La hija del español
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La hija del español

Tinco Andrada

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La hija del español

Tinco Andrada

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"—¡Niña estúpida! No quiero verte nunca más cerca de esos negros inmundos. ¿Escuchaste bien? Dije nunca más en tu vida. Me ocuparé de que muera el que se te acerque. Ahora tendrás tu castigo al llegar.—Padre, Manuel es mi amigo —dijo Concepción mirándolo fijo.—¡Niña estúpida! Un De Alzaga no tiene amigos negros. ¡Tiene esclavos! ¿Entendiste? ¡Esclavos! Nunca lo olvides. Si te veo otra vez con alguna de esas basuras te encerraré para siempre en un convento".Ambientada a principios de 1800, La hija del españolnos sitúa en la Buenos Aires colonial y en ciudades del norte del país. Los enfrentamientos contra los españoles, las guerras locales dentro de cada región y la esclavitud en todo su esplendor, estaban a la orden del día. En ese mismo contexto, Concepción De Alzaga, luchadora ferviente por los derechos de la mujer y absolutamente en contra de la exclusión racial, también tendrá que afrontar una batalla, quizás la más importante de su vida: contra su impiadoso padre.Tinco Andrada nos trae esta apasionante novela que habla de lucha, rebeldía y compromiso social. Una ficción histórica que también nos demuestra que la amistad y el amor pueden transgredir cualquier barrera cultural y social, aunque en ese camino el combate sea hasta las últimas consecuencias.

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Información

Editorial
Bärenhaus
Año
2021
ISBN
9789878449166
Categoría
Literature

CAPÍTULO V

1
Durante 1815 sucedieron muchas cosas en la vida de Concepción. Una de ellas fue conocer a Mariquita Sánchez en las tertulias que la joven mujer hacía en su casa. La notó inteligente, de razonamientos claros, audaz en las decisiones. Una mujer más, de fuerte carácter que descubrió en su camino. Un día quedó última para salir luego de terminada la tertulia y quiso aprovechar la ocasión para dialogar con ella.
—¿Puedo quedarme un poco más Mariquita? Me gustaría contarte algo y tal vez hacerte alguna consulta.
—Claro que puedes mujer, adelante.
—Mariquita, mucho antes de conocerte, tuve la oportunidad de ir con Abuela Guadalupe a varias tertulias en casa de la Perichona. Conocí allí a una mujer de valientes opiniones. Arriesgada, audaz. Sin miedo a las críticas de otros, incluso a las de mi padre, que ignora nuestras visitas a las tertulias y quien afirma que ella es un mal en nuestra sociedad.
—Conce, ¿me permites llamarte Conce?
—Claro que sí. Madre me llama así porque dice que Concepción es muy largo.
—Bien, entonces Conce. Hay personas en la colonia que tienen miedo de las opiniones de los jóvenes y los critican, creo que es porque carecen de argumentos para debatir. No podemos animarnos a modificar las costumbres enquistadas en nuestra sociedad si ponemos bozales a los que empujan los cambios.
—Yo también tengo ideas que me gustaría hacerle conocer a la gente.
—Me parece bien, Conce. Hay que hacerlo para saber lo que pasa, sino solo será una lucha interna labrada desde y hacia uno mismo. Te ayudaré en lo que sea necesario.
—Mariquita, ya que hablas de ayudar quiero hacerte un comentario, íntimo, muy personal.
—Estoy para escucharte mujer, no te prives.
—Mis padres, como muchos padres con sus hijas, desean que una se case con la persona que ellos elijan y les convenga. No estoy dispuesta a seguir sus deseos. Me gustaría y quiero que la elección sea solo mía. Así me sentiré feliz y, si por algún motivo me equivoco, el error será solo mío y no por culpa de otros. Hace algunos años un cura joven en una tertulia en nuestra casa, dijo que obligar a una hija a casarse por conveniencia es un error y un delito. Recuerdo que nombró a San Agustín para reforzar su planteo. Después de aquella tarde lo busqué por todos lados, quería conversar con él y saber por qué dijo eso. Nunca volví a verlo. Creo que mis padres movieron alguna influencia para sacarlo del medio. Sé que viviste algo así y te consulto por si puedes hacerlo… ¿Me contarías como lo resolviste?
—Ya lo creo, sí, lo haré. Fue muy largo todo, incluso el debate fue por años, pero nunca bajé los brazos. Trataré de que, en pocas palabras, comprendas qué sucedió. Estoy segura de que servirá a tus propósitos. Desobedecí a mis padres al no aceptar casarme con Diego del Arco, como ellos tenían planeado, era un hombre mayor al que no quería para nada. Yo amaba a otro. Desesperada busqué soluciones de todo tipo, pero ninguna servía. Cuando me di cuenta de que no habría otra salida, dispuse llevar mi caso a la justicia. Decidí litigar con decisión y entereza durante mucho tiempo en contra de la decisión que mis padres tomaron. No fue fácil, tanto, que mis propios padres no querían hablarme. Fui criticada por todos, algunos no quisieron saludarme más. Hasta que, en una resolución inolvidable, el virrey Sobremonte falló por fin a nuestro favor. A favor de los enamorados. Recuerdo que lloré sin desmayo por tanta felicidad. Un año más tarde, nos casamos con Martín Thompson, a quien conoces muy bien.
—Mariquita, es maravilloso y alentador lo que cuentas. Sin duda, el tuyo fue un acto de mucho coraje y valentía. De ser necesario, seguiré tus pasos, te lo aseguro.
En ese instante otra vez recordó al joven y vehemente cura que conoció en su casa. También vino a su memoria que, en aquel tiempo, deseaba hablar con él para saber si alguna dama había desobedecido la decisión de sus padres para casarse. Y allí estaba Mariquita con su realidad. Ya no sería necesaria ninguna consulta; se sintió segura de sus pensamientos.
Con el tiempo en el devenir de las tertulias compartían y discutían ideas. Al finalizar, ellas quedaban charlando por horas y las dos se sentían felices de la amistad que habían construido. Mariquita se mostraba más entusiasta aún y Concepción más convencida de sus creencias. Mariquita se animó a generar fortalezas en las ideas que tenía Concepción. La ayudó a organizar sus pensamientos y, al ver la gran inquietud que abrigaba por las jóvenes mujeres, le propuso escribir sobre esas ideas que traía desde siempre, podía hablar de los problemas que acarreaban y sufrían aquellas jóvenes de la Colonia desposeídas de derechos.
—Moveremos la piedra, Concepción, para que muchas mujeres y tantos hombres despierten.
—Claro que sí, Mariquita. Me entusiasma.
—Provocaremos las mentes adormecidas y mucha gente se sentirá molesta, no lo dudes. También pienso que nuestra gente joven, sobre todo las damas casamenteras de nuestra sociedad, se sentirán acompañadas por nosotras. Llegaremos a esos pensamientos silenciosos que no dejan salir por miedo y por sentirlos escandalosos.
—Así lo haré y tú Mariquita, con tu experiencia sabrás guiarme.
—Concepción, todas las sociedades encorsetadas a viejos conceptos, no crecen. La libertad hace posible llegar a lo nuevo, a lo distinto. Esa libertad te anima a seguir, a crear. Nada será fácil y no lo olvides: cada palabra nuestra nos dejará expuestas a toda crítica, a la resistencia de usar otro camino. Tratarán de dejarnos solas. Ese es el riesgo de provocar al pensamiento y lo digo por mi experiencia, vivida en oposición a mis propios padres. No fue nada fácil y resultó una larga lucha. Muchos me quisieron y otros tantos me odiaron. A algo así estarás expuesta.
—Estoy decidida a sacudir las inteligencias instaladas, meterme en sus cabezas para sacudir las ideas, las razones de unos y de otros. Sé que estarás a mi lado para guiar mi impulso y no dudo de que sepas hacerlo bien. Mariquita, luchaste años para casarte con quien amabas. Es una bandera erigida que no debemos perder. Me siento capaz para tomarla y agitar las decisiones de los hombres y mujeres de nuestro suelo, la de aquellos que anhelan actitudes más justas ¡Hay tanto por hacer! No me importa el precio que deba pagar.
Así, con el paso del tiempo y de la sabia mano de su entrañable y protectora amiga, nacieron las notas con el ardor y la rebeldía de Concepción. Todas rivalizaban con las costumbres enquistadas en la gente y eran opuestas a los mandatos tradicionales. Escribía en hojas que ella misma distribuía en mano y circulaban por la Colonia. Esas notas se hicieron tan reconocidas por la gente que todos las esperaban con entusiasmo. Era una visión distinta, una opinión arriesgada. Algo de total novedad. Como siempre ocurre en la toma de posición, muchos estaban a favor de sus dichos y otros tantos en contra de ellos, tal como pronosticara su amiga Mariquita. Las notas de mayor trascendencia tuvieron eco entre la gente joven de esa sociedad colonial; fueron aquellas en las que criticó el capricho de los padres por manipular y elegir a los maridos para sus hijas. Y se atrevió a llegar más allá: lo hizo al remarcar las conveniencias económicas deleznables para tales elecciones. Criticaba con vehemencia la práctica de uso instalada: era costumbre que el padre de la mujercita en edad de casarse arreglara todo, la primera en saberlo era la madre y a la niña se le comunicaba apenas un tiempo antes de la boda. Al promediar junio de ese año, Concepción se arriesgó a ir más a lo hondo y objetó a Juan José Castelli, hombre probo, orador incomparable e importante defensor de la sociedad colonial. Dijo de él que años atrás había cometido los mismos errores que otros padres caprichosos al prohibirle a su hija casarse con el hombre que amaba. Todo por el solo hecho de que el novio en cuestión era un militar que pertenecía a un bando contrario a sus ideas políticas. Es decir, primó la elección doctrinaria del padre por sobre la felicidad de su propia hija. Lo consideró y lo publicó como una aberración.
Nada detenía a Concepción que, cada vez más, era amada y criticada por igual. No era extraño encontrar gente que discutía sus propuestas y donde más se daba era en las populares tertulias. Tampoco se detuvo allí y fue hacia los lugares en donde la opinión pesaba y donde solo los hombres podían llegar. Sustentó su razonamiento cuando comentó sobre el pacto comercial de los Borbones en el comercio con América. Dijo que eso dio lugar a la profusión del contrabando desde otros países. Concepción crecía en la consideración general gracias a su talento y decisión para tratar los temas más difíciles, ya sean estos de carácter social o políticos en la formación de la nueva nación. También se ocupó con total vehemencia de defender desde sus notas a un negro esclavo que había sido maltratado por su amo. La constante presencia desde sus notas era una firme defensa de los más desposeídos, de las jóvenes angustiadas por inminentes casamientos no deseados y arreglados por sus padres. También le interesaba el resguardo de los intereses de la nación. Ya nadie ignoraba a esta brava, aguerrida y joven mujer. Claro que no todo es gratis en la vida y ciertas osadías pueden pagarse caro; así ocurrió. Cierto día, al llegar a su casa, se encontró con su padre que por todo saludo le dio un tremendo golpe en la cara que la derribó. Al verla en el suelo, el negrero español arremetió contra ella a patadas limpias y al grito de:
—¡Te dije una vez, mujer estúpida, los De Alzaga no tienen amigos negros, ni defienden negros! ¡Nosotros tenemos esclavos y te aclaré que, si alguna vez te viera con alguno cerca, lo mataría! ¡¿Entendiste, estúpida inservible?! Lo mataré… y lo haré frente a tus ojos. ¡Burra!
Concepción, doblada de dolor y sin emitir una sola queja, soportó la crueldad de ese hombre violento. La rabia le crispó la sangre y le encendió la mirada, más no le dio el gusto de mostrar una sola lágrima por la tortura recibida. Ya no podía aceptar ese maltrato, era una dama y ella más que nadie debía respetarse. Para comprender la causa, entendió que de alguna manera sus notas llegaron a ser leídas por su padre y ese era el precio que tenía que pagar por la libertad de expresar sus ideales. Ya no habría retorno. En el acto y aún tendida en el suelo pensó en poner distancia con esa casa llena de tristeza y sin amor que parecía no ser la suya. Se iría de inmediato en viaje al norte, a la casa de amigos queridos y protectores. En algún otro momento volvería a cumplir con la denuncia social que agitaba su corazón al igual que a otras tantas mujeres que tomaban presencia activa, como sus maridos o sus amigos, para impulsar al pueblo hacia adelante, nunca hacia atrás.
2
Terminaba ese año de 1815 con las noticias de la actuación destacada que Manuel Rodríguez tenía en el ejército del norte. Poco a poco iba convirtiéndose con sus jóvenes años en un militar distinto. Las batallas marcaban un camino promisorio.
La casa del coronel Toranzo lucía engalanada para la fiesta. La despedida de su hija Rosarito era el motivo: partía hacia Europa. Todos conversaban con entusiasmo sobre las últimas informaciones que llegaban, tanto de las que traían los viajeros que venían desde Buenos Aires, como de las provenientes de las batallas que se libraban cerca del lugar. Precisamente, por esas horas esperaban el arribo de un joven militar que había reemplazado al Teniente Coronel Inocencio Pesoa, luego de la muerte de este en combate. Algunos habían escuchado hablar de este joven, sobre sus hazañas de valor. Otros reconocían el coraje puesto en las guerrillas. Todos sabían que provenía del Escuadrón de Pardos y Morenos del Alto Perú.
Güemes lo había felicitado en ocasión de un encuentro luego de la batalla del Tejar, conducida por Rondeau. Allí se encontró con su antiguo amo y ya coronel, don Martín Rodríguez, quien cayó prisionero. Con sus hombres junto a Necochea intentaron liberarlo, pero fueron superados por los realistas. Lo impresionó ver pelear en retirada al general Necochea, quien, con su espada, partió en dos la cabeza de un español. Admiró su bravura y se le unió de inmediato. Supieron retirarse de allí con valentía. Anduvieron de noche entre los montes y al amanecer se separaron. Él con sus negros se encaminó hacia Tupiza e impidió con picardía y arriesgado coraje que las fuerzas realistas pudieran perseguirlo. Meses después cuando en noviembre de 1815 Rondeau fue derrotado en Sipe-Sipe, Manuel, que se unió con sus negros a su amigo, el coronel Inocencio Pesoa, se dio cuenta de que era imposible combatir y dominar al enemigo con una mala organización. La forma en que se planteó previamente la lucha resultó equivocada. La derrota criolla terminó al ser total y sangrienta. Manuel tenía su brazo empapado en sangre, pero soportó el dolor de la profunda herida que le hicieran y siguió peleando. Los hombres morían por todos lados. Luego de que el coronel Pesoa perdiera la vida, buscó ordenar a sus negros y a algunos otros del coronel muerto que quedaban por ahí. Esta vez sin errores los dirigió en retirada y en un monte más alejado hizo un torniquete en su brazo para detener la hemorragia. Tras la derrota de Sipe-Sipe, don Martín Rodríguez también abandonó la presidencia de Charcas y huyó hacia Salta, pero guerrilleros de Güemes enfrentados con Rondeau lo asaltaron. Otra vez pudo salvar la vida al escapar a pie por la espesura.
3
De pronto en la casa de los Toranzo, las voces que eran bullicio comenzaron a aquietarse en un susurro prolongado hasta silenciarse por completo. En la puerta de la sala apareció la figura potente de un militar. Su piel oscura y los ojos vivaces resaltaban en el marco de un uniforme impecable. De cabello espeso y renegrido, tenía las motas cortas pegadas al cráneo; patillas truncas, distintas de como las usaban la mayoría de los hombres blancos. Los ojos profundos, la mirada alerta y penetrante. Al ser anunciada la presencia del capitán de caballería, don Manuel Rodríguez, algunos aplaudieron, otros mantuvieron silencio y los menos se mostraron ceñudos en total repudio a esa aparición inesperada. Sin duda, no era cómodo aceptar en la reunión la presencia de un negro. Moderaba el hecho su condición de militar y gloria reciente. Al coronel Toranzo no le pasó por alto la incomodidad de algunos de los presentes y movió con agilidad su gorda figura. Con una sonrisa amplia expuso sus dientes desparejos bajo los bigotes tupidos y salió a recibirlo con efusividad. Así mostró a todos, el beneplácito que sentía por la presencia de este militar negro en su casa. Le dio un abrazo cordial, luego le indicó con el brazo extendido hacia adelante que lo acompañara.
Al saludar, la voz se percibía cavernosa. De sonrisa fácil y alegre, igual a la de un niño. Alto, de físico esbelto y marcada musculatura. De andar remiso, como si cada paso fuera pensado en su destino. Semejaba la imagen de un felino en pos de su presa. Simpático y no solo con su gente que lo adoraba y respetaba como a un rey, sino también con los paisanos de míseros ranchos perdidos en la espesura, donde a veces y luego de alguna batalla, se detenían para acampar.
Departió con los más próximos a Toranzo; sobresalía la gracia y el don de su relato. Desde niño tuvo y conservó el gozo de la lectura, aun cuando a los negros no se les permitía aprender a leer y a escribir. Los libros que pasaron por sus manos le dieron un vocabulario del cual los mismos españoles no gozaban. Por ese motivo sus charlas resultaban atrapantes, de generosa galanura en el habla y cautivaba a su gente cuando, muchas veces por las noches, la juntaba alrededor del fuego. Siempre fue riguroso y exigente con su tropa en cuanto a la disciplina, pero no dejaba de ser afectuoso. Así también ocurría en los salones de Tucumán o Salta ante un evento o en las casonas de militares amigos durante tertulias prolongadas. Esos amigos no hacían distinción de colores ni de piel y, al volver de los montes, adoraban escucharlo contar de las peripecias ocurridas en las batallas en las que participó dispersando a los realistas.
Toranzo lo rescató nuevamente y dijo:
—Don Manuel Rodríguez, le quiero presentar a algunas personas que llegaron desde Buenos Aires.
Acompañó al viejo coronel y al avanzar como en un mundo de silencio y lentitud eligió ver a todos. Iba con marcada cachaza. La mirada recorrió una a una las caras ignotas. Fue en un instante que el destello fulguró en su mirada. Toranzo se detuvo frente a una bella joven que miraba con intensidad a Manuel. Es...

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