SILENCIOS
El Poema sinfónico para 100 metrónomos es una obra que György Ligeti compuso en 1962; puede aflojar el ceño fruncido de un oyente poco entrenado si en vez de llamarlo obra musical se lo bautizara como instalación sin más. Por lo que se ve, la cara se distiende un poco si se soluciona el problema del significante. La obra tiene un carácter visual pues se instruye que los metrónomos deben disponerse en forma piramidal, además el público debe entrar una vez que los músicos han puesto en marcha todo de la manera más simultánea posible; es decir, se ingresa cuando la obra ya ha comenzado. El poema dura entre quince y veinte minutos. Lo que casi al unísono comienza, de a poco se desfasa; siguen entonces oleadas de ritmos superpuestos, bandadas de pájaros que surcan el cielo sin chocarse. A medida que los instrumentos languidecen, se deshilacha eso que parecían caballos al galope, máquinas de escribir en horas extra, gotas de lluvia sobre chapas, aplausos infinitos en un discurso de Stalin. En esa carrera de resistencia de cien voces monocordes en plan fuga de Bach hay cada vez menos caballos al trote, el sol detrás de las nubes disipa la lluvia, de a uno los empleados dejan la oficina, la obsecuencia soviética de un trío de secretarios hasta que solo queda el tic tac de un despertador.
Solo.
En un momento deja de sonar, pero el metrónomo continúa en movimiento.
Una gallina que corre sin cabeza.
El público no dice ni hace nada.
Cuando el último metrónomo por fin se detiene estallan los aplausos que suenan como caballos al galope en el asfalto, máquinas de coser clandestinas, un par de matracas gigantes, de nuevo la lluvia y de nuevo el sol, las oficinas se vacían, el auditorio se acalla de a poco hasta que la sala queda en silencio otra vez.
Tres años antes de que una depresión agazapada detrás del bourbon desde hacía mucho lo llevara a abrirse las venas en una bañera en Nueva York, Mark Rothko terminó una pintura donde prevalece un desganado amarillo aguachento. No lleva título, como la mayoría de sus obras, pero tampoco un número que la consigne. Mide 170 por 104 cm. Se trata de un trabajo que podría verse como crepuscular si no fuera que ya antes había pintado los pliegues de la noche en unos lienzos casi monocordes para una capilla de Houston –hoy conocida como Capilla Rothko–, un lugar abierto a todos los cultos. John y Dominique de Menil, una pareja de filántropos franceses escapados del nazismo, habían quedado impresionados por unos grandes paneles oscuros que el pintor había confeccionado para el restaurante Four Seasons del edificio Seagrams pero que, finalmente, remordimiento de socialista, terminó donando a la Tate Gallery no sin antes devolver el dinero que le fuera adelantado. Como sea, la capilla custodia la quietud (que es en definitiva lo que se espera en esos lugares). Dominique de Menil es enfática: “Las pinturas son muy silenciosas, muy tranquilas, casi como si no estuvieran allí”.
Desaparecer, esa es la idea.
Volvamos. Ante tanta oscuridad en reposo la idea de una posible alborada en el ánimo de Rothko parece más adecuada para comprender su pintura amarillenta. El catálogo de Christie’s la ofreció como una suerte de renacimiento abortado, la huella digital de un ánimo en derrape. La obra nunca fue exhibida. Perteneció a su mujer, quien la conservó durante años sin prestarla para ninguna retrospectiva; se trata de un trabajo de difícil curación: escapa a cualquier serie. Fue vendida en 1987 a un grupo inversor más que avisado ya que pagó por ella cerca de dos millones de dólares y la vendió en 1994 a once a un comprador anónimo en una nueva subasta. Durante esos años el cuadro permaneció en una bóveda de seguridad. Solo tomó aire en el remate; de allí de nuevo a otra bóveda de Wall Street, curiosamente en la manzana lindante a donde se encontraba antes en custodia. De su dueño nunca se supo nada. Cuatro años más tarde la pintura es ofrecida por Sotheby’s. El martillo cae ahora en veinte millones, lo que constituyó en ese entonces récord para un Rothko. Un experto dijo que el precio era acaso excesivo ya que la obra da la impresión de estar inconclusa. De todos modos, una gran adquisición del grupo Harpers Investments. Extremas y sigilosas medidas de seguridad para el traslado de la obra a pocas cuadras de allí, la bóveda de otro banco.
Amén de todo, lo bueno de no saber leer música es poder contemplar los pentagramas autografiados como si fueran pinturas abstractas. Se puede percibir la musicalidad y el ritmo plástico e imaginar una coincidencia con lo que realmente significa. Barcos en el mar parecen las figuras en el rígido oleaje del pentagrama. El ruido en nuestra cabeza se acalla cuando suena recién la música.
Los navajos llaman iikááh a sus pinturas de arena, literalmente entrar y salir. Ellas constituyen una puerta hacia el otro mundo, donde moran las fuerzas indemnes, que son las primeras. Ellas vienen a restaurar lo que ha perdido armonía: un cuerpo enfermo, el fruto de una matanza inútil. Hacia la década del cuarenta el Museo de Arte Moderno de Nueva York invitó a un grupo de indios navajos a componer algunas pinturas con arena de colores para que los técnicos del museo pudieran copiarlas. La idea era preservar un patrimonio cultural valiosísimo.
Los navajos trazaron unos diseños de maravillosa pureza, sin embargo siempre dejaban una pequeña zona en blanco: los dibujos se encontraban incompletos. Doble llave a las puertas del ánima, de esa manera evitaban que las pinturas comenzaran con su tarea.
Una vez finalizado el ritual, los navajos resignan los colores a uno y congregan la arena en bolsitas sin decir palabra.
Se las suele arrojar a un río o se las deja a merced de un viento rojo. A veces también se las conserva.
A los chamanes navajos se los llama hataali, que significa cantores; son sus voces las que activan las pinturas.
Los tibetanos hacen exactamente lo mismo con sus mandalas de arena.
Una vez, para cierta ocasión a la que no pudo asistir, mi prima Paula me envió un sobre con la instrucción de que lo abriera muy despacio. Una carta decía: “No sé por qué hace treinta años que guardo esta copita entre mis cosas más queridas. Me la hizo tu papá un Año Nuevo. Seguramente, para que yo no hinchara más y dejara hablar a los grandes. Hubo algo en su mirada que me hizo tenerla hasta el día de hoy”. La carta sigue un poco más. La copita está hecha con ese papel metalizado con que se cubre el cuello de una botella de sidra. Debe medir unos cinco o seis centímetros. Puedo ver en el cáliz un delicado esfuerzo. Mi padre tenía manos y dedos grandes; por el tamaño de la copita diría que la confección habrá implicado un momento de especial atención para él. Al desplegars...