La consulta espiritual y física del pueblo kággaba
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La consulta espiritual y física del pueblo kággaba

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La consulta espiritual y física del pueblo kággaba

Descripción del libro

Este libro ilustra cómo se ha implementado la política pública de los Planes de Salvaguardas en la etnia kággaba. En el Caribe colombiano, los kággaba, al igual que otros pueblos serranos, fueron identificados por la Corte Constitucional de Colombia en alto riesgo de extinción física y cultural a causa del conflicto armado y otras expresiones de violencia. La política pública está destinada a garantizar la atención, protección y salvaguarda de las etnias, pero no la reparación, una omisión cuestionada por la etnia en distintos escenarios de discusión. El libro posibilita una aproximación a la interpretación y la resignificación de dicha política por parte de esta etnia del macizo caribeño de Colombia.

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Información

Capítulo 1

Génesis del estudio de caso: planteamiento y descripción del problema

La guerra, como se afirma en Prado (2018),
ha sido una desgracia para gran parte del pueblo colombiano. De acuerdo con Esther Sánchez (1999), el mayor peso de la guerra lo han vivido las poblaciones más vulnerables, quienes en situaciones de pobreza y miseria suelen residir en áreas rurales, alejados de las cabeceras municipales y asentados, por lo general, en zonas fronterizas [ubicadas en áreas geoestratégicas]. Sumado a esta situación de abandono estatal, las comunidades han visto cómo el conflicto armado y la expansión minero-energética se extienden cada vez más por sus territorios con ambición depredadora y bajo técnicas de despojo propias de una política de muerte (p. 108).
Esta situación de violencia es estructural, dada la configuración de Colombia y en general de los países otrora conocidos como del tercer mundo, o en vías de desarrollo, como enclaves en la producción de mercancías ilícitas y commodities (Curry-Machado, 2013).
Así mismo, es conocido que las principales violaciones de Derechos Humanos han sido realizadas por los grupos armados ilegales, como son las guerrillas de las FARC y el ELN, al igual que grupos paramilitares de extrema derecha. Además, existe evidencia sobre infracciones cometidas por la fuerza pública quienes, con ocasión de su participación en esta guerra, también han desplazado, masacrado, asesinado, señalado y reclutado a diferentes miembros de estas comunidades. Ante esta lamentable situación, la Corte Constitucional se pronunció a través de la sentencia T-025 de 2004, ordenando al Estado colombiano a tomar medidas cautelares para la atención y protección de la población civil víctima del conflicto, con el fin de brindar atención y reparación a la población afectada (Prado, 2018, p. 108).
La génesis de este modo de operar del Estado está relacionada con la formación de unidades entrenadas por mercenarios ingleses e israelitas, que apoyaron la lucha contra el narcotráfico que se dio en la presidencia de Virgilio Barco (1986-1990). Como lo relata Gabriel García Márquez en “Noticia de un secuestro”, una de las justificaciones de la crueldad de Pablo Escobar radicaba en la venganza por la brutalidad con la cual escuadrones de la fuerza pública torturaban y asesinaban a jóvenes de las comunas de Medellín para conocer los movimientos de dicho narcotraficante (García, 2011). En este orden de ideas, es claro que Colombia ha servido como modelo para la instauración de un orden donde el Estado pasa a ser un apéndice de corporaciones que están enfocadas en la producción de capital; de ahí la imposibilidad de que movimientos alternos y democráticos hayan prosperado en el país en las últimas décadas (Gómez, 2014).
En el 2005 el Estado colombiano, bajo el mandato de Álvaro Uribe, promovió una iniciativa en materia de justicia transicional que, entre otras cosas, sería la primera del siglo XXI de este tipo en el país:
Se trata de la Ley 975 de 2005, más conocida como la Ley de Justicia y Paz, la cual buscaba facilitar el proceso de desmovilización de grupos paramilitares en el país.
De acuerdo con Maestre (2007), uno de sus defensores más acérrimos fue Álvaro Uribe, quien pretendió mostrar el proceso de “negociación” con los grupos paramilitares como ejemplo de garantía de los derechos de las víctimas (Prado, 2018, p. 108).
A pesar de eso, el Gobierno de Uribe se caracterizó por negar rotundamente la existencia de un conflicto armado interno. Esta paradoja de implementar una política en materia transicional pero a la vez negar la existencia de un conflicto armado es un interrogante para futuras investigaciones, pues no es el objetivo de este libro profundizar en esa contradicción. Lo cierto del caso es que en el mandato de Uribe la política de la seguridad democrática tomó fuerza, lo que agudizó la crisis en materia de violación de derechos humanos y, como resultado, se incrementó el escándalo de los falsos positivos.
Esta negación e invisibilización de un fenómeno latente y aterrador como lo fue el conflicto colombiano es análoga con lo que Oszlak y O´Donnell (1995) explicitan frente al “surgimiento de una cuestión”, en el marco de los debates sobre identificación de problemas y maneras de resolverlos a través de la política pública. Estos investigadores consideran que una clase política, organizaciones, incluso un grupo de individuos, o un individuo estratégicamente situado, como el expresidente Uribe, pueden poner de manifiesto la problematicidad de una cuestión o la negación de esta dentro de la agenda de gobierno. En este sentido, la aceptación de lo que “sucede” se teje en un juego de fuerzas desiguales con actores ubicados en diversas posiciones, incluso ontológicas, como el caso que acá se narra. En todas las situaciones, es claro el ejercicio de poder, por lo cual los actores pueden definir qué es un falso o un verdadero problema, y reprimir o alentar a quienes intentan plantearlo o repelerlo. De este modo, se comprende que la definición de un problema desde la esfera de lo público no es el reconocimiento de una situación fenoménica, sino el resultado de un juego de poderes donde una hegemonía se enfrenta a disidencias.
Retomando la Ley de Justicia y Paz, esa legislación
recibió un mar de críticas. Entre ellas, se destaca, por ejemplo, que en su aplicación se permitieron condenas generosas (entre cinco a ochos años a los desmovilizados), mientras que los paramilitares no estaban obligados a la confesión total de sus crímenes, sino que prevalecía la figura de versión libre. Sin duda, ello sería un obstáculo para el esclarecimiento de los hechos y, por consiguiente, sería, en estas condiciones, una utopía alcanzar la verdad histórica (Prado, 2018, p. 109).
Este no es el escenario para evaluar esa política, pero hay indicios claros de que fue una estrategia que favoreció intereses de implicados en crímenes de lesa humanidad.
Siguiendo con lo afirmado en Prado (2018),
la Ley citada nunca definió concretamente cómo se repararía a las víctimas [a lo que cabría sumar: cómo se garantizarían la no repetición y el esclarecimiento de los hechos]. Entre otras cosas, porque el proceso de Justicia y Paz se caracterizó por la ambigüedad y la ambición en cuanto a lo que significa el término reparación. Término que fue asociado con frecuencia a una indemnización económica (p. 109).
Posterior a dicha ley, según el académico Pablo Jaramillo (2014), el Legislativo emitió el Decreto 1290 de 2008, una norma que canalizó la reparación en términos financieros, descuidando la revisión de los factores estructurales que generan la marginación social. Es claro que un efecto complejo de la monetización de la reparación fue la proliferación de organizaciones de víctimas que vieron una oportunidad instrumental, y en esta coyuntura los indígenas aparecieron como las víctimas ideales, dado su lugar tangencial dentro de la vorágine de reclamaciones económicas. Por ello, la reparación por vía administrativa se vio como una forma de pago a la deuda histórica, dándose con ello una definición desde arriba del problema histórico y de la manera de resolverlo. A partir de eso se instaló el vínculo entre indígenas y Estado, de tal suerte que los primeros interpretaron la reparación como un medio para que el segundo empezara a resarcir esa deuda. Por eso, “la reparación fue vista como una política social para requilibrar su condición asimétrica, de abandono, exclusión y marginación. Así las cosas, podrían acceder a salud, educación, vivienda, asistencia y atención a población indígena desplazada” (Prado, 2018, p. 109).
A pesar de lo anterior, la masiva vulneración de derechos a pueblos indígenas continuó a tal grado que el alto tribunal se vio en la tarea de pronunciar el Auto 004 de 2009, mediante el cual ordena al Estado formular 34 planes de salvaguardas a grupos étnicos en alta probabilidad de peligro. En esa lista aparecen los pueblos serranos: wiwas, arhuacos, kankuamos y kággaba.
Al revisar el contexto citado arriba, quedaba claro que el Estado, por medio de la rama judicial, respondía a las condiciones estructurales que atentaban contra las comunidades de la SNSM. Ahora bien, a pesar de ello, el brazo armado del Estado parecía desarticulado de las consideraciones que se emitían desde el poder judicial y que exhortaban al Ejecutivo a actuar.
En el 2011, el Gobierno de Juan Manuel Santos formuló la Ley de Víctimas 1448 de 2011, de la cual se deriva la Ley de Víctimas para Pueblos Indígenas. El instrumento generado en este proceso fue el Decreto 4633 de 2011. A causa de esto, y en el caso de las poblaciones indígenas, la falta de claridad sobre los procesos de reparación hizo que el espíritu de la norma no acogiera los problemas estructurales que han manifestado dichas comunidades, esto es, no más intromisión en sus territorios, recuperación de estos y autonomía en todas las esferas, como salud, educación y derecho propio. En consecuencia, la indeterminación de la reparación en estos términos generó un instrumento con poca capacidad de reparación y poca recepción local (Jaramillo, 2014). Si se analiza este proceso, se aprecia que la reparación se pensó, desde el Estado, como un instrumento casi simbólico de reconocimiento de las vejaciones, pero sin un rechazo de las condiciones estructurales que las permitieron.
A pesar de todos los instrumentos emitidos para salvaguarda de los pueblos de la SNSM,
solo hasta finales del 2017, el pueblo kággaba fue inscrito en el Registro Único de Víctimas como sujeto de reparación colectiva; es decir, siete años después de haberse emitido dicho Decreto-Ley de Víctimas antes mencionado..
[…]
Pese a esto, los indígenas kággaba se han reconocido como víctimas del conflicto armado previo a esta notificación, pues para ellos la reparación es una asignatura pendiente por parte del Estado. Un claro ejemplo es que, en el marco del proceso de elaboración del diagnóstico del Plan de Salvaguarda, la reparación se constituyó como un foco de discusión permanente dentro de sus espacios de concertación interna. De manera que los indígenas esperan que esto sea más que un trámite burocrático y, por ende, se generen las condiciones para que por fin empiece la reparación [integral y estructural] (Prado, 2018, p. 109).
La descrita es, entonces, una reparación basada en la ontología local y el manejo particular del territorio. Dicho esto, queda claro que el presente documento responde al proceso de elaboración y diseño del Plan de Salvaguarda Kággaba.

Estado del arte: lecciones aprendidas y desafíos para el caso colombiano

Se dice que el hombre es siempre un problema para sí mismo y que reniega de sí cuando pretende no serlo. Según esto, parece que debe ser posible describir una primera dimensión de todos los problemas humanos. Más concretamente: todos los problemas que se plantee el hombre respecto del hombre pueden referirse a esta pregunta: “Con mis actos y mis abstenciones, ¿No he contribuido a una desvalorización de la realidad humana?” (Fanon, 1963, p. 11).
El conflicto colombiano ha obligado a la reflexión desde distintos campos del conocimiento. Por esta razón, existe un estado del arte extenso sobre las múltiples aristas de ese flagelo. Por ejemplo, se encuentran los análisis relacionados con desplazamiento forzado y reparación a población no étnica y étnica. También hay investigaciones con base en los diferentes pronunciamientos de la Corte Constitucional (Sentencia T-025 de 2004, Auto 218 de 2004, Auto 004 de 2009, Auto 382 de 2010, Auto 174 de 2011, Auto 173 de 2012, Auto 009 de 2012, Auto 051 de 2013). En este documento se referencian los estudios más relevantes en los planos internacional, nacional y local y que brindan elementos para la comprensión de las políticas públicas dirigidas a indígenas en contextos de guerra.
Según lo anterior, conviene aclarar que el término “conflicto interno” hace alusión a aquellos provocados por tensiones y desigualdades políticas, económicas y sociales, gene...

Índice

  1. Introducción
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo II
  4. Capítulo III
  5. Capítulo IV
  6. Capítulo V
  7. Consideraciones finales
  8. Referencias bibliográficas