Poesía y crisis
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Poesía y crisis

ensayos sobre la crisis de la poesÌa como topos de la modernidad

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Poesía y crisis

ensayos sobre la crisis de la poesÌa como topos de la modernidad

Descripción del libro

Desde hace mucho tiempo, tal vez desde su nacimiento, y tal vez por no saberse cuándo ni dónde se dio ese nacimiento, la poesía está en crisis, viviendo en una eterna y nunca concluida decadencia. Cuando no definitivamente muerta. Como Borges, cuando irónica y lúcidamente dice que para todo escritor, siempre, la suya es la peor de las épocas, podemos reconocer en esos diagnósticos de la crisis o de la muerte de la poesía que aparecen tanto en la crítica literaria como en boca de los propios poetas, más que una constatación, un síntoma: un síntoma de la forma en que la poesía se piensa, o se trabaja, a sí misma. Poesía y crisis, de Marcos Siscar -profesor de teoría literaria, poeta y traductor-, parece asumir como tarea evidenciar la paradoja de esa crisis, recorriendo un gran espectro de textos para ver las diversas modulaciones que en diferentes momentos y en diferentes lugares asumió esa crisis.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789500532266

PRESENTACIÓN

La trayectoria que este libro recorre pretende poner de relieve autores y problemas importantes para la formulación de aquello que aún hoy llamamos, de manera heterogénea y con sentidos contradictorios, “modernidad”. La noción que, como se sabe, adquirió notoriedad con el uso que de ella hace Baudelaire, está en juego de manera decisiva en autores franceses, pero también tiene peso en el desarrollo de la poesía brasileña, especialmente en la del siglo XX y en la contemporánea, aún cuando sus problemáticas sean reelaboradas hoy –a veces con cierta imprecisión– por medio de la designación alternativa de “postmodernidad”.
De Baudelaire al Concretismo brasileño y más allá, la poesía experimenta una notoria y compleja metamorfosis, rica en rupturas y desplazamientos, que no deja de relacionarse con las transformaciones del discurso de las ciencias humanas. Tal como el marxismo, el psicoanálisis o la crítica filosófica, el discurso poético moderno cuestiona aspectos fundadores de su sentido, estableciendo un punto de vista particular sobre los nuevos desafíos de la cultura y sobre los límites del propio humanismo. Considerada por algunos como declinante y crepuscular, por medio de una eventual comparación con la popularidad de la lírica romántica, la poesía tiene un papel activo en la constitución de nuestra relación con el lenguaje y, sin duda alguna, de nuestra relación con la realidad.
La reivindicación de una perspectiva singular, traducida como aspiración a una “autonomía” dicha estética, designa, en ese sentido, mucho menos el síntoma de un escapismo social del poeta, como normalmente se la interpreta, que un resultado discursivo en el que se explicita (o se dramatiza, esto es, se da a entender, a través de los recursos de la retórica y del pathos) cierto saber sobre lo real –un saber que frecuentemente pone en primer plano la violencia de la exclusión y el sentido de sus fines. En otras palabras, la autonomía deseada por la poesía no es lo que la aislaría de la realidad intolerable, sino lo que de hecho le provee los recursos para cargar o soportar las paradojas de su inscripción en la realidad, atribuyéndole la condición de discurso histórico que denuncia, incluso, las ficciones paradisíacas de la cultura como una identidad entre forma y experiencia. En ese sentido, el discurso poético aspira al gesto dilemático por el que hasta sería posible iluminar el sentido de otros campos y discursos sociales, reconociendo en ellos las estrategias políticas implícitas de manipulación, eufemización o desdramatización del lenguaje.
Es en ese contexto que el lector, habituado a identificar la trayectoria de la poesía moderna con la (continua e infinita) historia de su decadencia, puede entender un poco mejor la particularidad del tema y de la estructura de la “crisis”. Reivindicada en tono desilusionado o reciclada como estrategia de entusiasmo renovador, la crisis es uno de los elementos fundadores de nuestra visión de la experiencia moderna. El discurso poético es aquel que no solo siente el impacto de esa crisis, que no solo deja de leer en su cuerpo las marcas de la violencia característica de la época, sino que, a partir de esas marcas, nombra la crisis –la indica, la dramatiza como sentido de lo contemporáneo.
Las evidencias del malestar son corrientes y la retórica apocalíptica es uno de los modos más conocidos de realizar esa compleja dramatización del presente, que perturba constantemente la estabilidad de la remisión a la tradición o a la instancia de “futuro”. La profecía del fin del mundo, en Baudelaire por ejemplo, es una manera irónica de constatar el desastre del presente; la “crisis de verso”, en Mallarmé, un dispositivo que pone en juego la tarea “antropológica” de la poesía; el “odio” a la época contemporánea, un modo de establecer el sentido de la maldición, en Verlaine; la mezcla de violencia y melancolía en relación a las ruinas, el dispositivo básico de la destrucción vanguardista. Al transitar por esa historia de poco más de un siglo y medio, nos deparamos con numerosos profetas de los escombros y reyes sin reino. Vacilamos entre los lamentos con fuerza crítica y las estrategias de gerenciamiento de bienes y políticas culturales. O sea, convivimos con variados discursos de la crisis que, dependiendo del caso, oscilan entre la política cultural y el movimiento po-ético (poéthique) del “cambiarse en su pérdida” (se changer en sa perte), según la expresión de Michel Deguy.
Así, si los ejemplos son variados, la configuración del discurso de la crisis es profundamente ambivalente. A pesar del atajo crítico que pretende denunciar como “contradicción” la paradoja formalizada por el poema, me interesa reconocer que el topos de la crisis comporta un modo de comprensión de lo real que toma una forma históricamente singular dentro del discurso poético y que tiene un papel, por así decirlo, fundador. O sea, cuando hablamos de crisis, en poesía, no hablamos exactamente de un colapso de orden factual, sino más precisamente de la emergencia de un punto de vista sobre el lugar en donde nos encontramos, sobre nuestras condiciones de “comunidad”. Profanadora y “sacrificial”, distante del lugar común nefelibata al que es sometida por algunos discursos de las ciencias humanas, la poesía nombra el desajuste sin huir de sus contradicciones, al contrario, haciendo de esas contradicciones al mismo tiempo el elemento en el que se realiza y en el que naufraga cualquier posibilidad de nombrar. Si hay un heroísmo poético moderno, no es meramente nostálgico, o mesiánico, pero tampoco simplemente programático, dialéctico o experimental.
Identificado en poemas, pero igualmente en textos híbridos, incluso en textos críticos, el discurso de la crisis se reconoce decisivamente en la esfera del juicio, de la decisión que, como se sabe, también está en el radical griego crisis. Contrariamente a observaciones corrientes, asumidas como punto de partida por importantes historiadores y filósofos de la literatura, aún en momentos considerados como los menos comprometidos con el transcurso histórico –como el del “hermetismo”, o el de la “torre de marfil”–, no creo que se pueda decir que la poesía le da la espalda a la realidad. La irritación o el ahogo de las idealidades del azur no son consecuencia de una supuesta abstención, como tal vez se podría decir de la solución que, abusando de la simplificación histórica, llamaríamos “romántica”. Al contrario, tales irritaciones forman parte del sentido que el poeta atribuye a su situación. La poesía carga, así, su capacidad de formalización del malestar, o sea, una peculiaridad crítica.
La filosofía política marxista se habituó a discutir el concepto de crisis vinculándolo a las contradicciones del sistema productivo. La crisis sería inherente al proceso de desarrollo del sistema, señalaría sus impases y revelaría sus estrategias. Y, de hecho, es necesario recordar que, si poner las crisis en evidencia es un modo de hacer tambalear la violencia constitutiva de tal sistema, al denunciar su modo de individuación estadístico y competitivo, tal dispositivo puede muchas veces ejercer también la función opuesta, de ajuste basado en la destrucción y en la substitución continuas de ciertas camadas de la cultura. Identificar y comprender esa ambivalencia nos permite tener una mayor claridad en cuanto a los diferentes modos de tratar la crisis histórica que implica a la cultura y a la poesía, decisivamente. Entre tanto, esa distinción higiénica no nos ofrece todos los elementos para comprender el sentido poético de la crisis. Crisis que es también una interpretación de la historia (una “filosofía” de la historia, podríamos decir), aunque no deje de ser histórica; y que no deja de constituir un conflicto (algo menos, o algo más, que un colapso), aunque no sea de naturaleza propiamente o puramente factual, independiente de la formalización de su sentido.
Lo que podríamos llamar formalización poética de la crisis no se separa de la necesidad y de la dificultad de la “herencia”. Justamente por el hecho de acoger la contradicción como elemento estructurador del discurso, la crisis en poesía no solo produce el calificativo de la situación en que vivimos, del lugar desolado en que vivimos, sino también, por los mecanismos que explicitan la violencia de los acontecimientos, nos ofrece la experiencia material y conflictiva de aquello que significa el tener lugar histórico. Por esa razón, al contrario de una poesía que colocaría los pies en las nubes de su condición postmoderna o postvanguardista, finalmente desvinculada de los puntos de referencia de la tradición, los acontecimientos que reconocemos en lo contemporáneo no dejan de ser la manifestación de los impases que han caracterizado históricamente los movimientos tectónicos de la poesía. Y que hicieron que se desarrollara, hasta nuestros días, con formas, funciones y públicos variados.
De allí el interés, pero también la limitación de las verificaciones históricas o sociológicas de la crisis, que constituyen un género antiguo, pero que brotan con fuerza en los tiempos que corren. Si el discurso apocalíptico aplicado a la poesía puede tener más de un sentido, parece que la tradición moderna, aún en momentos considerados como los más “conservadores” desde un punto de vista social (el llamado “esteticismo”), también carga razones de ambivalencia, apuntando hacia otro uso de la noción de crisis, que me gustaría destacar aquí, en el cruce entre el sentido de la crisis y el gesto de crisis. Algo de esa ambivalencia, que frecuentemente toma la forma angustiada o eufórica de la tensión o de la contradicción performativa, está en juego en la poesía, en ese gesto artístico para el que la herencia debe ser, ininterrumpidamente, conquistada, reconfigurada.
Si las preocupaciones políticas de la crítica literaria del siglo pasado se sustentan en distinciones subyacentes, pero no menos decisivas, en relación al modo más o menos atento con que la poesía se inserta en la historia, cabría hoy, con urgencia, entender los diferentes dispositivos por los que el discurso poético ha comprendido su capacidad de heredar la crisis. O sea, el modo como viene, desde muy temprano, nombrando lo real y construido esa historia.
Campinas, abril 2010.

El discurso de la crisis

El discurso de la crisis y la democracia POR VENIR

Actualidad de la crisis

Una de las cuestiones decisivas de los estudios literarios, frecuentemente dejada al margen, es el problema de la “pérdida de prestigio” de su objeto –la literatura–, que estaría, según los términos del debate actual, definitivamente rendida al mercado o, dependiendo de la orientación del crítico, en “decadencia”, definitivamente incapaz de insertarse en él. Esta situación (designada como crisis, agotamiento, pobreza, desvalorización, pérdida de las ilusiones, pérdida del rumbo, de la centralidad) es un topos largamente explotado por el periodismo, pero también por la universidad, que ha multiplicado en los últimos años sus señales de alerta, cuando no sus “despedidas” a la literatura 1. Se trata de una tesis sobre el tiempo presente que, si por un lado puede ser asimilada paradójicamente al propio funcionamiento de la instituciones en lo que ellas tienen de más conservador, por otro lado, ayuda a propagar un sentimiento gracias al cual la literatura es vista con desconfianza y, en ciertas situaciones, se podría decir, en la posición de culpable de un malestar cultural mucho más abarcador. A pesar del carácter polémico, la cuestión es tratada de modo relativamente ligero, permaneciendo en el campo intuitivo de la evaluación de los “clima de época” o de la tendencia crítica del analista.
¿En qué consistiría ese malestar de la literatura en el que la teoría se apoya o que la teoría denuncia? Para entender la cuestión en toda su extensión es preciso dejar de tratarla únicamente como presupuesto del discurso, como un estado de hecho de la cultura o de la literatura. O sea, sería necesario negociar con otros tipos de análisis, apelar a otros tipos de evidencia mucho menos disfóricos, que forman parte del escenario discursivo sobre lo contemporáneo y que reinstalan el tema en otra perspectiva, la de la “interpretación”. Eso evitaría el anquilosamiento del discurso intelectual en su limitación a una evidencia de los hechos, o lo obligaría a justificar el crédito a veces ilimitado que le concede a esa evidencia. Por otro lado, es importante recordar que la extensión de la cuestión de la crisis no es apenas un “estado” de cosas, sino que incluye también un recorrido histórico y un sentido cultural que deben ser considerados. Por fin, la proposición de la crisis no depende apenas de una verificación externa al campo del discurso literario, que le conferiría valor y sentido, sino que forma parte de su propia constitución moderna, del modo en que dialoga con los otros discursos.
¿El pathos de la crisis puede tornarse una cuestión relevante para la teoría literaria? Difícilmente, si creemos que su tarea no es la de formular evaluaciones en relación al grado de penetración de la literatura en la cultura. Incluso por ello, a pesar de la retórica bombástica del anuncio, tal evaluación suele tener un detallamiento tímido y raramente se evidencia como tesis crítica. Por el contrario, aparece normalmente en tono de complicidad, por medio de una conjetura supuestamente compartida, como telón de fondo para otras operaciones del discurso. La alternativa que disponemos para un tratamiento que nos acerque a la cuestión se presenta, frecuentemente, menos como una sociología de la cultura que como una estadística de los productos culturales. Me refiero a la insistente elaboración de investigaciones basadas en estadísticas y dirigidas al gran público, y que, generalmente limitadas por una precaución “metodológica”, en rigor, dejan de enfrentar la dificultad de los datos objetivos, mucho más complejos de lo que se piensa y no raramente contradictorios: venta de libros, producción editorial a lo largo de la historia, flujo de traducciones, uso de bibliotecas, circulación de libros usados, variedad de soportes de texto (libros, revistas especializadas, prensa escrita), tipos de usos de la literatura (en la educación, en diversas artes), además, claro está, del fenómeno de Internet, esa gigantesca biblioteca, que ha sido considerada también como un laboratorio de creación artística. 2 No hay cómo no pensar que las actuales investigaciones en el área, por su incompletud y por el secreto a voces que finalmente acaban “revelando”, valiéndose de la legitimidad conferida por los números, apenas inflacionan una situación discursiva en la cual varios tipos de intereses permanecen silenciados.
A pesar de la relativa fragilidad de estos argumentos, el espacio que se les da no deja de fundamentar públicamente un movimiento unidireccional de las relaciones entre la circulación del libro y la política de publicación de las editoras; entre la vida intelectual y los suplementos de los diarios; entre el peso social de la literatura y las transformaciones sufridas por las políticas educacionales (grillas curriculares, contenido de exámenes de ingreso universitario). Como si las instituciones que interactúan con la literatura fuesen apenas receptoras pasivas de un fenómeno supuestamente definido y ...

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