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Samuel Prince y el príncipe:
La explosión de Halifax
y sus efectos
La explosión
El 6 de diciembre de 1917, unos minutos después de las nueve de la mañana, Gertrude Pettipas se asomaba a una ventana abierta al puerto de Halifax, Nueva Escocia, para contemplar las llamas que salían de uno de los cargueros. Instantes después, el carguero explotó. «Surgió una enorme bola de humo negro, a cien o ciento cincuenta metros de altura, y de ella brotaron fulgurantes llamas de un rojo cárdeno. Era una visión a la vez magnífica y aterradora […]. Una cegadora ráfaga de fuego salió despedida por los aires, a más de un kilómetro. Mi impresión fue que cubría todo el cielo. No podía mirar. Inmediatamente, sentí un golpe en la cara que me lanzó con una fuerza extraordinaria al otro lado de la habitación. Caí al suelo al dar contra la pared. La casa se tambaleó, se estremeció, y la explosión reventó puertas y ventanas» La Primera Guerra Mundial llamaba a la puerta de esta tranquila y pequeña ciudad portuaria, donde hacían escala los soldados y los suministros antes de partir rumbo al frente europeo. Muchos pensaron en aquel momento que los alemanes les habían invadido. Se trataba, en realidad, de un accidente entre dos barcos, uno de los cuales iba cargado con una enorme cantidad de explosivos. Hasta la llegada de las armas nucleares, sería la mayor explosión jamás provocada por el hombre.
Esa mañana, en el largo y estrecho canal que daba acceso al puerto de Halifax, el barco noruego Imo, con bandera de «Socorro belga», había hecho un giro poco habitual, como si intentara superar al Mont Blanc, cargado de armamento y municiones, por el lado equivocado. El Mont Blanc envió todo tipo de señales, pero los dos barcos fueron incapaces de ponerse de acuerdo para realizar con éxito la maniobra. El Imo iba demasiado rápido e impactó contra el costado del Mont Blanc, abriendo una brecha en el casco. Este llevaba en su interior casi tres mil toneladas de explosivos, aceite altamente inflamable, algodón pólvora, benzol y ácido pícrico. Debía incorporarse a un convoy rumbo a Francia. A causa del impacto, parte del cargamento empezó a arder y el fuego se extendió hacia los materiales más inestables. Durante las labores de estibación en Nueva York, se habían tomado algunas precauciones; el casco de hierro estaba recubierto de tablones de madera asegurados con clavos de cobre para evitar las chispas y a la tripulación se le había prohibido fumar en la mayoría de las zonas del barco, incluyendo la cubierta, donde se encontraban los barriles de combustible. En todo caso, la carga era muy peligrosa. La colisión provocó un incendio que empezó a extenderse. Solo la tripulación a bordo era consciente de la gravedad de las consecuencias e, incapaces de advertir a nadie, evacuaron el barco. Este viró, sin nadie que lo controlara, hacia la orilla, mientras llamas de más de cien metros se clavaban en el cielo, y poco después se le vio volar por los aires, impulsado por la fuerza de las tres mil toneladas de explosivos.
La explosión levantó el Mont Blanc a más de trescientos metros, pulverizó gran parte del barco y lanzó una lluvia de metralla candente sobre Halifax y Dartmouth, la ciudad al otro lado del estrecho. La caña del ancla, de media tonelada de peso, apareció a tres kilómetros de distancia, y el cañón de una de las armas del barco, a más de cinco. La fuerza de succión levantó una gran columna de agua, que al caer provocó una ola torrencial de casi veinte metros de altura que arrasó las áreas más próximas. Una columna de humo blanco creció hasta alcanzar los seis mil metros de altura. El benzol restante se mezcló con una nube de agua que provocó una pegajosa lluvia negra a ambos lados del puerto durante varios minutos. La fuerza de la onda acústica hizo que el estallido se escuchara a más de trescientos kilómetros. Un chorro de aire devastador cruzó la ciudad derribando edificios, reventando puertas, ventanas y muros, machacando los cuerpos de quienes estaban más cerca de la explosión, reventando tímpanos y pulmones. A la gente la levantó del suelo y la arrojó contra lo que tuvieran cerca, cuando no se la llevó volando. Partió árboles y postes del telégrafo como si fueran ramitas recién brotadas y redujo barrios enteros a escombros y astillas. Tras el vendaval llegó una inmensa bola de fuego, que abrasó un área de kilómetro y medio alrededor de lo que había sido el Mont Blanc, donde no quedaría un solo edificio en pie. Muchos de los que había más lejos también cayeron o fueron pasto de las llamas. El fuego siguió propagándose: un área más de un kilómetro cuadrado quedaría calcinada, mil seiscientos treinta edificios se derrumbaron y otros doce mil recibieron grandes daños. Murieron más de mil quinientas personas, que dejaron tras de sí a viudos, viudas, niños huérfanos y padres desconsolados. Casi nueve mil personas resultaron heridas y multitud de familias quedaron destrozadas. Cuarenta y una personas, tanto adultos como niños, se quedaron ciegas y doscientas cuarenta y nueve perdieron la visión de un ojo o el ojo entero.
Al ver que nada podían hacer para detener las llamas, los tripulantes del Mont Blanc corrieron desesperados hacia los botes salvavidas, remaron a toda velocidad hacia la orilla y huyeron de la zona. Desembarcaron cerca del poblado mi’kmaq de Turtle Grove, en la costa de Dartmouth, en la orilla opuesta a Halifax. Una mujer nativa, Aggie March, contemplaba con su bebé en brazos el espectáculo de llamas de intensos colores. Un marinero pasó a su lado, le quitó al niño y siguió corriendo para resguardarse entre la vegetación. Cuando ella pudo alcanzarlo, él la derribó y saltó para colocarse sobre ella y el niño. Sobrevivieron, pero nueve habitantes de Turtle Grove perecieron y la explosión acabó con el asentamiento indígena que había existido allí desde el siglo XVIII. La explosión reventó decenas de miles de ventanas, incluso a ochenta kilómetros de distancia, y provocó racimos de cristales afilados que se clavaron en las paredes y en los maderos, en la carne y en los ojos de muchos de quienes ese día de invierno observaban, asomados a ellas, los dramáticos sucesos del puerto. En la escuela católica de Halifax, una niña sentada en su pupitre vio cómo las ventanas se combaban hacia ella, como velas al viento, justo a tiempo para agacharse y protegerse de la lluvia de cristales. Donde antes había casas ahora solo se veían montones de madera, con gente atrapada o aplastada debajo. La lluvia de grasa negra bañó a quienes se encontraban fuera de casa, haciéndolos irreconocibles incluso para sus propios familiares, con los que se encontraban en la calle, en los hospitales o cuando iban a buscarlos a las morgues improvisadas.
Dorothy Lloyd, de seis años, se dirigía a la escuela católica de Saint Joseph con sus tres hermanas cuando vieron venir hacia ellas a una mujer con el pelo alborotado, al viento, corriendo y gritando: «¡Dad la vuelta! ¡Dad la vuelta!». Vieron una montaña de humo en el cielo, se detuvieron y la fuerza de la explosión las tiró al suelo. El humo lo cubría todo.
«Dolly, mira cómo vuelan las chimeneas», dijo Dorothy.
Su hermana la corrigió. «No son chimeneas. Son marineros». Mientras las hermanas observaban a los hombres, zarandeados de un lado a otro, la explosión las separó. Dos de ellas aterrizaron en un terreno vacío, rodeadas de pájaros muertos. La explosión hizo que varias personas perdieran sus ropas, incluso las botas que llevaban atadas y los abrigos abrochados, y algunas aparecieron, esa fría mañana de diciembre, desnudas o medio desnudas a casi un kilómetro del lugar en el que se encontraban paseando o contemplando el incendio en el barco. Las pronunciadas cuestas de la ciudad, asentada sobre una colina que ascendía desde el nivel del mar, impidieron que la gente volara aún más lejos. Algunas personas sobrevivieron a viajes aéreos realmente extraordinarios. El bombero Billy Wells se apresuraba hacia el puerto con el vehículo Patricia y lo siguiente que recuerda es volar desnudo con un corte en el brazo que le llegaba hasta el hueso. Una ola cargada de detritos de los muelles le empujó colina arriba y le dejó en una pradera. Pudo recuperarse, pero no todos tuvieron tanta suerte. Los otros siete bomberos de la cuadrilla murieron y, cuando Wells se levantó y empezó a alejarse del lugar en que había aterrizado, vio cuerpos colgando de las ventanas y enredados en los cables del telégrafo.
Muchas de las escenas eran grotescas. A Irene Duggan, de doce años, el vien...