La bestia humana
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La bestia humana

Émile Zola

  1. 439 páginas
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La bestia humana

Émile Zola

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Un pequeño descuido saca a La Luz el terrible pasado de Severina, y Roubaud, su esposo, se incendia de celos y venganza. La única solución posible para curarse de este mal, es la muerte de aquél que ha profanado la tranquilidad del matrimonio. Tras esta decisión, se desarrolla una serie de eventos trágicos, provocado por aquello que todavía nos hace animales. Grandes filósofos se han debatido, a lo largo de toda la historia, sobre la naturaleza del ser humano. Al ser seres cargados de consciencia, el impulso primitivo no debería de vivir dentro de nosotros. Sin embargo, la humanidad nos ha probado lo contrario. Es justo lo que los personajes de esta novela nos enseñan, ese lado impulsivo que nadie quiere ver y que todavía nos domina: adulterio, indiferencia, violencia, alcoholismo, codicia y, sobretodo, el instinto de matar. Personajes que nos demuestran lo que el humano realmente es: una bestia.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2021
ISBN
9786074572308
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques

Capítulo IV



Cierto día, en la segunda semana de marzo, el señor Denizet, juez de instrucción, había citado nuevamente, en su despacho en el Palacio de Justicia de Rouen, a varios testigos importantes de la causa Grandmorin.
Hacía ya tres semanas que esta causa estaba produciendo enorme sensación, trastornando a Rouen y apasionando a París. Los periódicos de la oposición, en violenta campaña contra el Imperio, se habían apoderado de ella como de una máquina de guerra. La proximidad de las elecciones generales encarnizaba la lucha. La Cámara había sido teatro de sesiones tempestuosas: una en la que se discutió violentamente la validez de los fueros de dos diputados agregados a la persona del emperador; otra consagrada a una crítica enconada de las prácticas financieras del Prefecto del Sena, en el curso de la cual se pidió la elección de un consejo municipal. El caso Grandmorin llegaba muy oportunamente para continuar la agitación: circulaban las historias más extraordinarias, y la prensa exponía cada mañana nuevas hipótesis injuriosas para el gobierno. Por una parte, se dejaba entrever que la víctima, persona familiar en las Tullerías, antiguo magistrado, condecorado con la Legión de Honor y hombre riquísimo, se había entregado a las peores disipaciones; por otra, no habiendo dado resultado la instrucción del proceso, comenzaban a acusar a la policía y a la magistratura de complacencia, y se gastaban bromas con motivo de ese asesino legendario que permanecía ignorado. Si bien había mucha verdad en estos ataques, no por eso resultaba menos duro el soportarlos.
Por esta razón, el señor Denizet se daba perfecta cuenta de toda la responsabilidad que pesaba sobre él. La causa le excitaba, tanto más cuanto que tenía ambición y había esperado ardientemente un caso de tal importancia para poner en evidencia las altas cualidades de perspicacia y energía que él se atribuía. Hijo de un gran ganadero normando, había estudiado Derecho en Caen; pero su origen rústico, agravado por la ruina de su padre, había sido un obstáculo en su carrera, y no había entrado en la magistratura sino bastante tarde. Sustituto en Bernay, Dieppe y El Havre, había tardado diez años en llegar a ser procurador imperial en Pont–Audemer. Luego, enviado a Rouen otra vez en calidad de sustituto, había sido nombrado juez de instrucción hacía dieciocho meses, a los cincuenta años de edad. Sin fortuna, y acosado constantemente por necesidades que no podía satisfacer con su escaso sueldo, vivía en esa mal pagada dependencia de la magistratura, sólo aceptada por espíritus mediocres, en la que los inteligentes arden de ambición insatisfecha esperando una oportunidad de venderse. Denizet poseía una inteligencia muy viva, bien desarrollada e, incluso, honrada; tenía amor a su oficio, embriagándose de su omnipotencia, que en su despacho de juez le convertía en amo absoluto de la libertad de los demás. Lo único que corregía su pasión era el interés: tenía tan vivos deseos de ser condecorado y de pasar a París, que después de haberse dejado llevar, el primer día de la instrucción, por su amor a la verdad, ya no avanzaba sino con extrema prudencia, tratando de adivinar por todas partes donde habría una hondonada en cuyo fondo pudiese zozobrar su porvenir.
Debe decirse que el señor Denizet estaba prevenido, pues desde el principio del sumario un amigo le había aconsejado que fuera a París, a ver al Ministro de Justicia. Allí había hablado largamente con el secretario general, señor Camy–Lamotte, personaje importante que gozaba de gran prestigio entre el personal; estaba encargado de los nombramientos y se hallaba en constantes relaciones con las Tullerías. Era un hombre guapo que, después de haber comenzado su carrera también como sustituto, había aprovechado las amistades de su mujer para hacerse nombrar diputado y gran oficial de la Legión de Honor. Era lógico que la causa Grandmorin cayera entre sus manos, pues el procurador imperial de Rouen, alarmado por este drama de naturaleza sospechosa y cuya víctima había sido un antiguo magistrado, tuvo la precaución de consultar al Ministro, el cual, a su vez, había pasado el asunto al secretario general. Dio la casualidad de que Camy–Lamotte era antiguo condiscípulo del presidente Grandmorin, aunque un par de años más joven que éste, y que luego siguió con él en relaciones tan amistosas que le conocía íntimamente, hasta en sus vicios. Así, pues, hablaba de la trágica muerte de su amigo con profunda aflicción y le manifestó al señor Denizet su ardiente deseo de descubrir al culpable. No trataba de ocultar, sin embargo, que las Tullerías se mostraban disgustadas por el escándalo tan desproporcionado que había suscitado el caso, por lo cual se permitía recomendarle mucho tacto. En suma, el juez había comprendido que haría bien en no apresurarse y en no emprender nada sin previo beneplácito de sus superiores. Incluso había regresado a Rouen con la seguridad de que el secretario general había encargado del asunto a sus propios agentes, ansioso como se hallaba de ver claro en aquel misterio. Se quería saber la verdad para mejor ocultarla si fuera necesario.
Entretanto pasaban los días, y el señor Denizet, pese a sus esfuerzos para conservar la paciencia, se irritaba contra los dichos de la prensa. Luego reaparecía en él el sabueso, olfateando con la nariz al viento; le arrastraba el anhelo de encontrar la verdadera pista y de llevarse la gloria de haber sido el primero en ventearla, a reserva de abandonarla, si se lo mandaran. Y mientras esperaba del ministerio alguna carta, algún consejo, alguna sencilla indicación, que tardaba en llegar, proseguía activamente la instrucción. Dos o tres detenciones se habían verificado sin que hubieran podido mantenerse. De repente, la apertura del testamento del presidente Grandmorin despertó en él una sospecha que ya había asomado a su cerebro en los primeros instantes: la posible culpabilidad del matrimonio Roubaud. Este testamento, lleno de extraños legados contenía uno que instituía a Severina en legataria de la casa en un lugar denominado La Croix-de-Maufras. Desde aquel momento, el móvil del crimen, oscuro hasta entonces, quedaba descubierto: el matrimonio Roubaud, conociendo el legado, bien había podido asesinar a su bienhechor con objeto de entrar en posesión inmediata de la herencia. Esta idea le asediaba tanto más cuanto que el señor Camy–Lamotte le había hablado en particular de la señora Roubaud a la que había conocido, en épocas pasadas, en casa del presidente, cuando aun era muchacha.
Pero, ¡cuántas inverosimilitudes e imposibilidades materiales y morales! Desde que dirigía sus investigaciones por este camino, tropezaba a cada paso con hechos susceptibles de desconcertar su concepción de un sumario judicial clásicamente llevado. Nada se aclaraba, y no aparecía por ningún lado la causa principal, esa gran luz central que debía iluminarlo todo.
Existía aún otra pista que el señor Denizet no había dejado en olvido: la suministrada por el propio Roubaud, a saber, la del hombre que habría podido subir a la cabina del señor Grandmorin gracias a la confusión que reinaba en la estación al salir el tren. Era el famoso asesino imposible de encontrar, del que se reían todos los periódicos de la oposición. Al principio la instrucción se había empeñado en identificar a este hombre, que habría subido en Rouen y que probablemente se bajara en Barentin; pero nada preciso había resultado; algunos testigos, incluso, negaban la posibilidad de penetrar por fuerza en una cabina reservada, y otros daban las informaciones más contradictorias. Así, pues, la pista parecía conducir a nada bueno cuando el juez, al interrogar al guardabarreras Misard, descubrió sin querer la dramática aventura de Cabuche y Luisita, aquella niña que, violada por el presidente, había ido a morir a casa de su buen amigo. Fue para él un súbito rayo de luz: inmediatamente se formuló en su cabeza la anhelada acta de acusación clásica. Todo cuadraba a pedir de boca: amenazas de muerte proferidas por el cantero contra la víctima; antecedentes deplorables; y una coartada, invocada con dificultad, e imposible de probar. En secreto, y obedeciendo a una inspiración feliz, el juez había hecho arrestar el día anterior a Cabuche en la casita que ocupaba en pleno bosque, especie de cubil perdido donde habían encontrado un pantalón manchado de sangre. Denizet, mientras se defendía, cauteloso, contra la convicción que penetraba en él, estando a pesar de todo resuelto a no abandonar la hipótesis relativa al matrimonio Roubaud, estallaba de júbilo ante la idea de que él sólo había tenido la nariz bastante fina para descubrir al verdadero asesino. Para cerciorarse, había citado aquel día en su gabinete a varios testigos, que ya habían sido interrogados al día siguiente del crimen.
El despacho del juez de instrucción daba a la calle Jeanne d’Arc y se hallaba en un viejo edificio hoy derruido, junto al antiguo palacio de los duques de Normandía, hoy transformado en Palacio de Justicia. La extensa y lóbrega pieza, situada en el piso bajo, estaba alumbrada por una luz tan opaca que había que encender allí una lámpara durante el invierno, desde las tres de la tarde. Empapelada con un papel verde descolorido, tenía por único moblaje dos butacas, cuatro sillas, el escritorio del juez y la mesa del escribano; y sobre la fría chimenea, se veía un reloj de mármol negro flanqueado por dos copas de bronce. Detrás del escritorio aparecía una puerta que daba a otra pieza, en la que el juez ocultaba a las personas que quería tener a su disposición, mientras que la puerta de la entrada se abría directamente al ancho corredor guarnecido de bancas en el que aguardaban los testigos.
Desde la una y media, aunque la cita judicial era a las dos, estaban allí Roubaud y su mujer. Llegaban de El Havre y apenas habían tenido tiempo para almorzar en una fonda de la Grande Rue. Ambos vestidos de negro, él de levita y ella con traje de seda, como una señora; tenían la gravedad algo cansada y triste de un matrimonio que acababa de perder a un pariente. Severina se había sentado en una banca, inmóvil, callada; mientras que, en pie, con las manos unidas en la espalda, se paseaba Roubaud delante de ella.
Pero a cada vuelta se encontraban sus miradas, y su oculta ansiedad pasaba entonces como una sombra por sus mudos semblantes. Aunque les había colmado de alegría, el legado de La Croix-de-Maufras acababa de reavivar sus temores, pues la familia del presidente, la hija sobre todo, herida por las extrañas donaciones, tan numerosas que alcanzaban la mitad de la fortuna total, hablaba de impugnar el testamento y, estimulada por su marido, se mostraba particularmente dura hacia su antigua amiga Severina, a quien cargaba con las más graves sospechas. Por otra parte, la existencia de una prueba en la que Roubaud no había pensado al principio le llenaba ahora de miedo: aquella carta que hizo escribir a su mujer para decidir a Grandmorin a emprender el viaje y que seguramente encontrarían si éste no la había roto. Felizmente, pasaban los días sin que nada sucediese; al parecer, la carta había sido destruida. Cada nueva cita en el gabinete del juez de instrucción producía al matrimonio sudores fríos, que procuraban ocultar tras una actitud correcta de herederos y testigos.
Dieron las dos y apareció Jacobo que llegaba de París. Inmediatamente, Roubaud fue a él y, muy expansivo, le tendió la mano. —¡Ah! —exclamó—. ¿También le han molestado a usted? ¡Qué fastidioso se va haciendo este triste asunto que no concluye nunca! Jacobo, al ver a Severina que continuaba sentada e inmóvil, se detuvo bruscamente. Desde hacía tres semanas, un día sí y otro no, en cada uno de sus viajes a El Havre, el jefe segundo le colmaba de atenciones. Una vez incluso tuvo que quedarse a comer, y entonces, sentado junto a Severina, se sintió sorprendido por la turbación que tanto temía. ¿Iba a desear también a ésta? Su corazón palpitaba, sus manos ardían ante la sola vista de la línea blanca del cuello, que aparecía reluciente en torno al escote. Estaba resuelto a eludirla en adelante.
—¿Y qué? —preguntó Roubaud—. ¿Qué dicen del asunto este en París? ¿Nada nuevo, verdad? Es que no saben, y no sabrán nunca nada... Hombre, venga usted a saludar a mi mujer.
Se lo llevó consigo, y Jacobo tuvo que acercarse a Severina, que le miraba confusa y con una expresión de niña medrosa. El joven se esforzó en hablar de cosas indiferentes bajo las miradas fijas del marido y la mujer, que no se apartaban de él, como si trataran de leer, más allá de su pensamiento, en aquellas honduras del ensueño a las que él mismo no se atrevía a descender.
¿Por qué se mostraba tan frío? ¿Por qué intentaba evitar encontrarse con ellos? ¿Acaso se despertaban sus recuerdos? ¿Acaso esta vez les habían llamado para carearles con él? ¡Ah, con qué gusto habrían conquistado a ese testigo que temían! ¡Cuánto deseaban unirle a sí por los lazos de una amistad tan estrecha que le faltara valor para decir la menor cosa en contra de ellos!
El jefe segundo, torturado por la incertidumbre, fue quien hizo girar la conversación hacia el punto que tanto le interesaba.
—¿Entonces, usted no sospecha por qué razón nos citan? ¿Qué le parece, habrá alguna novedad?
Jacobo tuvo un gesto de indiferencia.
—Cierto rumor circulaba por la estación antes de que yo llegara —dijo—. Hablaban de una detención.
Los Roubaud se extrañaron, muy agitados, muy perplejos. ¿Una detención? ¡Y nadie les había dicho una palabra! ¿Se trataba de una detención ya hecha o de alguna que se estaba llevando a cabo? Las preguntas llovían sobre Jacobo; pero él no sabía nada más.
En aquel preciso momento, un ruido de pasos en el pasillo hizo que Severina volviese la cabeza.
—Ahí vienen Berta y su marido —murmuró.
En efecto, eran los Lachesnaye. Pasaron con porte muy rígido ante el matrimonio Roubaud, sin que Berta se dignara dirigir a su antigua compañera ni una sola mirada. Un ujier los introdujo inmediatamente en el gabinete del juez de instrucción.
—Bueno, tendremos que armarnos de paciencia —dijo Roubaud—. Nos darán un plantón por lo menos de dos horas... ¡Siéntese usted!
Él mismo se había sentado a la izquierda de Severina y hacía señal a Jacobo para que ocupara el otro lado, junto a ella. El maquinista permaneció en pie un rato más. Luego, al mirarle ella con su aire dulce y tímido, se dejó caer sobre el banquillo. Sentada entre los dos hombres, le parecía muy frágil, muy tierna y sumisa; la delicada tibieza que emanaba de ella, durante el largo tiempo de espera, le entumecía lentamente.
En el gabinete del señor Denizet, todo se hallaba dispuesto para los interrogatorios. Como resultado de la instrucción, ya se había acumulado un acta enorme, varios legajos de papeles, con cubiertas azules. La investigación había seguido a la víctima desde su salida de París. El señor Vandorpe, jefe de estación, había declarado lo que sabía sobre la salida del expreso de las seis y treinta: el coche 293 añadido a última hora; las pocas palabras cambiadas con Roubaud que había subido a su cabina un poco antes de la llegada del presidente Grandmorin; en fin, al instalación de éste, en el que, ciertamente, se hallaba solo. Luego, la declaración del conductor del tren, Enrique Dauvergne, el cual, interrogado acerca de lo que había pasado en Rouen, no pudo afirmar nada preciso. Había visto a los Roubaud hablando delante de su coche y creía estar seguro de que habían subido luego al interior del mismo, y que un vigilante había cerrado la portezuela; pero ello no dejaba de ser una impresión bastante vaga, en medio de una muchedumbre con la escasa luz de la estación. En cuanto a la posibilidad de que alguien —el famoso asesino imposible de encontrar— penetrara en el coche reservado en el instante de ponerse en marcha el tren, la admitía, aunque se le antojaba cosa poco verosímil; era verdad que tal cosa ya se había producido dos veces. Otros empleados, los de la estación de Rouen, interrogados sobre los mismos detalles, no habían hecho más que enmarañar las cosas con sus contestaciones contradictorias. Existía, sin embargo, un hecho probado: el apretón de manos, dado por Roubaud desde el interior del vagón al jefe de estación de Barentin, en el momento en que se colocaba en el estribo. Este jefe de estación, señor Bessière, había reconocido formalmente que era exacto, añadiendo que su colega se hallaba a solas con su mujer, la cual, medio recostada, parecía dormir tranquilamente. Por otra parte, la investigación había sido llevada tan lejos, que se llegó a identificar a algunos de los pasajeros que habían salido de París en el mimo coche que los Roubaud. La dama gorda y el señor gordo, vecinos de Petit–Couronne, habían declarado que, habiendo llegado en el último minuto y se habían dormido en seguida, por lo que nada podían decir; en cuanto a la mujer vestida de negro, muda en su rincón, había desvanecido como una sombra, había sido imposible encontrarla. En último lugar figuraban en el acta las declaraciones de los testigos menores: los que habían establecido la identidad de los viajeros que se habían apeado aquella noche en Barentin, estación donde se suponía había bajado el asesino; se habían contado los billetes y conseguido reconocer a todos los viajeros, menos uno, un muchacho precisamente, con la cabeza envuelta en un pañuelo azul, vestido con un gabán, según unos, y de blusa, al decir de otros; sólo sobre este hombre, desvanecido como un sueño, había un legajo de trescientas diez piezas, y tal era la confusión que en torno de él reinaba, que cada testimonio se hallaba desmentido por otro.
Y el legajo se complicaba aún más con piezas judiciales: el acta del reconocimiento, redactada por el secretario, que el fiscal imperial y el juez de instrucción habían realizado en el lugar del crimen; toda una voluminosa descripción del lugar de la vía férrea donde había sido encontrada la víctima, de la posición del cuerpo, del traje, de los objetos encontrados en los bolsillos y que habían permitido establecer la identidad; el informe del médico, lleno de términos científicos, en el que estaba ampliamente descrita la herida de la garganta, un espantoso tajo hecho con instrumento cortante, un cuchillo sin duda; luego otras actas, documentos sobre el traslado del cadáver al hospital de Rouen, sobre el tiempo que había permanecido allí antes de que su descomposición, notablemente rápida, hubiera obligado a las autoridades a devolverle a la familia. Pero de todo ese nuevo montón de papelotes sólo quedaban dos o tres puntos importantes. Primeramente, no habían encontrado, en los bolsillos del muerto, ni el reloj ni una cartera con diez mil francos, cantidad que el presidente Grandmorin debía a su hermana, la señora Bonnehon y cuya devolución ésta esperaba. Podía creerse, por lo tanto, que el móvil del crimen fue el robo, a no ser por una sortija adornada con un grueso brillante que el asesino había dejado en el dedo de la víctima, detalle que daba lugar a otra serie de conjeturas. No se conocían, por desgracia, los números de los billetes de banco; pero sí pudo obtenerse una descripción del reloj, un cronómetro con remontoire muy grueso, que ostentaba en la tapa las dos iniciales enlazadas del presidente, y en el interior, una cifra de fabricación, el número 25516. Otro punto importante era el arma, la navaja empleada por el asesino: había promovido investigaciones considerables a lo largo de la vía, entre las malezas de las cercanías, en todas partes donde podían haberla tirado; pero todas las pesquisas quedaron sin resultado. Al parecer, el asesino había escondido la navaja en el mismo lugar en que guardaba los billetes y el reloj. Lo único que habían recogido, unos cien metros antes de llegar a la estación de Barentin, era la manta de viaje de la víctima, abandonada allí como objeto comprometedor; y figuraba entre las piezas de convicción.
Cuando los Lachesnaye entraron en el gabinete del juez, el señor Denizet, de pie ante su escritorio, estaba releyendo uno d...

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Estilos de citas para La bestia humana

APA 6 Citation

Zola, É. (2021). La bestia humana ([edition unavailable]). Editorial Cõ. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2741739/la-bestia-humana-pdf (Original work published 2021)

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Zola, Émile. (2021) 2021. La Bestia Humana. [Edition unavailable]. Editorial Cõ. https://www.perlego.com/book/2741739/la-bestia-humana-pdf.

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Zola, É. (2021) La bestia humana. [edition unavailable]. Editorial Cõ. Available at: https://www.perlego.com/book/2741739/la-bestia-humana-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Zola, Émile. La Bestia Humana. [edition unavailable]. Editorial Cõ, 2021. Web. 15 Oct. 2022.