ha inquietado al hombre: urgente, palpable, pero no obstante indefinible. La sensación de un problema a punto de golpear.
Solo por una vez, piensa Mollel, solo por una vez, me gustaría desconectar este instinto. Ser capaz de disfrutar yendo a comprar, de disfrutar pasando tiempo con mi hijo. Ser parte del público en lugar de un policía.
Pero no puede. Es lo que es.
—¡Esa es la que quiero! —exclama Adam, señalando hacia el escaparate.
Mollel pasa de forma vaga por la exposición de bicis que hay en el interior, pero se queda observando un reflejo suspendido sobre el cristal: un grupo de chicas adolescentes, todo cotilleo y chicle, móviles vibrando como abanicos, bolsos en bandolera sobre los hombros; y, desde las sombras, otros ojos, ahora ávidos, emergen. Los hombres observan sin observar, y se acercan sin moverse, con un aire despreocupado pero con determinación, dispares pero unidos, rodeando a su presa. Perros de caza.
—Entra en la tienda —le dice Mollel a Adam—. Quédate ahí hasta que vuelva a buscarte.
—¿Puedo elegir una bici, papá? ¿En serio?
—Solo quédate ahí —contesta Mollel, y empuja al niño para que cruce la puerta abierta de la tienda.
Se da la vuelta. Ya ha sucedido. El grupo de hombres se está desvaneciendo, las chicas todavía permanecen ajenas a lo que acaba de pasar. Hace marcaje a uno de los tipos, que se aleja veloz del escenario, tapando un bolso sin asas de vinilo dorado —no es de su estilo en absoluto— bajo la camisa.
Mollel despega, igualando el paso del perro de caza pero manteniendo la distancia, ansioso por no asustarle. No tiene sentido dejarle entrar corriendo en una callejuela ahora. Aprieta el ritmo, acorta la distancia. Deja Biashara Street. Cruza Muindi Mbingu. Serpentea entre el tráfico, ignora las bocinas de los coches. Hay más ajetreo aquí.
El perro de caza tiene unos veinte o veintipocos años, calcula Mollel. Atlético. Lleva las mangas de la camisa cortadas a la altura de los hombros, no para no exponer sus brazos bien desarrollados, sino para facilitar el movimiento de quitársela. Los botones en la parte delantera serán falsos, Mollel lo sabe, reemplazados por una tira de velcro o por cierres automáticos para frustrar cualquier intento de agarrar por el cuello al ladrón de bolsos, haciendo que quien lo intente perseguir se quede sujetando solo una camisa harapienta, como la piel mudada de una serpiente.
Mientras Mollel sopesa su estrategia (lanzarse en picado a las piernas en lugar de agarrarle por el torso), se percata de que el ladrón está dirigiéndose hacia City Market. Ahora tiene que eliminar la distancia entre ellos. Si le pierde ahí, se escapa para siempre.
Acorta toda una manzana, con más recovecos de entrada y salida que una madriguera de damanes; un día como este el interior oscuro del mercado está abarrotado de compradores que huyen del sol. Mollel se plantea gritar ¡Alto, mwizi*!, o ¡Policía!, pero calcula que eso le haría perder un tiempo precioso. El ladrón sube a brincos los escalones y salta con destreza una pila de tripas de pescado; se detiene un momento para mirar hacia atrás, mostrando, piensa Mollel, señales de cansancio, y se sumerge en el interior oscuro. El cuerpo delgado y adusto de Mollel le sigue a solo unos pocos segundos, el cora...