Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector
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Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector

Benjamin Moser, Cristina Sánchez-Andrade

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Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector

Benjamin Moser, Cristina Sánchez-Andrade

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«Una biografía digna de su protagonista... Por fin una de las más enigmáticas escritoras del siglo XX retratada en todo su vibrante colorido». ORHAN PAMUK«Detallada, original y repleta de sensibilidad hacia lo que debe quedar oculto y lo que debe saberse. Moser ha escrito un libro fantástico sobre una heroína judía cuya familia vivió algunos de los peores episodios del siglo pasado en Europa. También hace un magnífico retrato del Brasil moderno donde se reconoce su genio y el trabajo de Lispector se considera un tesoro». COLM TÓIBÍN«Benjamin Moser ha recreado el contexto psicológico y social necesario para entender a esta gran escritora y ha insuflado vida a su naturaleza esencialmente trágica en toda su complejidad».EDMUND WHITEEn esta biografía, que es ya un libro de referencia en todo el mundo, Benjamin Moser desentraña los mitos que rodean a una de las más extraordinarias figuras de la literatura contemporánea y nos muestra cómo Clarice Lispector transformó su lucha personal como mujer en una obra de resonancia universal.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2017
ISBN
9788417151560
Edición
1
Categoría
Literatura

Por qué este mundo

«Lava tus ropas y, si es posible, que todas tus prendas sean blancas, porque esto ayuda a encaminar tu corazón hacia el temor y amor por Dios. Si fuere de noche, enciende muchas luces hasta que todo brille. Entonces toma la pluma, la tinta y una tabla y recuerda que te dispones a servir a Dios en el júbilo de tu corazón. Ahora, empieza a combinar unas cuantas o muchas letras, para variarlas y mezclarlas hasta que tu corazón entre en calor. Pon atención a sus movimientos y a lo que puedes lograr al moverlas. Y, cuando sientas que tu corazón ya ha entrado en calor y cuando veas que por la combinación de las letras no puedes aprehender cosas nuevas que, por la tradición humana o por ti mismo, no serías capaz de conocer, y cuando estés así preparado para recibir el influjo del poder divino que te inunda, entonces concéntrate con la mayor fuerza en imaginar el Nombre y sus ángeles exaltados dentro de tu corazón, como si fueran seres humanos sentados o parados a tu alrededor».
ABRAHAM ABULAFIA
(1240-después de 1290)

Introducción
La Esfinge

En 1946, la joven escritora brasileña Clarice Lispector volvía de Río de Janeiro a Italia, en donde su marido era vicecónsul en Nápoles. Había viajado a casa como correo diplomático, transportando despachos para el Ministerio de Asuntos Exteriores brasileño, pero, al estar las rutas habituales entre Europa y Sudamérica interrumpidas por la guerra, el viaje para reencontrarse con su marido siguió un itinerario inusual. De Río voló hasta Natal, en el extremo nororiental de Brasil; de allí hasta la base británica de la isla de Ascensión en el Atlántico Sur, hasta la base aérea de Liberia, hasta las bases francesas de Rabat y Casablanca, y a continuación, vía El Cairo y Atenas, hasta Roma.
Antes de cada etapa del viaje tenía unas cuantas horas, o días, para ver algo de la ciudad. En El Cairo, el cónsul brasileño y su mujer la invitaron a un cabaret, en donde se quedaron maravillados al contemplar la exótica danza del vientre al ritmo del éxito del Carnaval carioca de 1937, «Mamá yo quiero» de Carmen Miranda.
El propio Egipto no logró sorprenderla; escribió a un amigo, de vuelta en Río de Janeiro: «Vi las Pirámides, la Esfinge; un musulmán me leyó la mano en el desierto y me dijo que tenía un corazón puro... Hablando de esfinges, pirámides, piastras, es todo de un gusto terrible. Es casi impúdico vivir en El Cairo. El problema consiste en intentar sentir algo que no haya sido explicado por un guía»1.
Clarice Lispector nunca volvió a Egipto. Pero muchos años después se acordó de su breve visita turística cuando, en las «arenas desérticas», le sostuvo la mirada nada menos que a la propia Esfinge. «No la descifré», escribió la orgullosa y bella Clarice. «Pero tampoco ella me descifró a mí»2.
Cuando murió en 1977, Clarice Lispector era una de las figuras míticas de Brasil, la Esfinge de Río de Janeiro, una mujer que fascinó a los hombres de su país casi desde desde la adolescencia. «Su visión me impactó», recordaba el poeta Ferreira Gullar de su primer encuentro. «Los ojos verdes almendrados, los pómulos marcados; parecía una loba, una loba fascinante... Pensé que si la volvía a ver, me enamoraría de ella sin remedio»3. «Había hombres que no consiguieron olvidarme en diez años», admitió ella. «Había un poeta americano que amenazó con suicidarse porque yo no le correspondía»4. El traductor Gregory Rabassa recordó haberse «quedado atónito al conocer a esa persona extraña que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf»5.
Hoy, en Brasil, su llamativo rostro decora sellos postales. Su nombre otorga distinción a apartamentos de lujo. Sus obras, a menudo desestimadas durante su vida por herméticas o incomprensibles, se venden en máquinas expendedoras en las estaciones de metro. Internet hierve con cientos de miles de fans, y no transcurre un mes sin que aparezca un libro que examine un aspecto u otro de su vida y su obra. Su nombre de pila basta para identificarla con los brasileños cultos, quienes, según comentó una editora española, «todos la conocían, habían estado en su casa y tenían alguna anécdota que contar sobre ella, como hacen los argentinos con Borges. O, en última instancia, fueron a su funeral»6.
La escritora francesa Hélène Cixous declaró que Clarice Lispector era lo que Kafka habría sido de ser mujer, o «si Rilke hubiera sido un judío brasileño nacido en Ucrania. Si Rimbaud hubiera sido madre, si hubiera alcanzado los cincuenta. Si Heidegger hubiera podido dejar de ser alemán»7. Los intentos para describir a esta mujer indescriptible a menudo siguen esta línea, apoyándose en superlativos, aunque los que la conocían, bien en persona o por sus libros, también insisten en que el aspecto más llamativo de su personalidad, su aura de misterio, escapa a la descripción. Cuando murió, el poeta Drummond de Andrade escribió: «Clarice procedía de un misterio / y regresó a otro»8.
Su aire indescifrable fascinaba y desasosegaba a todo el que la conocía. Después de su muerte, un amigo escribió que «Clarice era una extraña sobre la tierra, atravesando el mundo como si hubiera llegado a altas horas de la noche a una ciudad desconocida entre una huelga general de transporte»9.
«Tal vez sus amigos más cercanos y los amigos de estos amigos sepan algo de su vida», escribió un entrevistador en 1961. «De dónde viene, en dónde nació, cuántos años tiene, cómo vive. Pero nunca habla de eso, “porque es muy personal”»10. Compartía muy poco. Una década después, otro periodista frustrado resumió las respuestas de Clarice en una entrevista: «No lo sé, no estoy familiarizada con ello, nunca he oído hablar de ello, no soy consciente, no es de mi conocimiento, es difícil de explicar, no sé, no considero, no lo he escuchado nunca, no estoy familiarizada con ello, no hay, no creo»11. Un año antes de su muerte, un periodista procedente de Argentina trató de sonsacarle información: «Dicen que es usted evasiva, difícil, que no habla. A mí no me parece que sea así». Clarice contestó: «Es obvio que tenían razón». Después de obtener respuestas monosilábicas, el periodista cubrió el silencio con la historia de otra escritora.
Pero no dijo nada. No sé si ni siquiera me miró. Se levantó y dijo:
—Puede que vaya a Buenos Aires este invierno. No se olvide de llevarse el libro que le di. Ahí encontrará material para su artículo.
Era muy alta, con el pelo y la piel caoba, (y) recuerdo que llevaba un traje largo y marrón de seda. Pero puedo estar equivocada. Según salíamos, me detuve ante un retrato al óleo de su rostro.
—De Chirico —dijo antes de que pudiera preguntar. Y luego, en el ascensor—: Perdón, no me gusta hablar12.
Ante esta falta de información, surgió toda una leyenda. Al leer relatos sobre ella en diferentes momentos de su vida, uno apenas puede creer que se refieran a la misma persona. Los puntos de desacuerdo no eran triviales. En cierto momento, se pensó que «Clarice Lispector» era un seudónimo, y que su nombre original no se sabría hasta su muerte. Tampoco estaba claro el lugar exacto de su nacimiento ni qué edad tenía. Se cuestionaba su nacionalidad, y la identidad de su lengua nativa era incierta. Una fuente afirmaría que era de derechas, y otra dejaría caer que era comunista. Una insistiría en que era una católica piadosa, aunque en realidad fuese judía. A veces corrían rumores de que era lesbiana, aunque en cierto momento también circuló el rumor de que era, de hecho, un hombre.
Lo extraño de esta maraña de contradicciones es que Clarice Lispector no es un brumoso personaje conocido a través de los fragmentos de un viejo papiro. Lleva apenas cuarenta años muerta. Todavía vive mucha gente que la conoció bien. Fue famosa casi desde la adolescencia, su vida fue documentada con detalle en la prensa, y dejó tras de sí una correspondencia extensa. Aun así, pocos artistas modernos son tan desconocidos en lo básico. ¿Cómo puede una persona que vivía en una ciudad grande de Occidente, a mediados del siglo XX, que concedía entrevistas, vivía en un bloque de apartamentos y viajaba en avión, seguir siendo tan enigmática?
Ella misma escribió una vez: «Soy tan misteriosa que ni yo misma me entiendo»13.
«Mi misterio», insistió en otro sitio, «es que no escondo ningún misterio»14. Clarice Lispector podía resultar parlanchina y extrovertida con la misma frecuencia con que resultaba silenciosa e incomprensible. Para más confusión, insistía en que era una simple ama de casa, y aquellos que llegaban esperando encontrarse con una Esfinge a...

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