La Ciudad de las Damas
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La Ciudad de las Damas

Cristina de Pizán, Marie-José Lemarchand, Marie-José Lemarchand

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  1. 252 páginas
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La Ciudad de las Damas

Cristina de Pizán, Marie-José Lemarchand, Marie-José Lemarchand

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«... Nueva es La Ciudad de las Damas con su nuevo reino femenino, pues, en efecto, es la primera vez que una mujer se levanta en contra de la tradición masculina para crear una conciencia de género. Esta obra, La Ciudad de las Damas [...], construye una imagen de la mujer y de la feminidad a partir del modelaje de un pensamiento forjado en diálogo con la cultura, la de los hombres, claro, pues no había otra, tanto la cortés como la clerical, pero sorprendentemente diferente. Y la diferencia estriba en que quien habla, quien escribe, es una mujer.»Victoria CirlotLa Ciudad de las Damas, considerada una clara anticipación del feminismo moderno, corona una obra que cultiva la poesía, la historia y los temas moralizantes. La argumentación sorprende por su modernidad, abordando temas como la violación, la igualdad de sexos, el acceso de las mujeres al conocimiento, etc., que convierten a este libro en una obra capital para la historia de las mujeres y para el pensamiento occidental en el alba de los tiempos modernos.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2015
ISBN
9788416396252
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
LA CIUDAD DE LAS DAMAS
Libro I
I
Aquí empieza
el libro de La Ciudad de las Damas,
cuyo primer capítulo cuenta cómo surgió
este libro y con qué propósito
Sentada un día en mi cuarto de estudio1, rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo cos­tumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un há­bito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansa­da, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores. Levanté la mirada del texto y decidí abandonar los li­bros difíciles para entretenerme con la lectura de algún poeta. Estando en esa disposición de ánimo, cayó en mis manos cier­to extraño opúsculo, que no era mío sino que alguien me lo ha­bía prestado. Lo abrí entonces y vi que tenía como título Libro de las Lamentaciones de Mateolo2. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre el respeto hacia las mujeres. Pensé que ­ojear sus páginas podría divertirme un poco, pero no había avanzado mucho en su lec­tura, cuando mi buena madre me llamó a la mesa, porque ha­bía llegado la hora de la cena. Abandoné al instante la lectura con el propósito de aplazarla hasta el día siguiente. Cuando volví a mi estudio por la mañana, como acostumbro, me acor­dé de que tenía que leer el libro de Mateolo. Me adentré algo en el texto pero, como me pareció que el tema resultaba poco grato para quien no se complace en la falsedad y no contribuía para nada al cultivo de las cualidades morales, a la vista también de las groserías de estilo y argumentación, después de echar un vistazo por aquí y por allá, me fui a leer el final y lo dejé para volver a un tipo de estudio más serio y provechoso. Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto, su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad. Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio. Volviendo sobre todas esas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia –me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades– hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.
Me encontraba tan intensa y profundamente inmersa en esos tristes pensamientos que parecía que hubiera caído en un estado de catalepsia. Como el brotar de una fuente, una serie de autores, uno después de otro, venían a mi mente con sus opiniones y tópicos sobre la mujer. Finalmente, llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto. No dejaba de sorprenderme que tan gran Obrero haya podido consentir en hacer una obra abominable, ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males. Abandonada a estas reflexiones, quedé consternada e invadida por un sentimiento de repulsión, llegué al desprecio de mí misma y al de todo el sexo femenino, como si Naturaleza hubiera engendrado monstruos. Así me iba lamentando:
–¡Ay Señor! ¿Cómo puede ser, cómo creer sin caer en el error de que tu sabiduría infinita y tu perfecta bondad hayan podido crear algo que no sea bueno? ¿Acaso no has creado a la mujer deliberadamente, dándole todas las cualidades que se te antojaban? ¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras? Sin embargo, aquí están tan graves acusaciones, juicios y condenas contra las mujeres. No alcanzo a comprender tamaña aberración. Si es verdad, Señor Dios, que tantas abominaciones concurren en la mujer, como muchos afirman –y si tú mismo dices que la concordancia de varios testimonios sirve para dar fe, tiene que ser verdad–, ¡ay, Dios mío, por qué no me has hecho nacer varón para servirte mejor con todas mis inclinaciones, para que no me equivoque en nada y tenga esta gran perfección que dicen tener los hombres! Ya que no lo quisiste así y no extendiste hacia mí tu bondad, perdona mi flaco servicio y dígnate en recibirlo, porque el servidor que menos recibe de su señor es el que menos obligado queda.
Así, me deshacía en lamentaciones hacia Dios, afligida por la tristeza y llegando en mi locura a sentirme desesperada porque Él me hubiera hecho nacer dentro de un cuerpo de mujer.
II
Cómo tres Damas aparecieron delante
de Cristina y cómo la primera se dirigió
a ella para consolarla
Hundida por tan tristes pensamientos, bajé la cabeza avergonzada, los ojos llenos de lágrimas, me apoyé sobre el recodo de mi asiento, la mejilla apresada en la mano, cuando de repente vi bajar sobre mi pecho un rayo de luz como si el sol hubiera alcanzado el lugar, pero, como mi cuarto de estudio es oscuro y el sol no puede penetrar a esas horas, me sobresalté como si me despertara de un profundo sueño. Levanté la cabeza para mirar de dónde venía esa luz y vi cómo se alzaban ante mí tres Damas coronadas, de muy alto rango. El resplandor que emanaba de sus rostros se reflejaba en mí e iluminaba toda la habitación.
Huelga decir mi sorpresa, ya que las tres Damas habían entrado pese a estar cerradas las puertas. Tanto me asusté que me santigüé en la frente temiendo que aquello fuera obra de algún demonio. Entonces la primera de las tres Damas me sonrió y se dirigió a mí con estas palabras:
–No temas, querida hija, no hemos venido aquí para hacerte daño sino para consolarte. Nos ha dado pena tu desconcierto y queremos sacarte de esa ignorancia que te ciega hasta tal punto que rechazas lo que sabes con toda certeza para adoptar una opinión en la que no crees, ni te reconoces, porque sólo está fundada sobre los prejuicios de los demás. Te pareces al tonto de la historia que, mientras dormía al lado del molino, disfrazaron con ropa de mujer: cuando se despertó, en vez de fiarse de su propia experiencia, creyó las mentiras de los que se burlaban de él afirmando que se había transformado en mujer. ¿Dónde anda tu juicio, querida? ¿Has olvidado que es en el crisol donde se depura el oro fino, que allí ni se altera ni cambia sus propiedades sino todo lo contrario, cuanto más se trabaja más se depura y afina? ¿Acaso ignoras que lo que más se discute y debate es precisamente lo que más valor tiene? Piensa en las Ideas, es decir, las cosas divinas que mayor trascendencia tienen: ¿no ves que incluso los más grandes filósofos cuyo testimonio alegas en contra de tu propio sexo no han logrado determinar qué es lo verdadero o lo falso, sino que se corrigen los unos a los otros en una disputa sin fin? Tú misma lo has estudiado en la Metafísica de Aristóteles, que critica y refuta de tal suerte las ideas de Platón y otros filósofos. Mira también cómo san Agustín y otros Doctores de la Iglesia hicieron lo mismo con ciertos pasajes de Aristóteles, al que llaman, sin embargo, el Príncipe de los filósofos y a quien se deben las más altas doctrinas de la filosofía natural y de la moral. Ciertamente, tú pareces creer que todo cuanto afirman los filósofos es artículo de fe y que no pueden equivocarse.
»En cuanto a los poetas a los que te refieres, ¿no sabes que utilizan a menudo un lenguaje figurado, y que a veces hay que entender lo contrario del sentido literal? Así, puede aplicarse la figura retórica llamada «antífrasis», que significa –como muy bien sabes– que si por ejemplo dices que algo es malo hay que entender todo lo contrario. Yo te recomiendo que des la vuelta a los escritos donde desprecian a las mujeres para sacarles partido en provecho tuyo, cualesquiera que sean sus intenciones. Puede que el que en su libro dice llamarse Mateolo así lo haya querido, porque en él se encuentran muchas cosas que, tomadas literalmente, serían pura herejía. Por ejemplo, en lo que se refiere a la diatriba en contra del estado del matrimonio –algo, sin embargo, sano y digno, según la Ley de Dios– la experiencia demuestra claramente que la verdad es lo contrario de lo que se afirma al intentar cargar a las mujeres con todos los males. No se trata sólo de ese Mateolo, sino de otros muchos, en particular del Roman de la Rose, que goza de mayor crédito por la gran autoridad de su autor. De verdad, ¿dónde podría encontrarse jamás un marido que tolerase que su mujer tuviera tal poder sobre él que ésta pudiera verter sobre su persona los insultos e injurias que, según dichos autores, son propias de todas las mujeres? Sea lo que fuere lo que hayas podido leer, dudo que lo hayas visto con tus propios ojos, porque no son más que habladurías vergonzosas y palpables mentiras.
»Para concluir, querida Cristina, te diría que es tu ingenuidad la que te ha llevado a la opinión que tienes ahora. Vuelve a ti, recobra el ánimo tuyo y no te preocupes por tales necedades. Tienes que saber que las mujeres no pueden dejarse alcanzar por una difamación tan tajante, que al final siempre se vuelve en contra de su autor.
III
Cómo la Dama que se había dirigido
a Cristina le explicó quién era y asimismo
le anunció que, ayudada por las tres Damas,
ella levantaría una Ciudad
Tal fue el discurso que me hizo esa alta Dama. No sé cuál de mis sentidos quedó más solicitado por su presencia: el oído, al escuchar unas palabras tan dignas de atención, o la vista, al contemplar la gran belleza de su rostro, la suntuosidad del atuendo y su suprema distinción. Como lo mismo se podía decir de las otras dos Damas, yo no sabía hacia cuál de ellas dirigir la mirada; en efecto, se parecían tanto que costaba establecer una diferencia entre ellas, salvo con una –la que hablaría en tercer lugar, aunque no por ello con menor autoridad– cuyo gesto era tan altivo que nadie, por muy osado que fuera, podía mirarla a los ojos sin temer ser fulminado por su mal comportamiento. Yo me quedaba de pie ante ellas en señal de respeto, mirándolas en silencio como arrobada y sin habla. Mi mente quedaba estupefacta, me preguntaba por su nombre, su estado, por qué habrían venido, qué significaban los distintos cetros que cada una llevaba en la mano diestra, a cual más valioso. Todas esas preguntas se las habría hecho de buen grado, de haberme atrevido, pero me estimaba indigna de interrogar a unas Damas tan distinguidas. Permanecía callada y seguía mirándolas algo asustada, aunque reafirmada por las palabras que acababa de oír, las cuales habían servido para despertar de la amargura de mi ánimo. Pero la muy docta Dama que me había hablado leía en mis pensamientos con gran clarividencia, y sin que yo preguntara, respondió a mis interrogaciones:
–Debes saber, querida hija, que la divina Providencia, que nada deja al azar, nos ha encargado vivir entre los hombres y mujeres de este bajo mundo, pese a nuestra esencia celeste, para cuidar del buen orden de las leyes que rigen los distintos estados. En lo que a mí atañe, tengo por misión corregir a los hombres y a las mujeres cuando yerran para volver a ponerlos en la vía recta; si se pierden pero su entendimiento puede atender a razones, llego sigilosamente a sus mentes, los amonesto y sermoneo para hacerles ver sus errores, explicándoles las causas, y luego les enseño cómo hacer el bien y evitar el mal. Como mi papel es que cada uno y cada una se vea en su alma y conciencia y conozca sus vicios y defectos, no tengo por emblema el cetro sino el espejo refulgente que llevo en la diestra. Has de saber que quien se mire en este espejo se verá reflejado hasta en lo más hondo de su alma. ¡Qué poderosa virtud la de este espejo mío! Míralo, con sus piedras preciosas: nada puede llevarse a cabo sin él, ahí qu...

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