Papeles de recienvenido
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Papeles de recienvenido

y continuación de la nada

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Papeles de recienvenido

y continuación de la nada

Descripción del libro

Metafísico, humorista, poeta, teorizador y novelista, Macedonio Fernández entrelaza sin embargo todos esos aspectos de la mayor parte de su obra, a veces de modo bastante sorpresivo. Estos procedimientos intempestivos se acrecientan en Papeles de Recienvenido desde la organización misma del libro - cartas, salutaciones, discursos, capítulos sin continuidad- donde la intromisión de lo insólito rompe la estabilidad del espacio y la sucesión temporal hasta convertir a las ideas en objetos concretos que proyectan su inasible consistencia en el vacío. Ese 'milagro de la irracionalidad', como lo denomina Macedonio, libera por un momento al hombre de las leyes racionales y le permite deslizarse sin traba alguna en la fluyente incongruencia de lo cómico. Nélida Salvador.

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Información

ISBN del libro electrónico
9789500532204

Papeles de Recienvenido

SALVEDAD 1

Ni esta, pasajera, ni una eterna obra literaria, ni un autor común ni uno privilegiado de inmortalidad, pueden atribuirse audiencia en la tensión noble de esta hora mayor de la humanidad. Con escalofrío tendría que mirar un autor consciente el desaire del andar aparecido de un libro suyo por entre la desatención suprema de una humanidad en única ennoblecida contención.
De una edición de solo doscientos ejemplares esta es esencialmente una segunda, después de casi quince años de aquella y de prometida esta.
Para que su manuscrito yacente en un armario no moleste mis pocas energías mentales, que dedico a la pulsación actual de lo humano, lo saco de cerca de mí; todo nos gasta a los ancianos.
Creo que salvo pocos renglones felices no aporto novedad en la humorística que había estudiado tanto. Que el lector, condolido, a mí personalmente me perdone lo que, juzgante, no perdonará al libro.

Pies de página

1 Para la edición de “Papeles de Recienvenido” y “Continuación de la Nada”, 1944.
Si muchos miedos, y una constante imposición del Misterio, hacen humorista, nadie escribirá más alegremente, hará más optimistas que yo.
M. F.

I. Papeles de Recienvenido

El Recienvenido

(Fragmento)
¡Fue tan fortísimo el golpe que no hay memoria en la localidad de que en los últimos cuarenta años se haya registrado temperatura tan elevada en la región golpeada! (Otra cosa que los más ancianos del país no recuerdan es que yo haya sido visto con dinero algún día en ese mismo intervalo; pero eso lo diré más adelante, cuando otro hecho excepcional requiera el énfasis de una referencia a cosa no acaecida en cuarenta años. Esos intervalos de 40 años tan cómodos se encuentran en cualquier localidad, a menos que hayan sido recientemente atropellados por una locomotora y que todavía el ayuntamiento local no haya iniciado su reconstrucción. Es muy conveniente que una vez registrado un terremoto y puestos hacia afuera sus bolsillos, se le coloque en el departamento contiguo al de intervalos de 40 años y al de las temperaturas más revisadas y registradas, y que estos tres locales estén siempre a la izquierda y a breve distancia de la Estación de tren, que es el lugar donde se elevan las tarifas, con amplia facilidad para descarrilamientos a la derecha. Un poco más allá… todo viajero que no se haya quedado en su casa debe saber distinguir el lugar denominado un-poco-más-allá, sin lo cual anclaría tan extraviado como si no hubiera leído nunca —lo que no puedo creer— mi discreta obra “La Guía del Cojo en el Camino Recto de la Vida”.
Soy de un temperamento tan instructivo que no puedo dejar de informaros que todos los pueblos existentes —los inexistentes son malsanos— deben tener una estatua del inventor de los lados derecho e izquierdo y los de revés y anverso, distinción esta que solo los agujeros escurren. No me pregunten ahora el por qué los comisarios más abusivos siempre se abstuvieron de llevar presa a ninguna estatua, que viven en las plazas como los vagabundos, ostentando el mal ejemplo de su holgazanería. Aborrezco las estatuas: casi siempre son hombres con sobretodo griego, o amplia levita de mármol. Si absurdo suele ser el traje actual del varón, esos botones y trencillas de mármol, ese trozo gruesísimo de mármol que simula los faldones levantados levemente por la brisa, son intolerables, y todo para que un hombre esté allí asegurándonos con su mano y su boca que nos va a decir cosas elocuentes y no se le oye en todo el día.
Si uno fuera a hacerles caso, no penetraría en ninguna plaza, pues están a la entrada con el brazo tendido hacia mí (y demás personas). Dicho brazo grita: “Vete, detente”. No atienden recomendaciones aunque en vida no hacían otra cosa que pedir o dar empleos. Felizmente la naturaleza los ha dotado de la incapacidad de darse vuelta, y aprovechando un momento el gran sistema es entrar por el lado opuesto, apuntándose de camino un cafecito en el boliche de los “Tres Ángeles y Medio”, que hace tanto negocio a espaldas del grandioso personaje. Voy a cerrar aquí el paréntesis; es fácil volver a abrirlo.).
Un instante, querido lector: por ahora no escribo nada. Estoy callado para meditar acerca de un telegrama que leo en La Prensa y que me asegura no haber sido destruida por la explosión la ciudad próspera y antigua de Muchagente —Vielemenschen—, sino levemente dañada y tan poco que si hubiera explosiones de gigantescos arsenales que mejoraran las casas de las ciudades, esta sería una. Hace tres días la ciudad voló; a la tarde ya la mitad había reaparecido y con la otra mitad o dos mitades más que se encontraron intactas ayer, resulta que el ciento por ciento de las cuatro cuartas partes gozan del orden restablecido y hoy tiene más mitades que antes. Los muertos por la explosión tienen de nuevo donde vivir y creo que hasta hay dos casas más: quizás una para mí y otra para el corresponsal de los telegramas. Yo no voy a viajar fuera de mi domicilio para ir a una ciudad de gran explosión postergada, cuando en este momento me avisan que está servido el desayuno. Viajar: uno está expuesto a hablar idiomas que no sabe, por no estar callado en alemán, que tampoco lo sé hacer. Además recibí una notificación del Ministerio de Policía recomendándome no ir al país para no aumentar la disminución de alimentos que abunda en toda la nación. Yo iba a contestar al Ministerio interpelante que no podía reinar el hambre en Alemania porque como república que era —según se advertía por la orientación de las calles y la costumbre de que los habitantes de las casas las ocupen por dentro—, ninguna entidad puede reinar en ella.
Pero pido al lector ayude a no meterme en incidencias. A veces se pierde la vida en un incidente, siendo la vida útil y los incidentes inútiles. Mejor es seguir practicando la longevidad, como lo hago yo desde la niñez, porque si bien la muerte mejora la reputación de las personas…
Mas recuerdo que he suspendido el escribir hace ya mucho rato y si el lector se ha tenido cerca voy a explicarle lo que pasó con aquel golpe.
Recordará el lector que al empezar este libro me di un golpe y tomé la pluma para detallar que por efecto de él —como el suelo está al alcance de todas las personas, no fallará al lector ocasión de verificar la exactitud del síndrome a posteriori de un golpe—, podré decir con solemnidad: los signos premonitorios o semiológicos de haberse dado un golpe, son: tumefacción en la región receptora, gran número de espectadores que antes estaban ocupadísimos a varias cuadras de allí, tres vigilantes a pitadas alternantes… (Estos vigilantes no pueden arrestar a un golpeado sin traer mucha gente.) Pero me temo que estos paréntesis van a cansar al lector más aun que si se tratara de un libro consagrado como la Divina Comedia o el Paraíso Podado u otra obra bostezable como las quejumbres de Fray Luis de León o del constante inocente Leopardi… Sin embargo, estoy con León: hay que huirle a los voluminosos dorados y artesonados y buscarse asiento alejado donde le caigan a otro (me acuerdo cariñosamente del prójimo) o entrar en salones donde ya se hayan caído o en el que el artista haya esculpido en el piso las peligrosas cornisas. El suelo no cae encima: es el mejor adorno de una casa y por eso en la Antigüedad, tiempo de las cosas bien hechas, se colocaba un suelo a los edificios haciendo juego con el techo y en dirección opuesta, de manera que el que penetrara —los edificios no son impenetrables— en ellos, tenía el gusto de ignorar continuamente si había puesto los pies —el cojo Agesilao ponía un pie y una muleta, y se le perdonaba cojear porque se había hecho querer— en el cielo raso o en el piso. Esto ofrecía la ventaja, nadie me lo va a creer, de… Pero se me ha olvidado esta ventaja: debo haberla leído en algo que se ha escrito y en el afán de pasarle el libro a otro no he retenido bien el párrafo. Lo que es difícil de retener es al lector: ¿por dónde andará ahora? Uno, al menos y sin pretensión, necesito cada vez. Al principio lo había conseguido y no he sabido cuidarlo. Es inmodesto, y quizá le incomodará, haber topado con el único libro en que solamente el autor habla. En lo que precede puede haberme desconceptuado, pero las próximas páginas me acreditarán de escritor agradable, nada genial ni erudito y muy conocido.
(Escrito en una aldea donde la recienvenidez, de solo una vez, no se le saca uno nunca. En Buenos Aires, que estima inverosímil haber vivido hasta los treinta o cuarenta sin conocerla, por lo que hay que sacarse pronto la recienvenidez tardía, todo el primera vez llegado, que conoce en los semblantes el mal gusto del no haber nacido en ella, se apresura a dar una instruidísima conferencia sobre “La Argentina y los argentinos” tres días después de desembarcado. Esto da resultado; se comprende que conferencia tan pronta y con tal tema no es la colosal fatuidad y entrometimiento ignorante que suele sospecharse, sino la ansiedad por quitarse cuanto antes la pátina de recienvenidez. Ser “recienvenido” en Buenos Aires ni por un momento se perdona; es como insolencia).
(“Proa”, 1923)

El accidente del Recienvenido

—Me di contra la vereda.
—¿En defensa propia? —indagó el agente.
—No, en ofensa propia: yo mismo me he descargado la vereda en la frente.
—La cornisa de la vereda —apuntó un reportero— le cayó sobre el rostro a nivel de la tercera circunvolución izquierda, asiento de la palabra…
—Y del periodismo —insinuó el accidentado.
—Que ha recobrado en este momento. —Y sigue redactando el periodista:
—El artesonado de la acera…
—No se culpe a nadie, propongo…
—No, eso es para suicidarse.
—De mi pronta mejoría, quería decir. Ruego al señor reportero que figure algo en la noticia de “decúbito dorsal”.
—No hay necesidad: los operarios tipógrafos lo ponen siempre. O si no, ponen: “base del cráneo”.
—¿Se me dirá si me puedo levantar sin deslucir la noticia de un suicidio?
—¿Iban mal sus negocios?
—Nada de eso: la única dificultad ha sido el cordón de la vereda.
—¿Puedo anotar oposición de familia a su noviazgo?
Otro insiste en que había mediado agresión y le ruega aclare si se interponía “un viejo resentimiento”.
—Alguien, un desconocido desde mucho tiempo atrás para usted, avanzó resueltamente y desenfundando un cordón de la vereda Colt-Browing se lo disparó.
En fin, Recienvenido empieza a sulfurarse y los increpa:
—¡Yo estaba aquí antes que ustedes y mis informes son más anticipados! Voy a darles un resumen publicable:
“Yo caí: fui derribado por el golpe de la orilla de la vereda; sin embargo, no necesitaba ya serlo, pues mi cabeza salió a recibir el golpe yéndose al suelo.
“Caí; fue en ese momento que me encontré en el suelo. Ninguna persona había.
—¡Estaba yo!
—Y yo.
—Y yo —dicen los reporteros.
—Muy bien. No imaginando que hubieran tantas personas en torno mío que me precisaran, invertí unos minutos de desmayo en estarme quieto sin apresuramiento. Cuando desperté, me supuse o que había recibido parte de la vereda en la cabeza, o que había leído algún capítulo de Literatura Obligatoria del Mío Cid o el Cielo del Dante. Rodeado, en las cuatro direcciones de la instrucción pública, N. S. E. y O., por infinitas personas en número de setenta que habían abandonado importantes negocios para formarme un cinturón zoológico suburbano, se llamó a la Asistencia Pública para que me trajera un vaso de agua que nunca llegó.
—Retardo de la Asistencia Pública —anota un cronista.
—Algo de delirio —otro.
—¿Me permiten? —siguió Recienvenido—. No obstante la falta de horario, el accidente es la única cosa que yo nunca he visto desperdiciar; el agua caliente, el fuego, desperdiciamos con frecuencia, pero siempre alrededor de aquel he visto a muchas personas que están juntando al accidentado, rodeándolo para que no se filtre y desparrame, formando un círculo tan perfecto como perfecto es el centro de él formado por la persona más o menos completa en el momento que ha tomado el papel de accidentado.
1922

Conferencia no anunciada de Recienvenido
en el local de su accidente

Deseosos de ser “útiles a nosotros mismos y a nuestros semejantes”, para lo cual nos han educado gratuitamente, dejamos ¿en pos de alguien, de la “bella desconocida”? a Recienvenido, bregando en medio de la vía por levantarse de su accidente. Autores como somos de muchas autobiografías exactísimas, hemos experimentado que aparece de tanto en tanto en las narrativas algún momento literario en que el escritor debe dejar a su protagonista: ese instante sonó ahora, cuando todo nos impulsaba a consolarlo, demostrándole que no se había caído sino que, miradas desde una ambulancia de la Asistencia, las personas que se quejan y muestran desgarradas las ropas parecen caídas.
Irritábase por nuestro alejamiento y la concurrencia de gran público que, llegado seguramente de otro punto, arribó no obstante tan pronto como si la ambulancia lo trajera por previsión gubernamental junto con los auxilios en vista de la morosidad del público no oficial, o como si existieran destacamentos de público apostados distributivamente en las proximidades de los lugares para accidentes, que acudirían en un instante a curar con su presencia a la persona que al final de una caída es atropellada por el sucio. La rapidez con que se improvisa una concurrencia en redor de un asesinado, robado o derribado, evidencia el esfuerzo de amor propio con que la población quisiera demostrarse superior en ligereza de piernas a la víctima.
En una caída de tres metros el piso llega demasiado tarde y daría tiempo al público para llegar antes del accidente, que es lo que merece una ciudad como Buenos Aires, pues es descrédito para una metrópoli de canillitas y futbolistas que cualquier común accidentado los supere en agilidad y llegue siempre al lugar antes.
Tal lo dijo en su exordio, en aquella ocasión de conferencista, Recienvenido, irritado por su desastre y tratando de humillar a la gente que se había agolpado a mirarlo.
Disertó así: “Deberes y Responsabilidades de un Público de Accidentes:
“Si os proclamáis habitantes de la ciudad que no solo vende más diarios sino que gracias a sus raudos canillitas los vende más pronto, y del mejor fútbol del mundo, no os hagáis nunca esperar de un accidentado y penetraos de que el modo de no llegar tarde será llegar antes del suceso. Esforzaos, por lo menos, en ser un público de las caídas que llegue antes que el suelo.
“Inmediatamente, vosotros que lo esperáis le diréis, lisonjeándolo merecidamente:
“—Crea usted, señor, que es la única persona que ha conseguido quebrarse una pierna en el metro cuadrado donde usted está. Muchos lo han intentado y nos han hecho esperar repetidamente, sin conseguirlo.
“Es admirable cómo de una vereda tan baja, en un suelo tan escaso y con una pierna tan pequeña, habéis conseguido una cojera tan completa y durable.
“Además, vuestro accidente tiene el mérito de que se ven claramente todos los elementos causales del suceso; tan pronto como os avistamos percibimos que el motivo ocasional de vuestra caída tenía que haber sido el hecho de haber, durante vuestro sueño de la pasada noche, soñado con bananas enteras; y como los sueños se realizan por mitad, ahora habéis caminado solo sobre las cáscaras.
“Añadiremos, para no haceros esperar más como conferencista y finalizando con un consuelo, que recientemente comprobamos que los públicos de accidente también se caen. Estábamos presenciando un desfile militar, desde las localidades altas de un gran árbol, cuando este se viene abajo, porque resultó que lo que creíamos ombú había sido una planta de espárragos crecida morbosamente pero débil no obstante su magnitud.
“—‘Os escuchamos respetuosamente’ —finalizaréis diciendo, y yo tomaré entonces la palabra.
“Me habéis halagado, alegrado tanto con lo que os atribuyo haberme ...

Índice

  1. —PAPELES DE RECIENVENIDO