Rocanrol
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Rocanrol

Descripción del libro

En uno de sus mejores poemas, Borges refiere que el lenguaje es tiempo sucesivo y emblema. Rocanrol trata de ese tiempo condensado que es el de la Revolución, casi un agujero negro donde el cielo es tomado por asalto.Los personajes inmersos en la vorágine de la Cuba de la segunda mitad del siglo XX, sienten que la historia es una piel que se sobrepone a la propio epidermis. El rock será un medio eficaz para no perder la propia esencia? Cómo encontrarse a sí mismo?La muerte de un soldado en pleno entrenamiento, cartas del Che que salvan a una joven de volver a la prisión, un discurso de despedida de Fidel Castro comunicando el final del guerrillero argentino en Bolivia…Roncanrol cuenta también el discurrir de los que no son nadie, empujados por los vientos de cambio. El rock es al a vez iniciación y promesa de un paraíso ilusorio que te hace creer que todo transcurre al ritmo de esa música prohibida y deseada.En un mundo loco solo los locos están cuerdos, dijo cierto artista japonés, y esa frase podría servirle de emblema a estos personajes que se atreven a decir no, cuando todos dicen sí.Alejandro, Ismael, Crazu Horse y el resto de esas dos familias cubanas, construyen su propio relato dentro del relato inmenso de la historia.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789500531856

Rocanrol

Marcial Gala

Nació en La Habana (Cuba) en 1965. Es narrador, poeta y arquitecto. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC. Premio Pinos Nuevos de cuento 1999. La Catedral de los Negros recibió las distinciones Premio Alejo Carpentier 2012 en el género novela y Premio de la Crítica a los mejores libros publicados en Cuba en el 2012. En la actualidad vive entre Buenos Aires y Cienfuegos.
Ha publicado los siguientes libros: Enemigo de los ángeles. cuentos (1995), El juego que no cesa, cuentos (1996), Dios y los locos, cuentos (1998), El hechizado, cuentos (2000), Moneda de a centavo poemas (2009), Es muy temprano cuentos (2010), Monasterio novela (2013), Escuchando a Miriam H, cuentos (2015), La Catedral de los Negros, novela (2015, Corregidor), Sentada en su verde limón novela (2017, Corregidor), Un extraño pájaro de ala azul, poemas, (2018) y Rocanrol, novela (2019, Corregidor). En 2018 obtuvo el Premio Ñ-Ciudad de Buenos Aires por su novela Intensos compromisos con la nada.

Anteportada

MARCIAL GALA
Rocanrol
Logo Ediciones Corregidor

Colección
Archipiélago Caribe

  • 1 Simone, de Eduardo Lalo
    Prólogo: Elsa Noya
  • 2 La piscina, de Edgardo Rodríguez Juliá
    Prólogo: Carolina Sancholuz
  • 3 La inutilidad, de Eduardo Lalo
    Prólogo: Gabriela Tineo
  • 4 Un seguidor de Montaigne mira La Habana,
    de Antonio José Ponte
    Prólogo: Teresa Basile
  • 5 Los países invisibles, de Eduardo Lalo
  • 6 Emoticons, de Aurora Arias
    Prólogo: Gabriela Tineo
  • 7 La Catedral de los Negros, de Marcial Gala
    Prólogo: Celina Manzoni
  • 8 Sentada en su verde limón, de Marcial Gala
  • 9 Intemperie, de Eduardo Lalo
  • 10 Historia de Yuké, de Eduardo Lalo
  • 11 Intervenciones, de Eduardo Lalo
    Prólogo: César A. Salgado
  • 12 Roncanrol, de Marcial Gala

Tabla de contenidos

Índice

Guía

Paginación equivalente a la edición en papel ()

Dos mitades

Desde que llegó a la Unidad su único deseo era irse para el batallón blindado. Miraba extasiado los vistosos uniformes, las maneras desenvueltas, la camaradería que solían prodigarse entre ellos los tanquistas, tan diferente de las relaciones que se establecían entre los infantes, marcadas sobre todo por la burla y el menosprecio. Decidió trasladarse a cualquier precio. Lo logró. Después de un año de adular a todo miembro del batallón blindado, de esforzarse por ser gracioso, de al acabar la intensa preparación de infantería, correr a interesarse por el funcionamiento del tanque de fabricación soviética T55M e incluso empuñar una mandarria y junto con los mecánicos y la tripulación de uno de esos vehículos, caerle a golpes a las esteras previamente desarmadas hasta quitarles el fango, el jefe del batallón blindado fue a verlo y le dijo:
—Soldado Oscar Ruiz recoja sus pertenecías que desde ahora es oficialmente un cargador de tanques.
Se puso tan contento que incluso lloraba y les repartió cigarros a varios soldados de su antiguo pelotón de infantería, cosa muy rara en él, pues era harto tacaño.
Diez noches después, estando de maniobras, para escapar al hedor de axilas y pies, se bajó del tanque y se acostó a dormir en medio del descampado. Tuvo mala suerte. Llegó la mañana y al ponerse en movimiento el batallón blindado, las esteras de aquel flamante T55M del que era tripulante lo partieron al medio. Nadie lo notó. El resto de la tripulación estaba algo ebria, pues la noche anterior habían estado consumiendo vodka con jugo de naranja, conseguido gracias a un guajiro deseoso de un par de botas rumanas, mejores que el duro calzado soviético.
El batallón blindado avanzó hasta la posición señalada, veinte kilómetros más allá, y solo entonces, a la hora de realizar los disparos de entrenamiento, el artillero del tanque se percató de que Oscar Ruiz, alias el Torito, no estaba. Al principio pensaron que había desertado, pero luego encontraron las dos mitades del cadáver.
Cuando los fiscales de la contrainteligencia militar le preguntaron a la tripulación, el conductor y el sargento jefe no fueron muy elocuentes, pero el artillero refirió que al Torito lo fascinaba el abismo. Claro, no dijo solo eso, encendió un cigarro y luego de varias caladas, insinuó además que el Torito tenía problemas de retraso mental y debía haberse conformado con seguir siendo infantero, la hez del ejército.
Pasaron los días, pero antes repartieron uniformes nuevos para aquellos dispuesto a ir a rendirle honores al difunto y como era del Peñasco, un lugar casi fin del mundo, no toda la compañía de tanquistas estuvo dispuesta a asistir al velorio, entonces fueron a la Unidad de infantería y allí hubo varios voluntarios. Los montaron en un camión, uno de esos llamados Zil de guerra, y partieron.
La madre del Torito era una viejecita solitaria y de rostro duro. En el Peñasco no había funeraria, así que ella los esperaba, sentada en un taburete dentro del salón del círculo social, rodeada de otras mujeres, todas en taburetes. A la izquierda del ataúd de madera y tela gris, también los esperaba la única prima del Torito, una muchacha de excepcional belleza, al menos eso les pareció después de tantos meses sin ver mujeres jóvenes. Algunos suspiraron y el capitán Vilato los miró severo. Luego fue depositar la bandera cubana sobre el féretro y empezar la primera ronda de guardias de honor, mientras los guajiros los miraban un poco desconcertados y a la prima bella se le aguaban los ojos. Daba un poquito de ganas de tener un papel más importante en esa puesta en escena. Daban casi ganas de ser el mismo Torito que con la muerte había ganado en apostura y como el ataúd era de los grandes, aquellos que no conocían sus escasos 165 cm de estatura, podían pensar que en vida fue alto. También repartieron café, un líquido amargo que a ninguno de ellos les pareció muy especial, pero sobre el cual las viejas y el capitán Vilato expresaron que estaba delicioso. Cuando regresaron a la Unidad los estaba esperando Alejandro Tejeras que entonces no era Peter Kiss, sino un adolescente flaco, sentado en la litera que había pertenecido al Torito.

Zapatillas Tortoloff

El primero en descubrir que había algo diferente en el nuevo soldado fue el Pepillo, algo distinto por ejemplo al salvajismo de Juan Díaz, el robusto y casi gigantesco portador de ametralladora pesada, que para demostrar la innata capacidad de comer de su familia, solía expresar:
—Yo soy un buey y mi hermana es una bueya.
En esos días, el general Tortoloff había sido nombrado jefe de estado mayor del ejército central y era muy rigoroso con el entrenamiento y las prácticas de tiro. Había algo histérico, espasmódico, en su personalidad cuando echaba para adelante su vientre abultado y le gritaba a oficiales y a reclutas. Acababa de llegar de la república de Granada y según la versión oficial se había portado como un héroe, pero el rumor entre clases y soldados era muy diferente. “Si quieres correr veloz, usa zapatillas Tortoloff” expresaba cierta cuarteta muy popular que los soldados no se cansaban de repetir y es que Tortoloff era odiado de manera unánime debido a su apasionamiento por los fatigosos métodos de entrenamiento soviético. Era un “Cabeza de Puerco” más como todos los oficiales rusos y cubanos que cuando ascendían de mayor les daba por engordar y echar barriga y cogote, todos menos Adolfo Quintana, el coronel responsable de la preparación física de la división 1410 o Loma de Fine como también era conocida, que a pesar de sus casi sesenta años, mantenía la forma física de un atleta de alto rendimiento.
Uno no llega a una unidad militar y clama hola me llamo Peter Kiss impunemente. Cuando alguien se presenta así, es como si se pusiera un cartel en el pecho con la frase hola, soy una víctima. Decir me llamo Peter Kiss cuando tu verdadero nombre es Alejandro Tejera es declararle la guerra a la oficialidad del batallón de infantería, es decirle soy un electrón libre, un agente perturbador, y ellos están dispuesto a hacértelo pagar caro y más ahora que después del corre corre que se formó en la isla de Granada, la oficialidad tendía al desmadre, a la desmesura.
Todo el ejército tendía a la desmesura y el principio fue quitar los cuartos de armamentos, pues según el Estado Mayor Central, lo que pasó en Granada fue que la 82 división aerotransportada del ejército americano sorprendió a los cubanos con el armamento guardado. Todo el día andaban los jovencísimos reclutas de la división 1410 con las AKM a cuestas, dormían con esas armas, y cuando se formaba un conato de bronca, se apuntaban entre sí, rastrillaban, y parecía que iba a haber un difunto de un momento a otro.
Cierto que muy pocos oficiales sabían quién era ese Peter Kiss que aducía ser el soldado Tejera, pero el nombre era de gringo y eso no estaba bien. Si hubiera declarado ser Anatoli Krispoyenko, Yuri Timoshevich o algo así, todo sería distinto. Se podía aquilatar incluso que nombrarse como un héroe de la gran guerra patria era el homenaje del soldado a los tantos años de lucha del pueblo soviético, pero ¿Peter Kiss? Declararlo así como si el ejército fuera cosa de risa era algo gravísimo, no estaba bien. Claro que lo primero era decidir:
Uno si el tal Tejera estaba a las órdenes de una potencia extranjera y quería sabotear la buena marcha de la preparación combativa.
Dos si pretendía ser desmovilizado antes de tiempo.
Tres si era un guasón e intentaba burlarse de ellos, los oficiales, que tenían todo el tiempo del mundo para hacerle comprender que reírse de ciertas personas era un error peligroso.
Muchos de los soldados, quizás exceptuando al Pepillo, tampoco conocían quién era el verdadero Peter Kiss. Algunos ni siquiera sabían que Kiss es una palabra inglesa cuya traducción al español es beso. Alejandro Tejera fue entonces el primero en hablarles de los Kiss y de las hazañas de su vocalista Peter que una vez hizo circular una jarra vacía entre el público que abarrotaba un teatro de Londres, pidió que escupieran dentro de la vasija, y luego se tragó el contenido. Describía al Castillito, cabaret de Varadero, donde se bailaba con un pedazo de hielo entre los dientes, escuchando unas veces a Bob Marley, otras a Kiss.
Esa imagen, casi sensorial, decenas de adolescentes bailando con hielo en la boca, intrascendente para muchos, quedó fijada en la memoria de otros, entre ellos el Pepillo que originario como era de Cienfuegos, solo había estado en Varadero siendo todavía un niño, y apenas recordaba del balneario lo grande de las almendras y la arena que de tan blanca cegaba.
La división 1410 estaba compuesta por tres regimientos de infantería y sendos regimientos de artillería y tanques. Peter Kiss pertenecía al pelotón uno de la compañía tres del primer batallón del segundo regimiento de infantería. El jefe de compañía era Bernardo Marqués, un oficial que había concluido con título dorado sus estudios militares y por eso era conocido con el apodo de medallita de oro. El jefe de pelotón era el subteniente Alfredo Pérez o Mandarrita, conocido así por ser tan pequeño y esmirriado como el actor de un programa humorístico de TV con el que compartía el mote.
En aquellos días trasmitían “La esclava”, telenovela brasileña, y los soldados se volvieron tan fanáticos de la pálida Isaura y de sus desventuras y amores, que abandonaban las postas de guardia para llegarse hasta las áreas de recreo y pararse delante de los aparatos de TV.
Peter Kiss nunca había conocido a un negro que le gustara tanto el rock como al Pepillo, que de pepillo no tenía nada, solo era un muchacho alto y bastante flaco, cuya principal afición era correr como un desaforado, pretendiendo reeditar los éxitos de Juantorena en los ochocientos planos. Imitaba al campeón olímpico hasta en la manera de mirar a un lado y al otro al correr. A veces, un grupo de soldados iba a la pista con el proclamado objetivo de burlarse del Pepillo, y decirle que jamás de los jamases iba a llegar a nada, que era mejor que se dedicara al fisiculturismo, pues eso si era meritorio, que se ciñera un cinturón y se dirigiera al gimnasio central de la Unidad e intentara agrandar el grosor de bíceps, tríceps y pectorales que con eso si se imponía respeto a los hombres y se lograba la admiración de las jevitas. El Pepillo, concentrado en la carrera, apenas notaba la presencia de los guasones. Apuraba el paso. Llegaba a ir tan rápido que parecía que de verdad podía llegar a ser un Sebastián Coe del trópico, un Juantorena de nueva data, para que el famoso y cojo locutor deportivo cubano Héctor Rodríguez volviera a soltar con la voz entrecortada de la emoción, ahí va Ismael Suárez con el corazón en la boca, y luego por las bocinas del estadio olímpico se dijera ¡de Cuba Ismael Suárez!
“Caballo Loco” bautizó uno de los soldados al Pepillo, pero Peter Kiss no estuvo de acuerdo.
—Crazy Horse es alguien que conocí en La Habana, experta en abrir cajas fuertes, luego te hablaré de ella –le prometió Peter Kiss al Pepillo y de vez en cuando, si estaba de venas, corría junto con él. Corría despreocupado de zancadas y de cuidar la respiración, esas cosas tan esenciales para quien pretende llegar lejos en el atletismo. Corría a lo loco, hasta faltarle el aliento. Entonces volvía a sentarse en el césped que rodeaba a la pista y empezaba a tararear algún tema de Nirvana o de otra banda y parecía estar feliz, extasiado de la vida.
Ya no estaba prohibido escuchar rock. Ya en esa época uno podía andar con un longplay bajo...

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