Berta:
Yo no los vi llegar, pues estaba para la escuela, fue mi madre quien me contó que para el cuarto del difunto Castillo se había mudado una familia con una niña más o menos de mi edad, pero que no quería juntamenta desde el principio. Pues antes hay que conocer a las personas, que por eso es que te pasan las cosas, dijo, por confiada. Yo le dije que estaba bien, que en definitiva no quería conocer a nadie, que en fin, pero luego que me cambié el uniforme, como no tenía nada que hacer, me senté a la puerta de la casa y miré para lo de Castillo, un viejo que según las malas lenguas había fallecido de cirrosis.
Maribel García Medina:
Todo eso hubiera podido evitarse si no les hubieran dado tanta entrada, pero desde que llegaron con esos pantalones toca’os y esas caritas de aguafiestas, la gente de la cuartería empezó a darles coba. Ya conociste a los camagüeyanos, me dijo Lucy, la que vende chicle, llevándole un platico de boniatillo a la muchacha, que, según la madre, era delicada de salud. Yo a esa jovencita la había visto y parecía más sana que un roble, delgada ella y con los ojos rasgados, una negra linda, sí, pero creída, ahora vive en Italia, todas las que son como ella se van para allá.
El camagüeyano desayunaba, almorzaba y comía Jesucristo, siempre lo tenía en la boca. El día de la llegada, les soltó cinco pesos a los muchachos que jugaban fútbol para que lo ayudaran a descargar los trastes y luego vino a saludarnos. Tenía una sonrisa cordial y una mano delgada, fuerte y seca. Bendiciones, dijo, me llamo Arturo, y esta es mi mujer, Carmen. Bendiciones, dijo también la Carmen, que caminaba unos pasos detrás y se veía que estaba demasiado buena para un tipo como él, un cincuentón bastante acabado, se veía que eso iba a terminar mal. Yo me quedé en una pieza cuando presentó a los muchachos pues no parecían de ella. Los tres eran altos, sobre todo el mayor de los varones, David, ese era una vara de tumbar gatos y solo tenía trece años. El menor, Prince, nos tendió una mano fina, algo sudada, y nos miró con los mismos ojos rasgados de la madre y la hermana, y yo pensé, “este es maricón”.
—¿Por favor, pueden decirme dónde queda la iglesia del Santo Sacramento? –preguntó el tipo.
—¿Iglesia del Santo Sacramento? –le dijeron–. Aquí nunca ha habido nada de eso.
El Tripa:
El Gelatina le puso Barbarito, el de la Lupe, que desde que lo vio leyendo en pleno mediodía como si no hubiera un fútbol que jugar, una chica a la cual mirarle hueco, un papalote que empinar, un peo que tirarse, me dijo: Tripa, este si no es pato, sabe dónde queda la laguna, y más que el muchacho se gastaba unos pantaloncitos apretados y algo cortos que estaban de ampanga. Esa es la moda de Camagüey, metió la cuchareta Berta, que ya desde entonces lo defendía diciendo que se parecía a Michael Jackson antes de descolorarse, que era un negro lindo como no había otro en el barrio y que estaba para comérselo; no como al hermano que se nota que está ido de mente.
—Este lleva en su alma la Bayamesa –porfió Barbarito–. Tú verás.
Alain Silva Acosta:
En realidad éramos unos inocentes, aunque ya desde entonces no teníamos futuro. El que cae en este barrio no sale, había puesto alguien en la pared de una casa, y es que el barrio estaba malo, pero malo de verdad. Uno nace negro y está embarcado, imagínate si además tiene que vivir en la cuartería de un barrio así; y yo soy universitario, psicólogo, e incluso tengo un máster en dirección de empresas, no era para que estuviera tan jodido. Pero con cuatrocientos pesos de sueldo, sin estimulación en divisas, ¿qué se puede inventar? Nada, te coge el Armagedón. Yo no los vi llegar; a mí me llamaron cuando el más chico de ellos, Prince, le rajó la cabeza a Bárbaro, el de la Lupe. Fue con un libro, terrible, sangre por todos lados, y yo dije: Aquí va a haber un muerto, porque esa Lupe no entiende, es una morena gorda, con unos brazos que parece Mohammed Alí y una rabia que, vaya, no sé lo que parece, pejera es poco. ¿Ya la mamá lo sabe?, pregunté mientras limpiaba la herida del muchacho.
—Todavía, está para la lucha.
—Cuando se entere va a formar una –dije.
—El Gelatina ese me las paga, él va a tener que mamarme la pinga, cojones, lo voy a despingar to’, qué cojones, pinga –dijo Barbarito, y tenía los ojos aguados y no se veía muy capaz de dañar a nadie.
El Tripa:
El Gelatina: porque era como una cosa oscura que parece agua, pero cuando la miras bien te das cuenta de que es gorda, viscosa y pesada; el Gelatina, porque nos miraba con sus ojos largos de muchacha, era delgadito, sonreía por cualquier cosa y luego se daba unas fajadas terribles. Sabía fajarse, no con la mano, sino cogiendo piedras, arena, palos, latas, lo que hubiera. A Barbarito le dio con el canto del libro, fue un golpe rápido, hábil, diestro, como si lo hubiera practicado mucho. “Este chama tiene un futuro en el barrio”, pensé, “si no es que la Lupe los saca a los cinco a patadas por el culo, les mete un escándalo tan fuerte que cogen sus matules y salen echando de vuelta a Camagüey, porque no parecen tener lengua para responder al pejerismo de la Lupe cuando llegue a averiguar por la cabeza rota del hijo y se pare con las patas escarranchás a exigir responsabilidades a voz de gritos y a mandar a todo el mundo pa’ la pinga y a cagarse en la madre de todos los camagüeyanos, avileños, orientales y hasta haitianos”.
Aurora, vecina:
Tres días llevaban en Cienfuegos y ya le habían roto la cabeza a alguien, y no a cualquiera: a Bárbaro, el hijo de la Lupe, el entenado de Urbieta. Ese día, los padres y la muchacha, la tal Johannes que siempre me cayó como una bomba, habían salido. En la casa solo estaban los dos hijos varones, así que el menor, luego de que Bárbaro saliera dando gritos y soltando sangre, entró como si nada y creo que se puso a ver televisión, no dijo: A mí el que me diga maricón lo mato, no dijo: Yo soy maricón pero el que me lo diga tiene que singarme o lo mato, no dijo: A mí hay que tocarme la pinga, no dijo: Usted es un falta de respeto; nada de eso, sencillamente, cuando el Bárbaro se acercó a él y le dijo: Tú eres como una gelatinita que lo que dan es ganas de tomársela, estás más bueno que tu hermana y mira que tu hermana está buena, levantó el libro, lo puso de canto y, con una velocidad que nos dejó patitiesos, lo dejó caer, y hasta ahí llegó la guapería de Barbarito, hasta ahí llegó.
Maribel García Medina:
En fin, a qué negro se le ocurre ponerle David King y Samuel Prince a los hijos, eso es condenarlos a que crean merecérselo todo. Yo les hubiera puesto Nardo a uno, y Paco al otro, y sanseacabó, y si no les gusta que le echen azúcar, aunque pensándolo bien cualquier nombre es bueno para joderse o para que te jodan.
El libro era uno de esos de carátula dura, aunque no era una Biblia, ni un manual de Lenin, ni un tomo de las obras completas de Martí; era algo de poesía, estoy segura porque tenía muchas figuritas en la portada y no parecía que iba a tratar de algo muy serio, en fin, tremendo librazo le sonó al Bárbaro. “Si las letras no le entraron hoy, ya no le entran de ninguna manera”, pensé. Hay que ser muy macho para acabado de llegar golpear a alguien así, muy macho o muy poco enterado de cómo son las cosas en un barrio como este, hay que ser más bien pinareño y no camagüeyano.
Bárbaro Suárez Rosales:
Pégale, dale duro en la barriga, luego llévalo hasta la línea y machácale la cabeza contra los rieles y espera que venga el tren, entonces oblígalo a poner una pierna en la línea; si es zurdo, la zurda; si es derecho, la otra, luego orínalo, primero una vez, luego otra, orínalo, y si todavía tienes deseos, cágale la cara, pero no dejes que te toque el culo cuando lo estás cagando, no vayan a pensar que eres maricón, acaba con él que no vale un medio, acábalo, que te respeten o qué pinga se piensan. Eso me dijo mi madre cuando el Gelatina me rompió la cabeza, luego me dijo: Vamos, cojones, vamos para que le rompas la cabeza tú a él, y al que se meta lo despingo.
—Vamos.
El Tripa:
Llegaron y estaban dando las aventuras, no las de ahora que no hay quien se las dispare, sino las de antes, las de los hermanos Villalobos, y todos los muchachos estábamos concentrados en la tele. Sin embargo, los tres golpes a la puerta sonaron como el cañonazo de las nueve.
Bárbaro Suárez Rosales:
El tal Arturo nos abrió.
—Bendiciones, ¿qué desean las buenas gentes? –nos dijo con esa manera suya tan suave de hablar que parecía tener un mojón atorado.
—Yo no creo ni en la madre que me parió –dijo mi madre–. Y déjese de historias, que el punto de su hijo le partió la cabeza a Barbarito y tiene que salir a fajarse, porque el Barbarito no es ningún tareco, a él hay que respetarlo. Así que saque a la rosita de maíz que tiene por hijo o qué pinga es. Yo sí no entiendo, yo te revuelco to’a esta mierda.
Yo sí no entiendo, yo te revuelco to’a esta mierda. Mi madre hablaba así. Luego, cuando le dio el derrame cerebral, Urbieta, que ya había salido de la cárcel, la dejó por otra, y mi madre a los cincuenta y pico de años tuvo que dedicarse a limpiar pisos, pisos de blancos, y como había quedado medio turulata nadie la respetaba. La Lupe, tu hijo es travesti, le decían, maricón.
—Júrame que no es verdad –decía ella en cuanto me veía aparecer por esa puerta.
—Claro que no es verdad –le aseguraba yo–. Soy un hombre, lo mío es el arte, me pinto y me visto de mujer porque lo mío es el arte.
—Fue el Gelatina el que te metió en la cazuela, el que te hizo un daño, ese cabrón. Tú eras muy macho, hijo mío, muy macho. A ti nunca te gustaron las pingas, yo lo sé, nunca te gustaron.
—No, mamá –decía yo y cerraba los ojos, y volvía a estar en esa tarde de abril cuando mi madre y yo fuimos a casa de los Stuart a partirle la cabeza al Gelatina.
—David King, lléguese aquí –pidió Stuart.
Y el Grillo asomó su cara de loco.
—Ese no fue –dije yo–. Fue el otro.
—¿Cómo que el otro? –dijo el padre–. Míralo bien, niño, seguro que fue este.
—No –dije yo–. Fue el otro, el suavecito.
—Imposible, el otro es un varón irreprochable.
—Irreprochable, pinga –dijo mi madre–. Mándelo a salir antes de que entre yo a buscarlo.
—Entra, David King –dijo el hombre, y luego–: Oiga, señora, por qué no solventamos esto dentro de la casa, estoy seguro de que con el favor de Dios ya nos pondremos de acuerdo.
—Que no –dijo mi madre–. Dígale al punto de su hijo que acabe de salir, o si no, voy a entrar y la que le voy a pegar soy yo.
—Me disculpa, pero usted no entra a mi casa sin mi permiso, y le aseguro que su hijo tiene que estar equivocado. Samuel Prince es incapaz de tratar así a uno de sus semejantes… Entre por las buenas y resolvamos esto. Al fin y al cabo no somos animales, en nosotros habita el espíritu de Dios.
—Habitará en usted.
—Entre –insistió el hombre–. Por favor.
Maribel García Medina:
Un tipo que lo resuelve todo con dinero como los meros blancos de Punta Gorda, tenía ese defecto o esa cualidad según se mire. Le pagó quinientos pesos a la Lupe para que se estuviera quieta, al menos eso contó ella, a lo mejor se contentó con cincuenta; la Lupe, guapa y todo, siempre fue una arrastrá, a mí hubiera tenido que matarme, al que toque un hijo mío le saco los sesos. “El tipo es un paganini”, se propagó por el barrio, y los vendedores empezaron a asediar su puerta, si alguien se fachaba una bicicleta iban a verlo: Arturo, ¿le cuadra un chivo? Mire que está nuevecito y es de la shopping. Si una mujer debutaba en la lucha, aprovechaba la ausencia de Carmen para ir a verlo: Oiga, Arturo, me hacen falta cien pesos y no tengo con qué pagárselos… en fin, aquí está mi cuerpo. Pero él: Bendiciones, hermanos, les respondía a todos por igual, sin entrar en negocios; y en cuanto a las putas, pronto dejaron de visitarlo. En esos días fue cuando al más grande de los muchachos le dio por cantar; entonces le pusimos el Grillo porque lo que salía de su boca era mermelada de frambuesa, podía estar en un grupo de reggaetón, lo que soltaba por esa boca era mucho.
El Tripa:
Al Grillo sí le dimos entrada desde el principio. Era medio loco pero al menos no parecía maricón y jugaba un fútbol pasable. Aunque lo de él era la pelota. Cuando le dijimos: Oye, macho, en esta cuartería no se juega pelota, para meterle al béisbol tienes que cogerla de aquí, se puso medio triste, pero luego se le olvidó. Yo estaba seguro de que era algo retrasado, como mi hermano Tere que estuvo ingresado en Tato Madruga, la escuela de retardados, y le preguntaba cosas: A ver, Grillo, ¿cuánto es seis por seis?
—Treinta y s...