Lazos de familia, publicado originalmente en 1960, es el primer libro de cuentos de Clarice Lispector y es el libro con el que, quizás, se empieza a afianzar la idea de que estamos, ya no ante una escritora capaz de innovar y sorprender de un modo esporádico sino más bien ante una obra literaria. Es decir, con este volumen de cuentos podemos empezar a establecer un hilo tanto retrospectivo –con algunas preocupaciones que ya existían en obras anteriores, como en Cerca del corazón salvaje (1944)–, como prospectivo, con ciertos temas y con un estilo que persistirán en su literatura, permitiéndonos afirmar una coherencia, una continuidad y el peso de una obra. Pero además de establecer un diálogo hacia adelante y hacia atrás con otros de sus textos, entre los trece cuentos que conforman el volumen, existe –a pesar de la heterogeneidad de temas que recorren– un aire de familia, un lazo que los une. Luz Horne
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Desfamiliarizar los lazos: la escritura estrábica de Clarice Lispector
Por Luz Horne*
Felizmente nunca precisava rir de fato quando tinha vontade de rir: seus olhos tomavam uma expressão esperta e contida, tornavam-se mais estrábicos –e o riso saía pelos olhos.
O que te digo deve ser lido rápidamente como quando se olha.
Lazos de familia, publicado originalmente en 1960, recoge algunos de los cuentos que ya habían sido publicados en 1952 bajo el título Alguns contos y es el libro de Clarice Lispector con el que, quizás, se empieza a afianzar la idea de que estamos, ya no ante una escritora capaz de innovar y sorprender de un modo esporádico, sino más bien ante una obra literaria. Es decir, con este volumen de cuentos podemos empezar a establecer un hilo tanto retrospectivo –con algunas preocupaciones que ya existían en obras anteriores, como en Cerca del corazón salvaje (1944)– como prospectivo, con ciertos temas y con un estilo que persistirán en su literatura, permitiéndonos afirmar una coherencia, una continuidad y el peso de una obra. Pero además de establecer un diálogo hacia adelante y hacia atrás con otros de sus textos, entre los trece cuentos que conforman el volumen, existe –a pesar de la heterogeneidad de temas que recorren– un aire de familia, un lazo que los une. Detrás de diferentes historias aparentemente cotidianas, sin tramas ni intrigas demasiado complicadas, en las que se relatan las minucias de la vida familiar y social de una clase media-alta urbana brasileña, diversos personajes atraviesan ciertas experiencias que varían en sus matices, pero que tienen un punto en común: la recuperación de un lazo primario, familiar, íntimo y afectivo que –de repente– se vuelve extraño y ajeno, se desfamiliariza. En casi todos los cuentos, las protagonistas –en su gran mayoría mujeres– viven algún tipo de experiencia que, a pesar de que en muchos de los casos no parece salirse demasiado de lo común, se vuelve extraordinaria: una caída, un encuentro casual, una borrachera, un desengaño amoroso, el encuentro con un animal o con un ser humano diminuto, un asalto sexual, un accidente de auto, un delirio o una reunión de cumpleaños familiar –por sintetizar de alguna manera sucinta el espectro de circunstancias que llevan a los personajes de estos cuentos a ver el mundo con otros ojos. Se trata de un cambio perceptivo que tiene el poder de trastocar los presupuestos y las bases de la vida misma y que, por lo tanto, da vuelta aquello que era familiar y propio para mostrar su revés y revelar su faz ajena, rara, singular e inesperada. Los cuentos parecen preguntarse: ¿qué pasa cuando algo irrumpe en nuestras vidas y nos vemos a nosotros mismos –aunque sea por un instante– como a través de un filtro? ¿Qué sucede cuando hay algo del mundo externo, corporal, material u objetivo que roza lo íntimo y nos arroja a la intemperie, ofreciéndonos la posibilidad de mirarnos desde afuera?
En el cuento que le da nombre al libro, una mujer adulta con ojos estrábicos acompaña a su madre a la estación de tren. La madre vuelve a su ciudad después de haber pasado una temporada en la casa de la hija. Ambas van sentadas en el asiento trasero de un taxi cuando este frena violentamente, haciendo que una de las mujeres caiga sobre la otra y que se produzca un roce inesperado, algo que en el cuento se nombra como “una intimidad de cuerpo hace mucho tiempo olvidada, que venía del tiempo en que se tiene padre y madre”. Este lazo parental primario que une a ambas mujeres y que se recuerda fugazmente a través de un contacto corporal, resulta, sin embargo, incómodo. Una incomodidad que acaso provenga de que es un lazo que, en el mismo acto de afirmarse, también se niega. Es decir, cuando se tocan y regresan a esa intimidad primaria, se pone de manifiesto que –a pesar de que sean madre e hija y a pesar de que una haya salido del cuerpo de la otra– ese cordón se ha cortado, el lazo ya no existe de la misma manera. Una distancia que queda expuesta como un agujero de lenguaje, como algo que se quiere decir y no se puede. Madre e hija no encuentran tema de conversación: “después del choque en el taxi y después de acomodarse, no tenían de qué hablar, ¿por qué no llegaban pronto a la estación?”. En el apuro por llegar y por terminar de despegarse; y en el encierro y la proximidad corporal del taxi, que vuelve aún más clara la distancia, surge un lazo familiar y primario que inquieta. Es algo pegajoso, algo que afecta como si viniera desde afuera, pero que en realidad viene de adentro. O al revés, que afecta como si viniera de adentro, pero que viene de afuera. En lugar de hablar de eso que está presente entre ambas y que no hace más que insistir como cercanía y como distancia, la madre se pregunta –y le pregunta repetidamente a la hija– si se habrá olvidado de algo. Mientras, la hija llega al núcleo de lo que quiere decir y, sin embargo, no dice: preguntarle a la madre si había sido feliz con el padre y afirmar algo así como “yo soy tu hija, vos sos mi madre”; una pregunta que roza el placer sexual como origen de la vida y que transforma la incomodidad en dolor:
Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de la responsabilidad le dio a la boca un gusto a sangre. Como si “madre e hija” fuesen vida y repugnancia. No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era eso.
Sin embargo, ambas mujeres no hacen más que acercarse a este núcleo evitándolo, rodeándolo con una conversación casual y banal que insiste en preguntar disimulada y sintomáticamente: “¿Me habré olvidado algo?” Así, no dejan de no decirlo, aludiendo a ese hueco de un modo oblicuo, a través de una risa que a la protagonista no le sale por la boca como a cualquier persona, sino que le sale por los ojos, desviada y estrábica junto a su mirada.
El contacto corporal con un lazo primario abre, para los personajes de estos relatos, un sitio de libertad y un permiso para atrapar el presente sin que importen las consecuencias; una temporalidad fugaz que interrumpe el tiempo continuo y previsible y que, en los textos más tardíos de Lispector, aparecerá bajo el concepto de “instante ya”. La mujer de este cuento, al llegar a su casa después de dejar a su madre en la estación, toma a su propio hijo de la mano y, ante la sorpresa del marido, sale con el niño a la calle en un gesto de independencia. En la escena final, el marido mira a su familia desde la ventana y se pregunta por la opresión del amor maternal y por el misterio de la transmisión de la herencia:
En qué momento sucede que la madre, apretando un chico, le daba esta prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre. Más adelante su hijo, ya hombre, solo, estaría de pie frente a esta misma ventana, golpeando los dedos sobre estos vidrios; preso. Obligado a responderle a un muerto. Quién podría saber alguna vez en qué momento la madre transferiría al hijo la herencia. Y con qué placer sombrío.
Esta distancia espacial y reflexiva del hombre con respecto a su propia familia –una mirada desde arriba– lo lleva a verla de otro modo. En una escena que la literatura pareciera casi como copiar del cine, el hombre mira por la ventana y la imagen que ve le llega como filtrada. Ve las siluetas de su propia mujer y de su hijo deformadas, extrañas y hasta monstruosas: “Vistas desde arriba, las dos figuras perdían la perspectiva familiar, parecían achatadas en el suelo y más oscuras a la luz del mar”.
El recuerdo de un lazo primario perteneciente a un tiempo anterior y olvidado también aparece en el cuento Amor. Ana, una mujer de mediana edad, casada y con hijos, va en un tranvía por las calles de Río de Janeiro con la bolsa de las compras en la falda. De repente, ve a un ciego mascando chicle y esto le produce tal impacto, que el paquete con las compras cae al suelo y los huevos se rompen. Un líquido viscoso se cuela por entre los hilos del bolso de red que Ana lleva en su falda y que ella misma había tejido. Con los huevos rotos, el bolso ya no brinda el sostén que debía tener y el tejido –junto al resto de las tareas del hogar con las que Ana había encauzado un deseo artístico de juventud– pierde su sentido, se desarma y se deshilacha, poniendo también en cuestión la vida estable, matrimonial y familiar de Ana: “La red había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en la falda”. Pero en los hilos de la red del bolso hay también un lenguaje, un sentido que se rompe y que excede al objeto mismo: todo el mundo de Ana comienza a tambalear y lo que le ocurre no se puede nombrar más que como “una extraña música”. El incidente con el ciego y la caída le recuerdan a Ana una época distante y ella vuelve a sentir ese deseo antiguo, joven y libre que había encauzado en una domesticidad matrimonial y familiar pero que, después de lo sucedido, ya no tiene soporte: el huevo derramado fuera de la cáscara y de la red que lo contenía la lleva a bajarse del tranvía y a cambiar su recorrido –a improvisar libremente– para dirigirse al Jardín Botánico y sentarse a pensar, a observar la naturaleza y a mirar su vida desde otro sitio; desde el afuera que brinda una temporalidad otra.
En todos estos incidentes que viven las protagonistas de Lazos de familia, se repite un impacto con algo exterior e íntimo al mismo tiempo; algo viscoso y pegajoso que se representa en el huevo y que en los textos posteriores de Lispector volverá a través de imágenes como la placenta y las ostras. Esto aparece, incluso, encarnado en personajes enteros que se ubican en un umbral entre lo objetivo y lo subjetivo. Como Macabea, la protagonista de la novela La hora de la estrella, cuyo ser representa en sí mismo una potencia similar a la que traen las experiencias de las protagonistas de Lazos de familia; una potencia que desestabiliza la división entre el adentro y el afuera, entre lo que es mental y lo que es corporal, entre lo que es íntimo y lo que es público, entre lo que es familiar y lo que es extraño, entre lo que es placentero y doloroso, bello y repugnante; pero también –en un movimiento que se volverá cada vez más pronunciado en la obra de Lispector– entre una escritura literaria y una que desafía constantemente las taxonomías y que agujerea la autonomía de la literatura. Se trata de una suerte de materialidad que cobra vida; o –al revés– de una vida que cobra densidad material, pero que, en todo caso, nos ayuda a pensar en otros modos de definir los límites entre las cosas, las personas y las palabras y, por lo tanto, nos abre el camino para poner en cuestión aquello que nos une y nos separa del mundo, de la naturaleza y de los otros seres con los que nos relacionamos.
El encuentro con este trozo neutro que remite a un fondo primario de lo viviente, va tomando diferentes formas en los cuentos del libro. “Una gallina” relata la huida del ave por los techos de un pueblo. Acorralada y a punto de ser sacrificada para la cena, la gallina pone un huevo y la familia decide salvarla y adoptarla como mascota. Así, ella salva su propia vida porque genera vida. En todos los cuentos, este vínculo primario con lo viviente –al que se regresa con la imagen del huevo– coloca en el centro la pregunta por el misterio que implica su transmisión y, por lo tanto, vuelve repetidamente sobre la figura de la madre. Los relatos tiran de ese hilo e insisten: ¿de qué modo se transmite eso de lo familiar en lo que nos reconocemos como casi iguales a nuestros antepasados pero en lo que también percibimos una pequeña diferencia?; ¿cómo sucede que, en ese pasaje, se transforman algunos rasgos mientras otros pasan casi intactos?; ¿qué aprendizajes recibimos de ese lazo amoroso primario como para que querramos continuarlo o, por lo contrario, interrumpirlo en nuestras propias descendencias?; ¿se puede acaso elegir?
En el cuento “Feliz cumpleaños”, una señora mayor cumple años y su numerosa familia –su hija, sus hijos, sus nueras y sus nietos– se reúnen a tomar el té y a festejar. A partir de la ambigüedad del vínculo de la única hija mujer con la madre –cruel y cuidadoso a la vez– se van tejiendo las miserias de las relaciones entre hermanos y hermanas: competencias, rivalidades y culpas que se manifiestan finalmente como un interés mezquino por la herencia de “la madre de todos”; una suerte de madre universal o simbólica que muestra cruelmente y sin represión su profundo desprecio por la mediocridad de sus hijos. Pero el relato va más allá del tema de la avaricia y del interés prosaico por una herencia material –representada en la torta de cumpleaños–, pues en un momento de la tarde, una de las nueras siente el latigazo de esa otra herencia, en apariencia menos tangible pero quizás más punzante. Ella mira a la suegra y, por un brevísimo instante en el que dura la verdad, logra ver en ella algo más que una vieja: por detrás de su decrepitud, vislumbra las marcas de un tiempo anterior; ve su juventud y la mujer que ella fue. El paso de la vida y la cercanía con la muerte se vuelve hacia sí misma como un boomerang e irrumpe como deseo de atrapar su libertad. De nuevo, el carpe diem:
Es necesario que se sepa. Es necesario que se sepa. Que la vida es corta. Que la vida es corta. Sin embargo, nunca más lo repitió. Porque la verdad era como un relámpago (…) Y miró una vez más hacia atrás implorando a la vejez aún una señal de que una mujer debe, en un ímpetu desgarrado, finalmente aferrar su última oportunidad y vivir.
Así, este relámpago que llega como una verdad, da paso a un cambio de mirada y a un desprendimiento, abre el mundo a una perspectiva conocida y novedosa, repugnante y atractiva a la vez; algo que –como decía uno de los títulos del manuscrito de la primera versión de la novela Agua viva– parece estar “detrás del pensamiento”; algo que se actualiza como una materialidad de lenguaje sin significado y que resuena por su luminosidad, por su color o por su puro sonido. Tal como sucede con la mujer del cuento “El búfalo,” quien va al zoológico a la procura de una emoción que cree poder sentir al ver a los animales. Quiere aprender a odiar para dejar de amar. Quiere curarse de un desengaño amoroso. Ella encuentra en la mirada del búfalo esa intemperie, esa ajenidad que le devuelve su propia emoción en forma de blancura y de zumbido interior: “Algo blanco se había esparcido dentro suyo; algo blanco como el papel, débil como el papel, intenso como una blancura. La muerte zumbaba en sus oídos”.
El ruido –acaso un eco rulfiano– también aparece en otros cuentos como modo de nombrar aquello que no encuentra palabras. En “Preciosura”, por ejemplo, el ruido de los zapatos al caminar es lo único que puede nombrar ese momento ambiguo e impreciso en el que una niña pasa a ser vista como mujer. Se trata de la historia de una chica de quince años que todos los días, al caminar al colegio, procura que su andar sea silencioso y que pase desapercibido ante las miradas libidinosas de los hombres en la calle. Pero en un amanecer que sale unos minutos más temprano que de costumbre, dos hombres la agarran en la calle y la manosean en plena vía pública. Todo lo que rodea a esa experiencia se percibe a través del ruido de los zapatos de la chica –que la delatan y la dejan expuesta– y el de los zapatos de los hombres acercándose y luego alejándose de ella. Pero además, el ruido de los tacos de madera es lo que dirime su condición de mujer, ya que al pedirles a sus padres unos zapatos “más silenciosos,” argumentando que una mujer no puede hacer tanto ruido al caminar, ellos le niegan que ella fuera –todavía– una mujer. El silencio y la vergüenza que conserva la chica frente a su familia –el secreto guardado sobre la experiencia traumática del asalto sexual– contrasta con lo único de eso que puede transformarse en discurso, en una escritura del ruido.
Lazos de familia vuelve una y otra vez a buscar los modos de nombrar eso que escapa a un sostén simbólico y que es sin embargo lenguaje; eso que no tiene un sitio preciso y se escurre como un huevo sin cáscara; eso que desestabiliza la ley social, familiar y moral pero que también hace tambalear –kafkianamente– una ley sintáctica. El cuento en el que esta vacilación alcanza un punto cúlmine es quizás “La mujer más pequeña del mundo,” que también tiene como protagonista a una madre, acaso la más monstruosa de todas. A modo de parodia de un relato antropológico, el cuento trae la historia de un explorador que descubre –en el corazón de África– la tribu de seres humanos más pequeños del mundo y, dentro de ella, a la mujer más pequeña de la tribu, la cual –a su vez– está embarazada; es decir, que abriga en su interior el germen de ser humano más pequeño del mundo: “un hijo mínimo”. Como si fuera una caja china que encierra cada vez algo más inesperado dentro de sí misma –y como dice el narrador: “obedeciendo tal vez a la necesidad que a veces tiene la Naturaleza de excederse a sí misma”– este cuento nos lleva al extremo y al exceso de lo que todos los cuentos buscan: a lo más parecido y familiar –un ser humano como cualquiera de nosotros– y, al mismo tiempo, a la alteridad más radical, a lo más raro y exquisito que pueda jamás existir.
Fue así, pues, como el explorador descubrió, toda de pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió porque ni siquiera una esmeralda es algo tan raro. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo ha puesto los ojos sobre tanta extraña gracia. Allí había una mujer que ni la glotonería del más fino sueño jamás habría podido imaginar.
Con un cambio de escala, la imagen de la madre se vuelve en sí misma monstruosa para salirse esta vez de los límites de la figura parental y provocar –estirando el concepto de familia– una vacilación en los bordes mismos de lo humano. Con la madre de este cuento, las taxonomías explotan y la literatura de Lispector se desplaza de ese territorio en el que la intimidad parece remitir únicamente a la psicología de un sujeto individual y a la novela familiar –y desde el cual muchas veces se la lee–, para zambullirse en el corazón de lo político; o, más bien, para revelar la politicidad que alberga la vida misma y, por lo tanto, los lazos íntimos que nos unen a ella –en la novela Agua viva lo volverá a retomar: “No quiero ser biográfica, quiero ser bio”. Con la madre de este cuento, ya no solo se ponen en cuestión los lazos de familia, –entendiendo el concepto de familia como núcleo de la sociedad burguesa– sino que se resquebrajan los bordes de esa otra familia más amplia; los bordes de aquello que solemos llamar humanidad. Lo que se desfamiliariza con la madre de este cuento es el lazo que nos une en tanto especie.
El explorador saca una foto de la mujer embarazada más pequeña del mundo, una foto que se reproduce en el diario en tamaño natural, es decir, en una perfecta coincidencia mimética que simula la posibilidad de traer este “trofeo” a cada una de las casas de los lectores. “¿Cómo es posible que Dios haya permitido la existencia de un ser humano tan negro y tan pequeño? ¿No es acaso una cosa, algo animal, un ente material y objetivo?”, parecen preguntarse estos lectores mientras experimentan dif...