El hijo inesperado
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El hijo inesperado

Gemma Vilanova

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El hijo inesperado

Gemma Vilanova

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Soy una madre con un hijo singular y único. Un niño diferente. Un hijo inesperado, como tantos otros, que más allá de la etiqueta del trastorno, la enfermedad o condición, se sale de lo que es considerado normal.Este libro es la crónica de los primeros diez años de vida de mi hijo Josep, diagnosticado con un trastorno del espectro autista. Un viaje que comienza con las primeras sospechas de que algo no va bien, la confirmación del diagnóstico y el abismo que supone enfrentarse a un futuro desalentador y lleno de incertidumbres. A través de historias sorprendentes y en ocasiones divertidas, algunas de ellas inquietantes y a veces crudas, el relato avanza hasta el momento en que Josep se convierte en una pieza fundamental para reencontrar la felicidad.Mi testimonio pretende ser un ejemplo de la lucha por poder vivir en un mundo con menos prejuicios, en una sociedad más comprensiva y respetuosa con la diferencia. Con él te invito a reflexionar sobre la maternidad, la paternidad y los temores más íntimos ante las singularidades de nuestros hijos, más allá del autismo. Te invito a ser valiente y abrazar la diferencia."En esta carrera de fondo, que no de velocidad, los padres de hijos con autismo debemos utilizar superpoderes: superpaciencia, imaginación (mucha), capacidad de reacción, habilidad para observar y mucho sentido del humor. Gemma los utiliza con Josep para conseguir que, a pesar de todo, sea feliz. Presta atención y lee".Miguel Gallardo

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Información

Editorial
Arpa
Año
2021
ISBN
9788418741074
Edición
1

CAPÍTULO 9

ES CUANDO CORRO QUE LO VEO TODO CLARO

Dicen que en los sueños todo es posible, que es el lugar donde damos rienda suelta a nuestros deseos y esperanzas. Sin embargo, yo nunca he soñado que Josep hablase, que jugase como lo hacen los otros niños, que esperase ilusionado la noche de Reyes o que desenvolviera nervioso y apresurado un regalo de cumpleaños… Ni una sola vez. ¿Por qué? Seguramente porque entonces el protagonista de mis sueños no sería él. Sería otro niño que no conozco, uno que no es mi hijo.
Sí que he soñado con él, en cambio, corriendo feliz a mi lado, a trompicones, combinando arrancadas explosivas con paradas inesperadas a medio trayecto. Pausas que a menudo tienen como objetivo coger una piedra o alcanzar una hoja para saborearla instantes después. El niño de estos sueños sí es él.
Quizás, en lugar de sueños tendría que hablar de pensamientos, ya que no necesariamente estoy dormida cuando pongo mi mente a trabajar al servicio de una ficción que es muy cercana a la realidad, ya que Ferran sí sale a correr con Josep. Yo sola todavía nunca lo he hecho.
Uno de los sueños que más me gustan tiene lugar una mañana de invierno, radiante y gélida. Estoy en una carrera; corro concentrada, por sensaciones, como hago casi siempre, pero manteniendo un ritmo constante; visto con gorra para no tener que llevar gafas que me protejan del sol y porque creo que me queda bien. Eso hace que pierda amplitud visual, pero a cambio gano en concentración.
Hay poca gente animando. Seguramente porque es muy temprano y hace un frío que pela. El sonido de los pasos sobre el asfalto resuena en mi cabeza con una cadencia perfecta. Noto que estoy cansada pero no exhausta. Intento centrarme en la respiración para aprovechar al máximo el oxígeno que penetra en mis pulmones, fijándome en el viaje de ida y vuelta del aire que inspiro.
Coincidiendo con el cartel que marca el km 9, giro ligeramente la cabeza a mi derecha y allí, corriendo feliz a mi lado, con una poderosa zancada, está Josep, luciendo un dorsal con un número consecutivo al mío. Es él de aquí a unos años. Conserva su cara de niño, pero se ha convertido en un chico alto y fuerte. No lleva gorra ni gafas, lo que provoca que tenga los ojos medio cerrados. Contento, repite:
—Corre, corre… corre, corre…
—¡Sí! —le contesto yo justa de aliento—. Corre, corre, que ya es nuestra, Josep.
Invariablemente, en ese preciso instante, el sueño se interrumpe. Las imágenes se desvanecen y me despierto de repente con el pulso acelerado, abrumada por la gran cantidad de dudas que se acumulan en mi cabeza. Me gustaría saber cómo continúa el sueño. De cuántos kilómetros es la carrera; si la terminamos; si llegamos a la meta cogidos de la mano o si en lugar de eso Josep decide darse la vuelta y regresar a la línea de salida, esquivando corredores atónitos porque no entienden cómo es que hay uno que va en sentido contrario. ¿Y dónde está Ferran? El auténtico corredor de la familia. Demasiadas preguntas sin respuesta. Claro… es un sueño.
No es anecdótico el hecho de que esta ilusión con Josep tenga lugar en una carrera. El deporte es muy importante para nosotros. Creo que lo sería si Josep no existiera, pero estoy convencida de que él ha hecho que ocupe un lugar central en nuestras vidas.
Ferran empezó a correr poco después de nacer Jana, y yo empecé a hacerlo unos meses después de la llegada de Josep. Eso fue mucho antes de que el running se popularizara. Mucho antes de saber que Josep era quien es.
Reconozco la pereza que da ponerse a ello, sobre todo a mí, una persona no especialmente dotada para los deportes que requieren de una alta capacidad aeróbica. De pequeña, en el colegio, solo conseguía sacar un suficiente en Educación Física. Hay que decir que la prueba que más puntuaba era «las cuatro vueltas». No sé qué distancia sumaban, pero a mí me parecían eternas, infernales, durísimas. Solamente podía sacar un bien cuando, muy ocasionalmente, se colaba en el examen el test de flexibilidad. En eso sí que era buena.
Siempre me río cuando pienso en la primera vez que, ya de mayor, fui a hacer una prueba de esfuerzo. Tras correr un buen rato sobre una cinta, con el cuerpo repleto de electrodos y luciendo una máscara de gusto más que dudoso, el médico sentenció:
—A usted lo que le pasa es que tiene el corazón pequeño.
—¿El corazón pequeño? —dije angustiada, como si en vez de estar hablando con un especialista en medicina del deporte, estuviera hablando con alguien encargado de valorar mi capacidad para hacer felices a los demás—. ¿A qué se refiere exactamente? —le pregunté con un hilo de voz, temerosa de escuchar su respuesta.
—Tiene el típico corazón de una persona que no practicó demasiada actividad física de pequeña. ¿Me equivoco?
Efectivamente no se equivocaba. Confirmé su hipótesis con un movimiento afirmativo de cabeza, aliviada al saber que no estaba analizando mi grado de altruismo.
El doctor continuó:
—Cuando usted empieza a correr, su corazón se dispara demasiado rápido de pulsaciones, y eso es malo. La buena noticia es que con los ejercicios adecuados su capacidad aeróbica puede mejorar muchísimo —concluyó aquel médico mientras me ayudaba a liberarme de los electrodos que tenía adheridos a mi cuerpo.
Salí de la consulta con un plan de entrenamiento que consistía en caminar rápido. Algo decepcionante si lo que quieres es poder competir en una carrera algún día.
Mi «carrera deportiva» empezaba, pues, desde muy abajo. Ferran, en cambio, era un superdotado en este ámbito. Competía en carreras y quedaba muy bien clasificado. Incluso ganaba alguna de ellas. Mejoraba año tras año y conseguía todos los retos que se proponía. Lamentablemente, mi progresión era mucho más lenta. Tan lenta como la de Josep en algunos aspectos, que no eran precisamente los deportivos, ya que desde muy pequeño demostró que no le faltaban cualidades para la práctica de la actividad física (una rara avis entre los afectados por el trastorno del espectro autista con un grado de severidad como el suyo). Estaba claro que en este tema había salido a su padre.
Ferran empezó a madurar la idea de correr con él un verano en que, sin buscarlo, casi como un juego, empezaron a sumar kilómetros a lo largo del camino de ronda que salía de la playa donde íbamos habitualmente. Josep siempre aprovechaba algún momento de distracción para huir hacia la otra punta de donde estábamos. Cuando nos dábamos cuenta, Ferran corría para atraparlo y hacerlo volver. Sin embargo, un día decidió seguirlo a cierta distancia, para comprobar qué hacía y hasta dónde era capaz de llegar si nadie lo paraba: dicen que si no puedes vencer a tu enemigo, lo mejor que puedes hacer es unirte a él. A pesar de ir descalzo, Josep se adentró decidido en el camino de ronda que empezaba justo delante de él y que desconocía a dónde lo llevaría. Divertido y sabiéndose seguido de cerca, fue avanzando por aquel sendero de arena roja al lado del mar, gozando de su libertad, con todos los sentidos alerta, volviéndose de vez en cuando para comprobar si su perseguidor todavía estaba allí. Ir descalzo no era un problema para él, con lo acostumbrado que estaba a andar sobre cualquier tipo de superficie con los pies desnudos, pero sí que era doloroso para Ferran, que no había cogido las chanclas antes de lanzarse a perseguir a Josep. Por eso, cuando ya llevaban un buen rato jugando al gato y al ratón, Ferran decidió acelerar y plantarse delante de él.
—Vamos Josep, tenemos que regresar a la playa con mamá. Mañana nos calzaremos los zapatos y continuaremos la exploración. Ahora es demasiado tarde.
—No, no —iba repitiendo Josep, mientras Ferran le tiraba del brazo deshaciendo el trayecto que unos instantes antes habían recorrido a unos metros de distancia el uno del otro. El pequeño aventurero se mostraba claramente decepcionado con la decisión, pero, imagino que consciente de sus limitaciones, la acató sin oponer demasiada resistencia.
A la mañana siguiente, cuando Josep arrancó a correr en dirección al camino de ronda, Ferran cogió los zapatos de los dos y una pequeña botella de agua. Si nuestro hijo mantenía el espíritu explorador del día anterior, quería estar seguro de llevar lo mínimo imprescindible para la aventura.
Al cabo de más de una hora y media de haberse ido, empecé a inquietarme. Llamaba al móvil de Ferran, pero estaba fuera de cobertura. ¿Dónde se habían metido?
De repente oí unos chillidos lejanos detrás de mí. Unos chillidos muy conocidos. Unos chillidos de alegría que se acercaban inexorablemente hacia donde yo estaba. Josep se tiró encima de mí para abrazarme. Completamente sudado, me miraba a los ojos radiante de felicidad, a la vez que repetía: «Agua, agua». Estaba muerto de sed.
Ferran, todavía a una cierta distancia de donde nos encontrábamos, llegaba con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando estuvo cerca me dijo:
— ¡Josep es un crack! Hemos hecho el camino de ronda entero hasta Cala Pedrosa. Después hemos remontado hasta la carretera y a través del bosque hemos llegado a Tamariu por la riera. ¡La mayor parte del recorrido corriendo! ¡Más de siete kilómetros! ¡Con unos trescientos metros de desnivel!
Los dos estaban exultantes y acalorados. Fuimos a comprar unas bebidas frías que engulleron a toda velocidad. Se los veía tan contentos… Irradiaban aquella felicidad que solamente puedes sentir cuando acabas de hacer una proeza.
Ese día, Ferran descubrió que Josep llevaba un corredor en su interior y aquello le abría la puerta a un nuevo mundo de posibilidades, un mundo donde compartir una actividad con él no significaba tener que sentirse mal por pensar que lo último que querrías estar haciendo en tu tiempo libre es pasarlo con tu hijo. Hacía tiempo que Ferran buscaba la forma de relacionarse con Josep, de disfrutar juntos. Por fin la había encontrado.
Ahora que Josep es mayor, una vez por semana salen corriendo desde casa y coronan el Tibidabo. Al llegar arriba, se regalan un tiempo para disfrutar del momento, siguiendo una liturgia que comparten y que compensa el esfuerzo que han tenido que hacer durante la media hora larga que tardan en subir. En primer lugar, Josep va directo a reclamar su «medalla»: un helado de lima que la encargada de la tienda de souvenirs que hay en la plaza guarda especialmente para él cada miércoles. Después, los dos suben hasta lo alto de la terraza que hay sobre la entrada principal del templo, para admirar las increíbles vistas de la ciudad, con las casas diminutas, perfectamente alineadas, y los coches que parecen de juguete. La recompensa para Ferran es hacerse una foto de recuerdo saltando y haciendo el loco con Josep, que lo acepta con buena actitud y la resignación justa, como si fuese consciente de la obsesión de su padre por documentarlo todo gráficamente y se esforzase por complacerle. Allí mismo, Ferran cuelga la foto en las redes sociales con el hashtag: #josepvaliente. Yo espero impaciente recibir esa imagen, y cuando por fin la veo, sé que han llegado sanos y salvos a la cima. Por último, emprenden el descenso hasta casa; corriendo entre los árboles, con los brazos ligeramente separados del cuerpo para no perder el equilibrio y la mirada fija en el suelo para no tropezar con ninguna piedra. Son como dos gacelas jugando y saltando por la sierra de Collserola, libres y felices.
Hace ya un tiempo, un día en que acababan de regresar de su expedición semanal a la montaña mágica, le pregunté a Ferran sobre sus sensaciones cuando subía con Josep al Tibidabo, si no le daba pereza hacerlo tan a menudo. Me miró con cara de estupefacción mientras se acababa el vaso de bebida isotónica que se había servido. Secándose el sudor de la frente y sentándose a mi lado me contestó:
—Pero, ¡qué dices! Lo espero con ilusión. Cada día es un reto que empieza de cero y cada vez que llegamos a la cumbre me siento tremendamente orgulloso de Josep. Mientras subimos nos cruzamos con gente que nos observa incrédula. No es muy habitual ver a un padre y a su hijo corriendo por Collserola a primera hora de la tarde de un día entre semana, jugando a perseguirse. Me gusta sentirme diferente durante un rato, mimetizarme con él y compartir sus maneras. Rebelarme contra lo que se considera normal y provocar el pasmo del mundo que nos rodea. Sin dar explicaciones.
Ferran se paró un momento para coger aire. Se le veía emocionado con el relato de sus tardes con Josep. Yo también lo escuchaba emocionada. Se sirvió algo más de bebida isotónica y continuó:
—En una vida estándar yo estaría visitando en la consulta y él en el colegio, pero en lugar de eso hacemos el cabra por el monte, disfrutando de unos momentos que son mágicos para mí y creo que también lo son para él. Durante un buen rato disponemos el uno del otro en exclusiva y pienso que eso nos hace felices a los dos. Mira su cara de satisfacción en esta foto —dijo mostrándome el móvil.
Sonreí orgullosa. Ciertamente se le veía feliz y despreocupado. Y tan guapo… Ferran prosiguió:
—Es cierto que hay momentos en los que me siento solo. Me gustaría poder compartir con alguien todo lo que pienso y siento. Hablarlo contigo o con las niñas, porque él, aunque pudiese entender lo que le digo —algo de lo que no tengo ninguna certeza—, no puede decirme lo que piensa utilizando el lenguaje. En esos momentos sí que echo de menos que no hable, que no pueda decirme lo que siente. Pero no me perdería por nada del mundo esta actividad con él —me explicó mientras buscaba las últimas fotografías de #josepvaliente colgadas en su cuenta de Instagram.
Correr, córrer, run, courir, laufen, correre…
Si hace muchos años me hubiesen dicho que correr, el deporte más antiguo que existe, y seguramente el más universal, tendría un peso tan importante en mi vida, no me lo hubiera creído. Desconocía que el destino me tenía reservada una familia que necesita correr para ser feliz. Es como si hubiesen nacido para ello. Yo no, pero siento que debo compartir con ellos la felicidad que les produce esta actividad. Por eso corro. Así de simple. Solamente necesitamos unas deportivas y el entusiasmo de Ferran para salir a correr. De hecho, durante todos estos años, ha sido él quien nos ha empujado a entrenar, a superarnos, incluso a participar en carreras, en mi caso cada vez más largas y exigentes.
Una vez leí un libro en el que la autora explicaba que las parejas que había tenido y los libros que había publicado eran como los mojones que ponían orden a sus recuerdos. Creo que, en cierto modo, a mí me pasa lo mismo con las carreras importantes que he corrido. Especialmente las que he hecho por primera vez, o las que han supuesto meses de entrenamiento.
La cursa de la Mercè de 2009 fue mi primera incursión en el mundo de la competición popular. Josep tenía casi dos años y estábamos pendientes de ir a consultar nuestras inquietudes con la neuropediatra. Ferran quiso correrla a mi lado, acompañarme y darme el avituallamiento en esa nueva experiencia que estaba a punto de vivir: mi primera carrera de 10 kilómetros. Yo no sentía ninguna presión. De hecho, lo que sentía era una gran curiosidad por ver qué tipo de gente la correría y si me notaría muy fuera de lugar. En la línea de salida me veía a mí misma como a una intrusa entre todas aquellas personas que seguro que llevaban semanas entrenándose para mejorar sus marcas personales. Mi único objetivo, en cambio, era llegar a la meta, a poder ser sin oír el motor del coche escoba pisándome los talones. Eso era lo único que me inquietaba un poco. Eso y que no quería terminar la carrera caminando.
Salimos desde muy atrás. Yo no podía acreditar ninguna marca para poder entrar en los cajones de más adelante. Entonces no lo sabía, pero tendría que correr muchas carreras antes de que eso sucediera. El sonido del chip activándose al pisar la línea de salida hizo que notase un hormigueo en el estómago. A lo mejor sí que estaba algo nerviosa. Para dejar de pensar en ello, me centré en repasar mentalmente la agenda de la semana: «Lunes: reunión de la Comisión de Fiscalidad y Financiación; martes: viaje a Madrid y llamada para confirmar la visita con la neuropediatra, que, por cierto, ¿cómo se llamaba?».
—Ferran, ¿cómo se llama la neuropediatra que vamos a ir a ver? Doctora…
—¡Ostras, Gemma! —me dijo enfadado—. No hables ahora. Céntrate en correr. Hablando te cansas sin necesidad y acabamos de empezar.
Tenía razón, así que me concentré en dibujar el recorrido de la carrera en una especie de pizarra imaginaria. Poco antes del kilómetro 5 teníamos que pasar por delante de casa de mis padres, que se habían queda...

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