
eBook - ePub
Vindictas
Cuentistas latinoamericanas
- 260 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Vindictas
Cuentistas latinoamericanas
Descripción del libro
Gracias al encuentro entre escritoras de distintas generaciones, se recuperan aquí veinte voces de distintos países de Latinoamérica que habían sido desplazadas por el canon literario. En palabras de Jorge Volpi, esta antología "surge para cuestionar la convicción de que conocemos los grandes cuentos del siglo XX".
Esta antología se integra en Colección Vindictas, que abre la lente a una mirada plural, puesta en retrospectiva para recuperar grandes novelas escritas por mujeres que habían quedado fuera del alcance de las lectoras y los lectores a pesar de su relevancia literaria y de una vigencia asombrosa. Una nueva lectura, más empática e incluyente a estas obras, no sólo nos permitirá reivindicar el mérito de sus autoras, sino compensar nuestra deuda con la literatura escrita por mujeres.
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Información
soledad de la sangre
Marta Brunet
El pie era de bronce, con un dibujo de flores caladas. Las mismas flores se pintaban en el vidrio del depósito y una pantalla blanca, esférica, rompía sus polos para dejar pasar el tubo. Aquella lámpara era el lujo de la casa. Colocada en el centro de la mesa, sobre una prolija carpeta tejida a crochet, se la encendía tan solo cuando había visita a comer, acontecimiento inesperado y remoto. Pero se encendía también la noche del sábado, de cada sábado, porque esa víspera de una mañana sin apuro podía celebrarse en alguna forma y nada mejor, entonces, que la lámpara derramando su claridad por la maraña colorida del papel que cubría los muros, por el aparador tan simétricamente decorado con fruteros, soperas y formales rimeros de platos; por las puertas de la alacena, con cuarterones y el cerrojo de hierro y su candado hablando de los mismos tiempos que la reja que protegía la ventana por el lado del jardín. Sí, en cada noche de sábado, la luz de la lámpara marcaba para el hombre y la mujer un cuenco de intimidad, generalmente apacible.
De vivir en contacto con la tierra, el hombre parecía hecho de elementos telúricos. Por el sur, montaña adentro, mirándose en el ojo translúcido de los lagos, pulidos de vientos y de aguas, los árboles tienen extrañas formas y sorprendentes calidades. En esa madera trabajada por la intemperie sin piedad estaba tallado el hombre. Los años le habían arado la cara y en ese barbecho le crecían la barba, los bigotes, las cejas, las pestañas. Y las greñas, negrísimas, lo coronaban con una mecha rebelde, que siempre se le iba por la frente y que era gesto maquinal suyo el colocar en su sitio.
Ahora, en la claridad de la lámpara, las manazas barajaban cuidadosamente un naipe. Extendió las cartas sobre la mesa. Absorto en el juego, despacioso y meticuloso, porque el solitario iba en camino de “salir”, una especie de dulcedumbre le distendía las facciones. Apenas si le quedaban cartas en la mano. Sacó una. La volvió y súbitamente la dulcedumbre se le hizo dureza. Miró con sostenida atención las cartas, la otra carta en la mano. Dejó el mazo restante y se echó el mechón hacia atrás, hundiendo y fijando los dedos en el pelo. Volvió la dulcedumbre a esparcírsele por la cara. Levantó los párpados y aparecieron los ojos como las uvas, azulencos. Una mirada precauciosa que se fijó en la mujer, que halló los ojos de la mujer, grises, tan claros que a cierta luz o de lejos daban la inquietante sensación de ser ciegos.
—Haga cuenta que no lo estoy mirando y haga su trampa no más… —dijo la mujer con voz cantante.
—¿Será muy feo? —preguntó el hombre.
—Como feo, es feo.
—¡Que siempre me ha de fallar! ¡Vaya, por Dios! ¡Lo haré de nuevo! —y juntó las cartas para barajarlas.
A veces el solitario “salía”. Otras “se ponía porfiado”. Pero siempre, a las diez horas que resonaban en la galería caídas del viejo reloj, el hombre se alzaba, miraba a la mujer, se acercaba hasta poner una mano sobre la cabeza y acariciaba el pelo, una y otra vez, para terminar diciendo, como dijo esa noche:
—Hasta mañana, hijita. No se quede mucho rato, apague bien la lámpara y no meta mucha bolina con su fonógrafo. Déjeme que agarre el sueño primero…
Salió cerrando la puerta. Oyó sus trancos por la galería. Luego lo sintió salir al patio, hablar algo al perro, volver, ir y venir por el dormitorio, crujir la cama, caer uno tras otro los pesados zapatos, crujir de nuevo la cama, revolverse el hombre, aquietarse. La mujer había abandonado el tejido sobre el regazo. Respiraba apenas, entreabierta la boca, toda ella recogiendo los rumores, separándolos, clasificándolos, afinada la sensibilidad auditiva a tal punto que los sentidos todos parecían haberse convertido en un solo oído. Alta, fuerte, tostada de sol la piel naturalmente morena, hubiera sido una criolla cualquiera si los ojos no la singularizaran, haciéndole un rostro que la memoria, de inmediato, colocaba en sitio aparte. La tensión le hizo brotar una gotita de transpiración en la frente. Nada más. Pero sentía la piel enfriada y, con un gesto inconsciente, pasó una lenta mano por ella. Luego, con la misma ausencia, miró esa mano. Cada vez parecía más tensa, más como una antena captadora de señales. Y la señal llegó. Del dormitorio y en forma de ronquido, al que arrítmicamente siguieron otros.
Se le aflojaron los músculos. Los sentidos se abrieron en su exacta estrella de cinco puntas, cada cual en su trabajo. Pero aún siguió inmóvil la mujer, con las pupilas desbordadas fijas en la lámpara.
¿Cuándo había comprado aquella lámpara? Una vez que fue al pueblo, que vendió la habitual docena de trajecitos para niño, tejidos entre quehacer y quehacer, entre quehaceres siempre iguales, metódicamente distribuidos a lo largo de días indiferenciados. Compró aquella lámpara, como había comprado el aparador, y los muebles de mimbre, y el ropero con espejo, y el edredón acolchado y… Sí, como había comprado tanta cosa, tanta… Claro, ¡en tantos años! ¿Cuántos años hacía? Dieciocho. Había cumplido ahora treinta y seis y tenía dieciocho cuando se casó. Dieciocho y dieciocho. Sí… La lámpara. El aparador. Los muebles de mimbre… Nunca creyó ella, de esto estaba segura, que tejiendo podía ganar dinero no solo para vestirse, sino para darse comodidades en el hogar.
Él dijo, apenas casados:
—Tiene que agenciarse para hacer su negocito y ganar para sus faltas. Críe pollos o venda huevos.
Ella contestó:
—Usted sabe que no soy entendida en esas cosas.
—Busque algo que sepa, entonces. Algo que le hayan enseñado en la profesional.
—Podría vender dulces.
—Pierda las esperanzas en estos andurriales. Debe ser algo que se pueda llevar por junto al pueblo una vez al mes.
—Podría tejer.
—No es mala idea. Pero hay que comprar la lana —agregó, súbitamente intranquilo—. ¿Cuánto necesitaría para empezar?
—No sé. Déjeme ver precios. Y hablar en la tienda, a ver si se interesan por tejidos.
—Si no sale muy caro…
Y no resultó caro y sí un buen negocio. La mujer del propio dueño de la tienda compró para su hijo la primera entrega, que era tan solo una muestra. Un lindo trajecito, como nunca niño alguno lo tuvo por aquellos “andurriales”, en que la gente manejaba dinero y adquiría cosas sin gracia en negocios en que el barril de sebo se aparejaba con los frascos de Agua Florida y las casinetas estaban junto al Bálsamo Tranquilo. Fue un buen éxito el suyo. Le hicieron encargos. Tejió para toda la región. Pudo subir los precios. Nunca daba abasto para los pedidos pendientes. Cuando vio que prosperaba, él dijo un día:
—Bueno es que me devuelva los diez pesos que le presté para empezar sus tejidos. Y que no se gaste toda la plata que gana en cosas para usted no más. Claro es que no voy a decirle que me dé esa plata a mí, es suya, sí, bien ganada por usted, y no le voy a decir que me la entregue —repetía siempre lo que acababa de expresar, con una insistencia en que quería a sí mismo puntualizar su idea—, pero ya ve, ahora hay que comprar una olla grande y arreglar la puerta de la bodega. Bien podía hacerse cargo de las cosas de la casa, ahora que maneja tanta plata, sí…, tanta plata…
Compró la olla grande, hizo arreglar la puerta de la bodega. Y después, compró, compró… Porque significaba una alegría ir convirtiendo aquella destartalada casa de campo, comida por el abandono, en lo que ahora era, casa como la suya allá en el norte, en el pueblecito sombreado de sauces y acacias, con el río cantando o rezongando valle abajo y la cordillera ahí mismo, presente siempre, fondo para las casitas como de juguete: azules, rosadas, amarillas, con zaguanes anchos y un jazmín aromando las siestas, y frente al portalón un banco pintado de verde propicio a las charlas de prima noche, cuando los pájaros y el ángelus se iban por los cielos en el mismo aire y los picachos tenían súbitos rosas y lentos violetas, antes de dormirse bajo el cobijo de atentas estrellas fulgurantes.
Cerró los párpados, como si también ella debiera dormirse al amparo de esa cautela. Pero los abrió en seguida, escuchó de nuevo, segura de oír el ritmo del que dormía. Entonces se alzó y con silenciosos movimientos abrió la alacena, y del más alto estante fue sacando y colocando sobre la mesa un viejo fonógrafo, inverosímil de forma, como un armarito cuyas portezuelas mayores abiertas dejaban ver un encordado de cítara, al sesgo sobre la boca del receptor, que no era otra cosa que un pequeño círculo abierto en la caja sonora. Abajo otras portezuelas, más pequeñas, dejaban ver el asiento verde de los discos. Aquél era lujo suyo, no como la lámpara, lujo de la casa, sino suyo, suyo. Comprado cuando la señora de “Los Tapiales”, de paso por el pueblo, la hallara en la tienda y viera sus tejidos y le preguntara si podía hacerle unos abrigos para sus niñitas. ¡Qué linda señora, con una boca grande y tierna y la voz que arrastraba las erres, como si fuera madama, y no lo era, y eso a ella le daba tanta risa! ¡Cómo tuvo de trabajo ese verano! Fue entonces cuando vio cumplido su anhelo de tener un fonógrafo con discos y todo. Él se lo dejó comprar. ¡Para eso ganaba harta plata!
—Cómprelo no más, hijita. Lo suyo es suyo, claro, pero bueno sería que también se ocupara de ver si me puede comprar una manta a mí, que la de castilla está raleando. Porque yo la manta la necesito y como tengo que juntar para otra yunta, no es cosa de distraer pesos, y como usted está ganando tanto… Pero es claro, sí, que se compra el fonógrafo también y antes que nada…
Primero compró la manta e inmediatamente el fonógrafo. Nunca mayor su gozo que de regreso a su casa y el fonógrafo colocado en la mesa y ella transida, oyendo la cadencia del vals o la marcha que se interrumpía de pronto para dejar oír un repique de campanas. Se lo habían vendido con derecho a dos discos que ella eligiera despaciosamente, impaciente él al verla indecisa luego de elegir el primero —que era aquel en que estaban el vals y la marcha—, haciéndose ensayar uno tras otro todo un álbum. Hasta que, cada vez más impa...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Créditos
- Exhumar la luz* Prólogo
- Inmóvil sol secreto. María Luisa Puga
- Ella y la noche. Mimí Díaz Lozano
- Nadie llama de la selva. Mirta Yáñez
- Reunión. Gilda Holst
- Barlovento. Marvel Moreno
- Muerte por alacrán. Armonía Somers
- Una perfecta desconocida. Mercedes Gordillo
- Locura. María Luisa Elío
- La espera. Hilma Contreras
- La sangre florecida. Susy Delgado
- Sur. Silda Cordoliani
- Cuando las mujeres quieren a los hombres. Rosario Ferré
- Las chicas de la yogurtería. Pilar Dughi
- De la que amó a un toro marino. Magda Zavala
- Desaparecida. Ivonne Recinos Aquino
- Soledad de la sangre. Marta Brunet
- Guayacán de marzo. Bertalicia Peralta
- Cómplices de extraños juegos. María Luisa de Luján Campos
- Jacinta piedra. Mercedes Durand
- El occiso. 11 de abril de 1937. María Virginia Estenssoro
- Semblanzas*
- Fuentes
- Corresponsales