Anna Karenina
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Anna Karenina

León Tolstói, Alaric Dukass

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  1. 900 páginas
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Anna Karenina

León Tolstói, Alaric Dukass

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León Tolstói (1828-1910) es reconocido como uno de los escritores más importantes de la novela rusa y de la literatura mundial. Nacido en una antigua familia de la nobleza, sus obras constituyen un fiel reflejo de la sociedad rusa de la época, convirtiéndolo en uno de los representantes más reconocidos del realismo.En "Anna Karenina" (que empezó a publicarse como un folletín en 1875, y se publicaría por primera vez entera en 1877), Tolstói narra la relación adúltera entre Anna Karenina, casada con un alto funcionario del gobierno, y el conde Vronsky, vínculo a través del cual el escritor retrata la doble moral y los antivalores de un entorno que no sanciona con la misma dureza moral al hombre y a la mujer. Además, muestra la profunda desigualdad social entre la élite y el campesinado, y la búsqueda de la felicidad del ser humano, que alcanza tras una metamorfosis espiritual. La novela ha sido llevada al cine en más de diez adaptaciones, y también sido adaptada a producciones teatrales y ópera.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418211379
Categoría
Literature
Categoría
Classics
Segunda Parte
I
Los Scherbazky tuvieron en su casa, los últimos días de invierno, consulta de médicos, ya que se temía por la salud de Kitty. Se sentía muy débil y con la cercanía de la primavera su salud solo empeoró. El doctor de la familia le recetó aceite de hígado de bacalao, hierro después y, finalmente, nitrato de plata. Pero el doctor terminó recomendando un viaje al extranjero, porque ninguno de esos remedios dio buen resultado.
La familia, en vista de ello, decidió llamar a un médico muy afamado. Este, hombre todavía joven y de excelente presencia, pidió el examen detallado de la paciente. Con una complacencia especial, insistió en que el pudor de las señoritas era una reminiscencia bárbara, y que era muy natural que un hombre, aunque fuera joven, auscultara a una chica a medio vestir.
Él estaba habituado a hacerlo diariamente y como no sentía, por tanto, ninguna emoción, consideraba el pudor femenino no solamente como una ofensa personal, sino también como un vestigio de barbarie.
Fue necesario someterse, porque, a pesar de que todos los médicos hubiesen seguido la misma cantidad de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por tanto, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y pese a que algunos calificaron a ese médico de persona poco recomendable, se decidió que únicamente él era capaz de salvar a Kitty.
Después de un exhaustivo examen a la enferma, aturdida y confusa, el célebre médico se lavó las manos escrupulosamente y salió al salón, donde le estaba esperando el Príncipe, quien le escuchó tosiendo y con aire grave. Como hombre ya de edad, que no era necio y jamás había estado enfermo, el Príncipe no creía en la medicina y se sentía enfadado ante esa comedia, ya que era tal vez la única persona que adivinaba el motivo del padecimiento de Kitty.
«Este médico sería capaz hasta de espantar la caza, es un admirable charlatán», se decía, expresando con esos términos de viejo cazador lo que opinaba sobre el diagnóstico del doctor.
El doctor, por su parte, disimulaba con dificultad su desprecio hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la auténtica dueña de la casa, apenas se dignaba hablarle a él, y solamente ante ella se proponía derramar las perlas de su sabiduría.
La Princesa compareció rápidamente, seguida por el médico de la familia, y el Príncipe se apartó para no exteriorizar lo que estaba pensando de toda esa comedia.
Desconcertada, la Princesa no sabía qué hacer, sintiéndose en este momento culpable con respecto a Kitty.
—Muy bien, doctor, decida nuestra suerte: díganoslo todo, por favor.
Iba a agregar: «¿Hay alguna esperanza?», pero su boca tembló y no llegó a hacer la pregunta. Se limitó a decir:
—¿Así, doctor, que...?
—Princesa, primero hablaré con mi colega y después tendré el honor de darle mi opinión.
—¿Entonces los debo dejar solos?
—Como usted prefiera...
La Princesa salió, suspirando.
Cuando los dos profesionales quedaron solos, el médico de familia empezó tímidamente a exponer su criterio de que era un proceso de tuberculosis incipiente, pero que...
El célebre doctor le escuchaba y en medio de su discurso miró su voluminoso reloj de oro.
—Muy bien —dijo—. Pero...
En la mitad de su charla, el médico de familia guardó silencio respetuosamente.
—Como usted bien sabe —dijo la eminencia—, no podemos saber con exactitud cuándo empieza un proceso tuberculoso. No sabemos nada en concreto hasta que no existan cavernas. Únicamente caben suposiciones. Aquí hay síntomas: nerviosismo, mala nutrición, etcétera. El asunto es este: aceptado el proceso del tuberculoso, ¿qué se debe hacer para ayudar a la nutrición?
—Sin embargo, usted no ignora que en esto frecuentemente se mezcla causas de orden moral —se permitió señalar el otro médico, con una leve sonrisa.
—Ya, ya —respondió la eminencia médica, mirando nuevamente su reloj—. Disculpe: ¿usted sabe si el puente de Yausa ya está terminado o si aún hay que dar la vuelta? ¿Ya está finalizado? Podré, entonces, llegar en veinte minutos... Pues, como decíamos, se trata de tranquilizar los nervios y mejorar la alimentación... Una cosa va unida a la otra, y es necesario actuar en las dos direcciones de este círculo.
—¿Y un viaje fuera del país? —preguntó el médico de la familia.
—Yo soy enemigo de los viajes fuera del país. Si existe el proceso tuberculoso, lo que no podemos saber, el viaje no solucionaría nada. Tenemos que utilizar un remedio que aumente la nutrición sin dañar al organismo.
Y el doctor afamado expuso un plan de curación con base en las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era claramente que esas aguas no podían de ningún modo perjudicar a la enferma.
—En pro del viaje al extranjero, yo alegaría el cambio de ambiente, alejarla de las condiciones que despiertan recuerdos... Su madre, además, lo desea...
—En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes solo le harán daño. Sería preferible que no les escuchara. Sin embargo, ya que lo quieren de esa manera, que vayan.
Miró de nuevo el reloj.
—Ya tengo que marcharme —dijo, caminando hacia la puerta.
En atención a las conveniencias profesionales, el célebre doctor dijo a la Princesa que tenía que examinar a Kitty una vez más.
—¡Examinarla de nuevo! —exclamó la madre, afligida.
—Únicamente unos detalles, Princesa.
—Está bien; pase, por favor...
Y la madre, en compañía del doctor, entró en el pequeño salón de Kitty.
Kitty, bastante delgada, con las mejillas enrojecidas y un brillo peculiar en la mirada debido a la vergüenza que pasó momentos antes, se encontraba de pie en medio del cuarto.
Cuando entró el médico se ruborizó aún más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación las consideraba algo estúpido y hasta ridículo. La sanación le parecía tan absurda como querer rehacer un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba totalmente destrozado. ¿Cómo componerlo con drogas y píldoras?
Sin embargo, no se atrevía a llevarle la contraria a su madre, que se sentía, por otro lado, culpable por lo que le estaba pasando a ella.
—Princesa, siéntese, por favor —dijo el eminente médico.
...

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