
- 184 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El muro de Madrid
Descripción del libro
¿Qué hubiera pasado si la Guerra Civil acaba sin un bando ganador y esa España dividida es forzada por las potencias triunfantes de la Segunda Guerra Mundial a mantenerse separada, como Alemania?
Ambientada en los años cincuenta, esta historia recrea la vida en esas dos Españas: la nacional es una frágil y corrupta monarquía parlamentaria, brutal y gazmoña, vigilada por el Ejército y la Iglesia; y la otra, una dictadura comunista, con un líder supremo que ante la creciente carestía solo puede ofrecer consignas encendidas.
La novela propone una lectura del presente, y su artificial discordia política, y nos advierte del riesgo de recrear las batallas del pasado.
También es una historia de amor, la que viven Fermín Salvatierra, un avezado periodista que lidia con la censura en la España comunista, y Elena Arizmendi, una espía encubierta en el British Council de la España monárquica.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalVIII
i
–Moisés.
–¿Fermín?
–Sí, Elena me dio este número. Ella está enferma.
–¿Dónde estáis?
–En Bujaraloz, un pueblo a unos sesenta kilómetros de Zaragoza. Elena tiene neumonía. No puede continuar el viaje. El médico dice que tendrá que guardar cama una semana…
–Está bien… Regresa a Madrid esta noche y devuelve el coche. Así no levantarás sospechas. Nosotros nos ocuparemos de Elena. Estate tranquilo. Te avisaremos cuando todo esté arreglado.
–Pero no quiero dejar a Elena sola entre desconocidos y, además, ¿quiénes sois nosotros?
–Somos quienes os van a ayudar. No tienes de qué preocuparte. Hazme caso. Es lo mejor. Si no vuelves echarán de menos el coche y te empezarán a buscar. Te avisaremos.
–¿Cuándo?
–En cuanto podamos. Tranquilo.
Y colgó. Fermín dudó si volver a llamar. Pero para qué, se dijo, aquel tipo parecía tenerlo todo muy claro. No reconoció su acento pero su tono era muy imperativo, propio de alguien acostumbrado a dar y recibir órdenes, casi militar. Se quedó intrigado y volvió a casa de la señora Rosario. Elena seguía con fiebre. Le explicó el plan. Ella asintió con sus ojos violetas. Habló con el médico y acordaron que se quedaría a su cuidado hasta que unos amigos en el plazo de una semana fueran a recogerla. Él tenía que regresar a Madrid esa misma noche y devolver el coche. Don Paco no dejó que Fermín le diese explicaciones. Tampoco la señora Rosario quiso aceptar dinero. Se hicieron los fuertes a la hora de la despedida, impostando confianza en el futuro. La sensación de fracaso, la tristeza de la separación, la incertidumbre sobre qué sería de ellos eran interrumpidas cada dos por tres por los vecinos que entraban y salían cada uno con sus consejos y palabras de ánimo.
Salió de regreso tarde, cuando la noche y el sueño envolvían al pueblo. Seguía haciendo un frío de perros. Rascó el hielo de los cristales del coche y mantuvo el motor un rato al ralentí. Nada más salir, no vio un carro al acceder a la carretera general, dio un volantazo y el coche patinó durante unos metros hasta que consiguió enderezarlo al borde de una acequia. Hizo el viaje de vuelta maldiciéndose por haber abandonado a Elena en esas circunstancias, dudando a cada rato si darse la vuelta y que pasara lo que tuviera que pasar, torturándose con los peores augurios de lo que les esperaba a los dos, preguntándose quiénes eran los que estaban detrás de Moisés y jurándose que la rescataría si esa gente no cumplía su palabra. ¿Quiénes eran en realidad? Eran un contacto del tal Brian o Kelly, le había dicho Elena, pero ¿quiénes? ¿Por qué hablaba aquel tipo con tanta seguridad? ¿Qué querrían a cambio?
Un control a mitad de camino le sacó de la angustia que le ahogaba. El cabo del puesto, un tipo desconfiado y meticuloso, le hizo mil preguntas sobre su procedencia, el destino, el motivo, la hora… recelando de cada respuesta. Le hizo bajar del coche, le cacheó, ordenó al otro carabinero que registrase el auto y se demoró comprobando sus papeles con tesón de analfabeto. Fermín decidió contraatacar y remedando el autoritarismo de los altos funcionarios del Partido, acabó consiguiendo que se le cuadrara y le despidiese con el habitual “¡Siempre a la orden!”. Interpretó el incidente como un buen signo. Le infundió confianza en sí mismo y pasó el tramo final del viaje haciendo planes para sacar a Elena de aquel agujero al margen de Moisés. Llegó al garaje de madrugada. Faltaba aún unas horas para que abrieran y decidió esperar en el coche dando una cabezada.
El desagradable chirrido de la puerta metálica del garaje al abrirse le despertó. Entregó el coche y cogió el tranvía de vuelta a su habitación. La lluvia golpeaba en los cristales.
En la emisora las cosas volvían perezosamente a ponerse en marcha. A la hora de comer bajó al café de siempre. Al fondo, leyendo un tomo enorme, reconoció a Padilla.
–¡Feliz año! –le saludó taciturno.
–Igualmente. ¿Cómo estás? No tienes muy buena cara, ¿todavía te dura la resaca de Nochevieja?
–Buff, mucho peor que eso… –respondió bostezando de sueño y agotamiento–. ¿Qué es eso que lees con tantas páginas?
–A Tucídides, la guerra del Peloponeso. Ten en cuenta que tengo mucho tiempo libre y también muchas lagunas. Además cuenta cosas que parecen muy contemporáneas, pero, bueno, ¿a ti qué te ha pasado?
Fermín le contó el fracaso de su segundo intento de fuga. Padilla le miró preocupado.
–Tú y yo somos atenienses en un mundo de espartanos. Mira lo que acabo de leer sobre la derrota de los atenienses en Siracusa: “Los peloponesios descendieron y masacraron a muchos, sobre todo a los que estaban en el río. Las aguas se enturbiaron de inmediato, pero no dejaron de beberla, aun llena de sangre y barro como estaba. Algunos incluso se peleaban por ella”.
Fermín le interrumpió con brusquedad.
–¿Qué me quieres decir? ¡Qué tendrán que ver los griegos conmigo! ¿No puedes hablar claro?
–No te enfades. Con esa cita solo quería decirte que para salvaros tú y tu novia creo que tienes que seguir hasta el final cueste lo que cueste. Primero, confiar en ese inglés pero al tiempo pensar en un plan alternativo.
–¿Qué plan?, ahora mismo no se me ocurre nada.
–No sé, puede que te parezca una locura, pero ¿tú no te llevabas bien con Romero o al menos él no te tenía aprecio? Lo digo porque creo que debes ponerle una vela a Dios y otra al diablo.
Fermín se quedó pensativo, sin saber qué hacer ni por dónde empezar. Padilla trató de animarle contándole que había conseguido un empleo redactando las preguntas de un concurso de radio para sabiondos y asegurándole que este 1952 que acababa de empezar tendría que ser un año mejor a la fuerza.
Inés esperaba haber tenido noticias de Elena para esa hora. Había soñado con una llamada de ella desde Hendaya o San Juan de Luz diciéndoles que e...
Índice
- El cuarto de las maravillas
- El muro de Madrid
- Créditos
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- II
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