SEGUNDA PARTE
UN GRAN HOMBRE DE PROVINCIAS EN PARÍS
Lucien Chardon, ilustración de Illusions perdues para la edición Houssiaux, tomo VIII, 1874.
SEGUNDA PARTE
Un gran hombre de provincias en París
Ni Lucien ni la señora de Bargeton ni Gentil ni Albertine, la doncella, hablaron jamás de los acontecimientos de aquel viaje, pero es de creer que la presencia continua de tanta gente lo volviera bastante deprimente para un enamorado que esperaba todos los placeres de un rapto. Lucien, que viajaba en posta por primera vez en su vida, se quedó atónito al ver escapar en el camino de Angulema a París casi toda la suma que destinaba a su vida de un año. Como los hombres que unen los encantos de la infancia a la fuerza del talento, cayó en el error de expresar el ingenuo asombro que le despertaba el aspecto de las cosas nuevas para él. Un hombre debe estudiar bien a una mujer antes de dejarle ver sus emociones y sus pensamientos tal como son. Una amante tan tierna como noble sonríe ante las niñerías y las comprende, pero, por poca vanidad que tenga, no perdona que su enamorado se porte de modo infantil, vano o mezquino. Muchas mujeres consagran una exageración tan grande a su culto, que siempre quieren encontrar un dios en su ídolo, mientras que quienes aman a un hombre por sí mismo en lugar de amarlo por ellas adoran tanto sus nimiedades como sus grandezas. Lucien aún no había adivinado que el amor de la señora de Bargeton se injertaba en el orgullo. Cometió el error de no explicarse algunas sonrisas que se le escaparon a Louise durante aquel viaje, cuando, en lugar de contenerse, se dejaba llevar por sus cortesías de ratoncillo salido de su agujero.
Los viajeros desembarcaron en el hotel del Gaillard-Bois, en la rue de l’Echélle, antes del amanecer. Los dos enamorados estaban tan cansados, que Louise quiso por encima de todo acostarse y así lo hizo, no sin antes haber ordenado a Lucien que pidiera una habitación situada justo encima de la que tomó ella. Lucien durmió hasta las cuatro de la tarde. La señora de Bargeton lo hizo despertar para cenar; él se vistió con precipitación al saber la hora y encontró a Louise en uno de esos innobles cuartos que son la vergüenza de París, donde, pese a tantas pretensiones de elegancia, aún no existe un solo hotel en el que los viajeros ricos puedan sentirse como en casa. Aunque tenía en los ojos las nubes que deja un brusco despertar, Lucien no reconoció a su Louise en aquella habitación fría, sin sol, de cortinas descoloridas, cuyas deslucidas baldosas tenían un aspecto lamentable, donde los muebles estaban gastados y eran de mal gusto, viejos o de ocasión. En efecto, algunas personas no tienen el mismo aspecto ni el mismo valor una vez separadas de las caras, las cosas y los lugares que les sirven de marco. Las fisonomías vivas tienen una especie de atmósfera que les resulta propia, como el claroscuro de los cuadros flamencos es necesario para la vida de los rostros que ha colocado en ellos el genio de los pintores. Así son casi todas las gentes de provincias. Además, la señora de Bargeton pareció más digna, más pensativa de lo que debía estar en un momento en el que comenzaba una felicidad sin trabas. Lucien no podía quejarse: los servían Gentil y Albertine. La cena no tenía la abundancia ni la genuina hospitalidad que distingue la vida de provincias. Los platos, menguados por la especulación, procedían de un restaurante cercano, eran escasos, estaban reducidos al mínimo. París no es agradable en esas pequeñas cosas a las que están condenadas las gentes de fortuna mediocre. Lucien esperó al final de la comida para preguntar a Louise, cuyo cambio le parecía inexplicable. No se equivocaba. Un acontecimiento grave –pues las reflexiones son los acontecimientos de la vida moral– se había producido mientras él dormía.
Sobre las dos de la tarde, Sixte du Châtelet se había presentado en el hotel, había hecho despertar a Albertine, había manifestado el deseo de hablar con su señora y había vuelto tras apenas dejar tiempo a que la señora de Bargeton se arreglara. Anaïs, a quien aquella singular aparición del señor du Châtelet había despertado curiosidad, lo había recibido ‒ella, que tan bien oculta se creía‒ hacia las tres.
—La he seguido aun a riesgo de recibir una reprimenda de la Administración ‒dijo al tiempo que la saludaba‒, pues preveía lo que a usted le sucede, pero, ¡aunque yo pierda mi puesto, al menos usted no se habrá perdido!
—¡¿Qué quiere decir usted?! ‒exclamó la señora de Bargeton.
—Me doy perfecta cuenta de que ama a Lucien ‒prosiguió él con aire tierno y resignado‒, pues hay que amar mucho a un hombre para no pensar en nada, para olvidar todas las conveniencias, ¡usted, que tan bien las conoce! Entonces, ¿cree, mi querida, mi adorada Naïs, que la recibirán en casa de la señora d’Espard o en cualquier otro salón de París, si se sabe que ha emprendido una especie de huida de Angulema con un joven y, sobre todo, después del duelo del señor de Bargeton y del señor de Chandour? La estancia de su marido en el Escarbas tiene el aire de una separación. En un caso semejante, las personas como Dios manda empiezan batiéndose por su mujer y después la dejan libre. Ame al señor de Rubempré, protéjalo, haga con él cuanto usted quiera, pero, ¡no viva a su lado! Si alguien se enterara aquí de que han viajado en el mismo coche, el gran mundo ante el que usted quiere presentarse la rechazaría. Por otro lado, Naïs, no haga ya esos sacrificios por un joven a quien aún no ha comparado con nadie, que no se ha sometido a ninguna prueba y puede olvidarla aquí por una parisina, si la considera más útil para sus ambiciones. No quiero perjudicar a un hombre a quien ama, pero permítame que anteponga los intereses de usted a los de él y le diga: «¡Estúdielo! Entienda bien toda la importancia del paso que está dando usted». Si se encuentra usted con las puertas cerradas, si las damas se niegan a recibirla, al menos no habrá de lamentarse por tantos sacrificios, al pensar que aquel por quien los ha hecho siempre será digno de ellos y los comprenderá. La señora d’Espard es tanto más puritana y severa porque ella misma se ha separado de su marido, sin que nadie haya podido descubrir la causa de su desunión, pero los Navarreins, los Blamont-Chauvry, los Lenoncourt, todos sus familiares la han arropado, las mujeres más encopetadas acuden a su casa y la reciben con respeto, de modo que quien tiene la culpa es el marqués d’Espard. En la primera visita que le haga usted, advertirá lo acertado de mis consejos. Sin duda, yo puedo predecirle lo que ocurrirá, pues conozco París: al entrar en la casa de la marquesa, se desesperará si ella sabe que se aloja usted en el hotel del Gaillard-Bois con el hijo de un farmacéutico, por mucho señor de Rubempré que quiera ser. Tendrá usted aquí rivales mucho más astutas y taimadas que Amélie, que sabrán sin falta quién es usted, dónde está, de dónde viene y qué hace. Ya veo que ha contado con pasar de incógnito, pero es usted de esas personas para las que esa posibilidad no existe. ¿No se encontrará con Angulema por todas partes? Están los diputados del Charente que vienen para la apertura de las Cámaras; está el general que se encuentra en París de vacaciones; pero bastará con que un solo habitante de Angulema la vea para que su vida quede acabada de una extraña manera: no será usted más que la amante de Lucien. Si me necesita para cualquier cosa, estoy en casa del recaudador general, rue del Faubourg Saint-Honoré, a dos pasos de la casa de la señora d’Espard. Conozco lo bastante a la mariscala de Carigliano, a la señora de Sérizy y al presidente del Consejo para presentárselos, pero verá usted a tantas personas del gran mundo en la casa de la señora d’Espard, que no me necesitará. Lejos de haber de desear asistir a este o aquel salón, será usted deseada en todos.
Du Châtelet pudo hablar sin que lo interrumpiera la señora de Bargeton, cautivada por lo acertado de aquellas observaciones. En efecto, la reina de Angulema había contado con pasar de incógnito.
—Tiene usted razón, querido amigo ‒dijo ella‒, pero, ¿cómo debo actuar entonces?
—Déjeme ‒respondió Du Châtelet‒ que le busque un piso completamente amueblado y conveniente, así llevará usted una vida menos cara que la de los hoteles y estará en su casa; si se fía usted de mí, dormirá en él esta misma noche.
—Pero, ¿cómo se ha enterado usted de mi dirección? ‒dijo ella.
—Su coche era fácil de reconocer y, además, yo la seguía. En Sèvres, el postillón que lo conducía dijo su dirección al mío. ¿Me permitirá usted que yo sea su asistente? Le escribiré pronto para decirle dónde la he alojado.
—¡De acuerdo! Hágalo ‒dijo ella.
Aquella frase no parecía nada, pero lo era todo. El barón du Châtelet había hablado la lengua del gran mundo a una mujer del gran mundo. Se había mostrado con toda la elegancia de un atuendo parisino y había llegado en un hermoso cabriolé con buen tiro. Por azar, la señora de Bargeton se acercó a la ventana para reflexionar sobre su posición y vio partir al viejo dandi. Instantes después, Lucien, despertado con brusquedad y vestido a toda prisa, se mostró a sus miradas con sus pantalones de nanquín del año pasado y su levita corta de mala calidad. Era un hombre apuesto, pero iba vestido de un modo ridículo. Vestid al Apolo de Belvedere o al Antínoo de porteador de agua. ¿Reconoceríais entonces la divina creación del cincel griego o romano? Los ojos comparan antes que el corazón haya rectificado ese rápido juicio maquinal. El contraste entre Lucien y Du Châtelet fue demasiado violento para no chocar a los ojos de Louise. Hacia las seis, al terminar la cena, la señora de Bargeton indicó a Lucien que se sentara junto a ella en un raído canapé de calicó rojo con flores amarillas, en el que ella ya se había sentado.
—Lucien mío ‒dijo ella‒, ¿no te parece que, si hemos cometido una locura mortal para los dos, hay motivos para repararla? No debemos, querido muchacho, permanecer juntos en París ni inspirar la sospecha de que hemos venido juntos. Tu porvenir depende en gran medida de mi posición y yo no debo echarla a perder de ningún modo. Por eso, a partir de esta noche me alojaré a unos pasos de aquí, pero tú te quedarás en este hotel y podremos vernos a diario sin que nadie pueda decir nada.
Louise explicó las leyes del gran mundo a Lucien, que puso unos ojos como platos. Sin saber que las mujeres que se arrepienten de sus locuras se arrepienten de su amor, comprendió que ya no era el Lucien de Angulema. Louise le hablaba sólo de ella, de sus intereses, de su reputación, del gran mundo y, para excusar su egoísmo, intentaba hacerle creer que todo era en interés suyo. No tenía derecho alguno sobre Louise, que tan rápidamente había vuelto a ser la señora de Bargeton y, ¡peor aún!, no tenía poder alguno sobre ella. Por eso fue incapaz de retener las grandes lágrimas que brotaron de sus ojos.
—Si yo soy tu gloria, tú eres todavía más la mía, mi única esperanza y todo mi porvenir. Yo había creído que, si abrazabas mis éxitos, debías abrazar también mis infortunios, pero veo que ahora nos separamos.
—Me juzgas ‒dijo ella‒, no me amas.
Lucien la miró con una expresión tan dolorosa, que ella no pudo por menos de decirle:
—Mi querido muchacho, si quieres, me quedaré, nos perderemos y nos quedaremos sin apoyos, pero, cuando los dos seamos igualmente desgraciados y nos hayan rechazado, cuando el fracaso ‒pues todo hay que preverlo‒ nos haya arrojado...