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La convención
Descripción del libro
Cuando a Emma Dorá la seleccionan para el programa de formación gerencial del Banco no sabe que detrás de esa elección está el director de recursos humanos, un hombre que le propone un trato: entrenarla para estar en el centro de la escena con la misma exigencia que él se prepara para su primera maratón de alta montaña. La tensión entre las dudas de Emma y las intenciones del director será el hilo que mueve esta novela que se introduce en el mundo corporativo cuando los ecos de la burbuja inmobiliaria y el conflicto del campo amenazan los puestos de trabajo.
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Información
Editorial
Ediciones CorregidorAño
2019ISBN del libro electrónico
9789500532075Aclaración
Aunque algunos de los hechos de esta historia pueden resultar familiares a ciertos hechos reales, todos los personajes que aquí aparecen son producto de la imaginación. El Banco donde transcurre esta novela es un lugar del mundo literario que se parece a cualquier empresa sin que se corresponda del todo a ninguna. Todo lo que aquí se cuenta, es pura ficción. Cualquier parecido con la realidad es solo una coincidencia.
Dedicatoria
A Flor Ciampichini y Gustavo Cirigliano
por los días que vinieron después de aquellos,
por nuestro hoy
Tabla de contenidos
Índice
Guía
Paginación equivalente a la edición en papel (978-950-0531-67-2)
I
De lunes a viernes, entre las 8.45 hs y las 9.45 hs de la mañana, las calles del Microcentro porteño vistas desde arriba parecen tierra removida por millones de hormigas. De las bocas de los subtes, de los colectivos, del Bajo, del Sur, cruzando la Plaza de Mayo, van apareciendo los empleados para dirigirse a las distintas casas centrales de todas las entidades bancarias. De los que viajan en subte algunos prefieren subir por las escaleras, porque gracias a ese ejercicio matinal, ahorran unos minutos. En cambio, los que eligen las mecánicas, cuya única ventaja es descansar los músculos unos segundos, siempre llegan demorados a la puerta de entrada. Y llegar demorado implica perder varios minutos más porque, al menos en el Banco donde transcurre esta historia, entrar lleva tiempo.
El ingreso para los empleados solo está permitido por la puerta de la calle Reconquista, no la de la esquina, la giratoria, por donde entran los clientes a la sucursal Buenos Aires y, excepcionalmente, los que mandan en la empresa cuando llegan a pie. Después de pasar la credencial delante del scanner se dirigen en malón hacia los ascensores de la planta baja que, desde las cinco de la mañana, momento en que los empleados de limpieza y los de mantenimiento empiezan su día de trabajo, hasta las siete de la tarde, hora en que el tránsito disminuye considerablemente aunque no en forma completa, andan sin descanso su peregrinar vertical. El recorrido va del primer subsuelo al cuarto piso. De las oficinas operativas sin sol a las oficinas donde funciona la gerencia comercial. Solo Amelia Ardich, la presidenta, y los dos directores de área que le reportan, Ariel Junquera y Lorenzo Méndez, cuentan con un ascensor para ellos. Desde el estacionamiento en el segundo subsuelo al quinto piso, uno con capacidad para cuatro personas, hace su trayecto directo con un único pasajero porque, salvo en los eventos donde cuentan con un séquito de seguidores, los directivos de este Banco se mueven solos. Siempre en silencio. Pensativos. Lejos de los problemas, como tener que esperar el ascensor más de diez minutos en la planta baja y en la mayoría de los casos advertir, al abrirse sus puertas, que ya viene con su capacidad máxima de carga. Para Amelia Ardich y los dos directores de área, el tiempo parece no detenerse en los detalles. Para los empleados, sí. En fila, reflejados en la puerta de metal del ascensor, esperan su regreso. Cuando la suerte los acompaña, si hay algún lugar vacío, evitarán trepar escaleras arriba hasta la oficina que corresponda y empezar la mañana transpirados. Cuando no, el lamento será reiterado una y otra vez hasta conformar una sola voz que recorre el edificio. Sin embargo, desde que Ariel Junquera, director de recursos humanos, desapareció mientras corría una maratón de alta montaña, nadie se atreve a repetirlo: bajar es más fácil que subir.
II
Desde hace un par de meses, ahora que puede, que las tardes son suyas, a esa hora en que el sol comienza a descender, Emma tiene la costumbre de caminar hasta el bar de avenida La Plata. Se sienta en una mesa pegada a la ventana y mira pasar los coches. Desde ahí no puede ver el semáforo pero por la velocidad de los autos sabe cuándo se pone en rojo. Siempre hay algún conductor que la despista. Mantiene un ritmo acelerado hasta que unos segundos después, cuando ya lo perdió de vista, escucha las ruedas aferrarse al pavimento. Un chirrido que algunas veces termina en un estruendo a metales y gritos entremezclados y por qué no, en trompadas y sirenas. Pero Emma, ni aún esas veces, sale del local hasta que el Gallego enciende los tubos del techo. Espera. Le gusta cuando la luz del día va cambiando de forma y el bar, apenas en unos minutos, se desdibuja en esa sombra débil que deja la oscuridad, ese instante donde la noche pelea por dominar los espacios y el hombre por defenderlos. Ella se sumerge en esa disputa de luces y sombras, ahora que puede, que el día y la noche tienen sus propias formas. Que las luces de la oficina, eternamente blancas y diurnas, quedaron atrás. Espera los pasos del Gallego. Pacientes, arrastran sus años desde el otro lado de la barra estañada hasta la caja eléctrica donde está la única llave que ilumina el local. Momento de irse.
Emma deja la plata del cortado junto a su pocillo. Le hace señas al mozo y esquivando algunas mesas se dirige hacia la puerta. Pero esa tarde algo interrumpe la rutina. El Gallego prendió el televisor antes de tiempo. Solo hay tele cuando juega San Lorenzo y el bar se llena de hombres. Emma siempre está al tanto de los partidos. Aún falta una hora. Sobre fondo rojo en letras blancas se anuncia: Último momento, hallan rastros del corredor perdido. Intercalan el titular con la foto, tomada en altura, de un árbol en medio de la montaña. Emma no tiene certezas pero intuye que debe ser él, su ángel oscuro. El televisor no tiene sonido. No sabe si el hombre está vivo o muerto. El Gallego mira hacia la calle desde la puerta vaivén de doble hoja con el control remoto en la mano. Emma se queda parada frente al televisor. Espera que agreguen algún dato. Algo que esclarezca la situación. Desde la entrada, el Gallego cambia de canal. Ahora se ve al equipo en el vestuario. Emma sale sin saludar. Julián tiene que saberlo, si no se enteró todavía, falta poco. Mira el reloj. Él tiene para un rato más. Desde que asumió el Delfín, como llaman al nuevo director del Banco, las reuniones de gerencia duran hasta cualquier hora pero si es el hombre que ella cree, esa reunión tomó otro rumbo. O la cancelaron. El nuevo jefe no va a perderse la oportunidad de salir en la foto si logran rescatarlo con vida. Él mismo firmó la autorización para que el Banco contratara un helicóptero con el fin de acelerar la búsqueda. No se trata de cualquier corredor. Eso lo saben todos. Más en el Banco. Y allá las noticias vuelan. Lo recuerda bien. Aunque ahora solo sea la reminiscencia de un pasado reciente. Apenas den por terminada la reunión Julián va a llamarla. Lo imagina caminando por el pasillo mientras marca su número. Pero la espera se hace eterna. Recién avanzó tres cuadras en dirección contraria a los coches. Las baldosas están flojas. Algunas aún escupen los restos de lluvia del día anterior. No le da importancia. Pisa, sin mirar, con sus borceguíes de cuero. Ya es de noche. Las luces de la avenida están encendidas pero no todas las de las calles laterales. Si es él, conjetura mientras se acerca a su casa, las secretarias deben estar al tanto. Estarán llamando a todos para dar la noticia. A ella no. Ya no. Los primeros días de ausencia los compañeros de trabajo suelen acordarse del que se fue pero si hay rumores de que pudo haber sido despedido, nadie lo menciona. Nadie lo llama ni manda mensajes. El recuerdo toma forma de sospecha y la sospecha de olvido.
Sin darse cuenta, Emma llega a la puerta de su casa. Desde el pasillo que va de la calle a su ph escucha maullar a la gata. Apenas al abrir, el animal se friega contra sus piernas. Ya llegué, acá estoy, le dice mientras se agacha para acariciarla. Después enciende el equipo de música, pone un cedé de Natalie Merchant y se tira en la cama. Sobre la mesa de luz improvisada con un cajón de frutas pintado de verde sigue abierta su notebook en la casilla de correos. Cuando está a punto de chequear el mail, suena el celular. Es Julián. Sin darle tiempo a preguntas, él se lo confirma.
El corredor es el hombre en cuestión.
III
El hombre cuelga de la rama de un árbol. Pero no lo sabe. Todavía no lo sabe. Ya es noche cerrada en el camino de montaña. El hombre corría detrás de otros. Y delante de muchos. Comete un error: se aparta del camino. No lo hace intencionadamente, se equivoca. Entre sus propósitos, no está ser diferente, sí el mejor. Pero para ser el mejor de la especie, hay que ser parte. Su intención es ser el primero. Pero eso no puede decirse así, hay que disimularlo. Disfrazar las palabras, las intenciones, inventar motivos. Autosuperación, dice. Crecimiento. Dar todo lo que se puede dar. Pero comete el error de tomar hacia la derecha cuando debería haber tomado hacia la izquierda. La noche cerrada le impide ver las marcas blancas del sendero. El hombre ante la bifurcación del camino, toma el equivocado. Y ahora cuelga de la rama de un árbol. Él no sabe todavía qué hay arriba ni qué hay debajo. Solo sabe que tiene que aferrarse a eso que lo sostiene, quizás un árbol por la rugosidad de lo que toca. No puede moverse. Solo tiene que esperar a que se haga de día. Con claridad, sabe, resuelve. Así lo hizo siempre. Con una mano se agarra, con la otra busca la mochila. Sigue ahí: en su espalda. Sabe que todavía le quedan seis barras de cereal, cuatro chocolates, esos alfajores que no quería llevar, la bolsa de hidratación y la de supervivencia. Lo necesario para los ochenta kilómetros de trekking. Si pudiera girarse, piensa, sacaría la bolsa de supervivencia, lo único que puede salvarlo del frío de la noche. El hombre piensa que es cuestión de aguantar. Sobreponerse. Escucha sus pensamientos: sobreponerse. ¿Cuántas veces, en el último tiempo, lo repetía por día? Sabe que va a ser difícil sacar la manta de la mochila. No quiere moverse. Repasa el abrigo: una camiseta térmica y el micropolar. Y por un segundo, olvida que cuelga de algo en esa noche inmensa.
Es de día, el hombre se acomoda la pechera. Es el número 262 de la Ultra Maratón. Su mujer lo mira detrás de la valla. Él le sonríe. A pesar de haber discutido, vuelto a discutir. Él no quería que ella estuviera ahí. Que ninguno de los hombres de su equipo va acompañado, le dice. Aunque el hombre sabe que no es por eso. A la mujer no le importa. Si no es ella, ¿quién?, la mujer le pregunta. ¿Quién va a estar en la llegada? Y él podría decirle nadie, o darle un nombre, ese nombre que ni él mismo se anima a pronunciar, ese que le da vueltas en la cabeza desde hace meses, el que ahora intenta olvidar, pero el hombre sabe que no es la respuesta que ella espera. Y él sabe que para llegar a ciertos resultados, hay que hacer lo que esperan de uno. Entonces el hombre la besa. Un beso corto, rasante. Su labio y el de su mujer, unidos por un instante. No es hora de perderla. No aún.
Hace años que el hombre entrena. Corrió varias carreras, triatlones también pero esta es la primera maratón en alta montaña. Él confía en su entrenamiento a pesar del cansancio que lo arrasa y lo deja sin fuerzas. Esa falta de ánimo que le atribuye al desconsuelo. Que durante los últimos meses echó a un lado para dedicarse a la maratón. No ignora que podría haberse preparado mejor. No le alcanza con haber corrido diez kilómetros todas las mañanas antes de ir a la oficina, ni los cuarenta y cinco minutos de spinning tres tardes por semana. Tampoco la hora y media de cuestas los sábados ni los fondos los domingos a pesar del dolor que le provocan esos ganglios inflamados en la ingle y detrás de las orejas. Sabe que para ser el primero habría tenido que esforzarse más: más entrenamiento, más tiempo. Pero en estos desafíos, la atención se la lleva el que sorprende. Aquel del que menos se espera. El que se sobrepone. El que vence su propio límite.
Él es inteligente. Especula. De su equipo es el que menos entrenó como la ocasión requería. No porque no lo quisiera sino por falta de tiempo. Por ser quien tiene mayores responsabilidades profesionales. Todos los corredores con los que va a cruzarse lo saben. Porque, a él, lo conocen. Dirige una de las empresas más importantes del sector financiero y fue uno de los que firmó el convenio con el Gobierno. Se lo vio en fotos, en todos los diarios. Es “el corredor” en el mundo del management y el futuro “CEO” en el mundo de los corredores. Pero todo no se puede, frase cursi, piensa, mientras intenta deshacerse de esa fatiga que arrastra e intenta ignorar, como si no existiera ni le causara miedo. Entonces su objetivo es llegar a la meta en cierta cantidad de horas. Las calcula. Si veinticuatro son las que define la organización, si veinticuatro es el tiempo máximo, él piensa que en quince llega. Dieciséis a lo sumo. Tiene todo pensado: mantenerse en un ritmo parejo, reservar las mejores fuerzas para el final, los últimos de los ochenta kilómetros. A medida que avanza, el hombre redobla su confianza. Los primeros mil metros en subida los hace sin esfuerzo. De a poco va ganando altura. Serán tres mil metros en total. Y tiene un día para hacerlos. Sabe que, aunque ningún corredor lo haga, conocer de antemano el recorrido es una ventaja, por eso aprovechó una visita a una sucursal del Banco para quedarse el fin de semana. También aquella vez su mujer se sumó. Siempre cercándolo, se dice el hombre. No piensa en amor cuando piensa en ella. Sí cuando se le viene el otro nombre, el que no se anima a pronunciar. Juntos, su mujer y él, recorrieron el valle en coche hasta donde se podía. Después, el hombre bajó y caminó unas horas. Solo. La mujer lo esperaba porque a eso ya se había a...
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