Por
Mario Cámara
La brevedad y aparente simplicidad de Agua viva nos impide sospechar su trabajoso recorrido hasta convertirse en libro. Una primera versión, titulada Detrás del pensamiento: Monólogo con la vida, ya estaba completa el 12 de julio de 1971. Un año después el libro había vuelto a cambiar de nombre, se llamaba Objeto gritante y era todavía más voluminoso que su primera versión, unas 185 páginas. 1 Finalmente, Agua viva, tal como la conocemos, fue publicada en agosto de 1973. Su contextura flotante y como inacabada vuelve a desconcertar y maravillar a los lectores de Clarice Lispector, probablemente como no sucedía desde la publicación de La pasión según G.H. casi diez años antes. Nadia Gotlib Batella cuenta que uno de los grandes amigos de Clarice, José Américo Pessanha, enfrentado al texto que en ese momento todavía se llamaba Objeto Gritante, dijo lo siguiente:
Intenté situar el libro ¿notas? ¿pensamientos? ¿fragmentos autobiográficos? ¿un diario o retrato de una escritora? Al final encontré que era todo eso al mismo tiempo. 2
En efecto, Agua viva se nos desliza entre los dedos siempre dispuestos a buscar encuadres y clasificaciones. Sin embargo, y quizá de forma paradójica, al mismo tiempo que esta escritura desafía los límites de la literatura solo la literatura puede contenerla. Dirigida a un otro que también somos nosotros, Agua viva es la historia de una experiencia doble. La protagonista, una artista visual, ensaya una escritura que tenga la consistencia de un sustrato vibrante, de un “canto gregoriano”, y al mismo tiempo procura hacernos conocer su contacto con un mundo expandido, habitado por animales, plantas y cosas. Por ello, en Agua viva la palabra posee un doble y contradictorio régimen de existencia que se manifiesta en su posibilidad de insuflar vida y su capacidad de convertirse en materia viviente. El epígrafe de Michel Seuphor, que abre el texto, resulta ilustrativo del segundo punto:
Debería existir una pintura completamente libre de la dependencia de la figura –el objeto– que, como la música, nada ilustre, no cuente una historia y no motive un mito. Tal pintura se contentaría con evocar los reinos incomunicables del espíritu, donde el sueño se vuelve pensamiento, donde la línea se vuelve existencia.
Si bien la mención de la música le sirve a Seuphor para referirse a la pintura, lo más importante de este fragmento se encuentra al final. Allí Seuphor arranca el arte abstracto de un discurso excesivamente formal y le otorga al trazo la posibilidad de existencia plena. De un modo semejante, la artista-escritora de Agua viva nos dirá:
Al escribir no puedo fabricar como en la pintura, cuando fabrico artesanalmente un color. Pero estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviando una flecha que se clava en el punto blando y neurálgico de la palabra. Mi cuerpo incógnito te dice: dinosaurios, ictiosauros y plesiosauros, con sentido solo auditivo, sin que por ello se conviertan paja seca, sino húmeda. No pinto ideas, pinto lo más inalcanzable “para siempre”. O “para nunca”, es lo mismo. Antes, pinto pintura. Y antes de eso te escribo dura escritura. Quiero poder tomar las palabras con las manos. ¿La palabra es objeto? Y a los instantes yo les arrojo el jugo de una fruta. Tengo que destituirme para alcanzar el centro y la cimiente de la vida. El instante es simiente viva.
La palabra-cosa, la palabra viva, se nos presenta como un objeto vivo en un mundo de vivientes. La búsqueda de Clarice no se detiene allí. El “detrás del pensamiento”, insistentemente invocado a lo largo de las páginas de novela, parece ser el modo de articular una lengua que sea capaz de contactar la vida que nos atraviesa, nos constituye como vivientes humanos y desordena categorías subjetivas, sociales y políticas. Pero el texto, en su aparente dispersión, en su escasez de trama, no solo es una reflexión sobre esa vida, también lo es sobre las tensiones e intersecciones entre esa vida y la escritura. Lenguaje, creación y vida van constituyendo trípode de porosos elementos que no cesan de embrollarse y transformarse mutuamente a partir de esa mezcla.
No se trata, sin embargo, simplemente de la vida entendida desde un superfluo vitalismo, sino de alcanzar una suerte de núcleo salvaje, algo que Clarice viene intentado ya desde sus primeros textos. Muchos de sus personajes, y nuestra narradora pintora-escritora no es la excepción, parten de la sospecha de que por debajo de un aparente y determinado ordenamiento –que puede ser personal, doméstico, social– cuidadosamente reproducido, se agazapan y sobreviven fuerzas de una intensidad deslumbradora. Lo que se pone en cuestión en Agua viva es la lógica de ese sensorium que clasifica y disciplina. Frente a ese sensorium, sus protagonistas, a través de experiencias inesperadas aunque de un modo u otro buscadas consiguen rasgarlo y salirse de la norma. Desde esta perspectiva debemos entender lo que nos informa nuestra narradora apenas comienza la novela:
Es con una alegría tan profunda. Con un tal aleluya. Aleluya, grito yo, aleluya que se funde con el más oscuro aullido humano de dolor por la separación, pero que también es grito de felicidad diabólica. Porque ya nadie me atrapa (1).
Una escritura desatada para una experiencia fuera de la norma. Las estrategias de desanudamiento constituyen la secreta materia política de la literatura de Clarice y en Agua viva parecen alcanzar su máxima potencia. Ese salirse de la ley expone la dimensión inmunitaria de los ordenamientos sociales y familiares. En otras palabras, expone esas estructuras, sociales, familiares, afectivas, artísticas, literarias, como instancias preventivas erigidas contra el riesgo de un afuera desconocido, atravesado por fuerzas e intensidades pero presuntamente mortífero. Como señala Roberto Esposito, contra la turbulencia de la vida, pues de eso se trata ese afuera, “debe el derecho inmunizar la vida: contra su irresistible impulso a superarse, a hacerse más que simple vida. A ir más allá de su horizonte natural de vida biológica”. 3
Cabría preguntarnos ahora cómo son los mundos que ha ido construyendo Clarice o más bien qué mundos experimentan sus personajes, cuál es el mundo que nos revela Agua viva. Porque ciertamente y desde el comienzo algo ya ha sucedido allí, una suave e intensa iluminación que motiva esa escritura retrospectiva. ¿Qué imágenes contienen esos destellos? Se trata, en primer lugar, de la captura de un tiempo en presente, de un instante-ya que en su concreción produce una apertura de mundo, un tipo de experiencia en una zona abierta en la que se reconfiguran los lazos con objetos y vivientes. La narradora manifiesta un perpetuo intento de sorprender a la cosa en sí, animales, plantas y objetos con la secreta esperanza de producir una relación intensa y de construir un ecosistema amoroso que desarme jerarquías. Pero atención, el mundo que nos entrega Agua viva se encuentra lejos de cualquier visión lisérgica y edulcorada. El extrañamiento perceptivo que va construyendo la narración implica el riesgo del exceso, de la nada o aun de la locura, y no excluye, más bien lo contrario, la presencia de la muerte, la otra gran protagonista de este texto.
¿Cómo reaccionar, en tanto lectores, frente a la narración de una experiencia de este tipo? Quizá la advertencia de la propia Clarice al inicio de La pasión según G.H. nos dé una pista de cómo atravesar Agua Viva:
A POSIBLES LECTORES
Este es un libro como cualquier otro. Pero estaría contenta si fuese leído solo por personas de alma ya formada. Aquellas que saben que la aproximación, cualquiera que sea, se hace gradual y penosamente –atravesando incluso lo opuesto de aquello hacia lo cual se está aproximando. Aquellas personas, solo ellas, entenderán muy lentamente que este libro no le quita nada a nadie. A mí, por ejemplo, el personaje G.H. me fue dando poco a poco una alegría difícil; pero alegría al fin. 4
Clarice, desde el comienzo de su aventura literaria siempre nos ha exigido una aproximación gradual y trabajosa. Leyendo la experiencia de la protagonista de Agua viva, debemos afrontar la nuestra propia, un poco perdidos en esa densa selva de signos. Pese a ello, al igual que Clarice con G.H., nosotros, luego de transitar esas páginas, obtenemos al final del camino una alegría difícil, y, por qué no, una inesperada y húmeda felicidad clandestina.
Debería existir una pintura completamente libre de la dependencia de la figura –el objeto- que, como la música, nada ilustre, no cuente una historia y no motive un mito. Tal pintura se contentaría con evocar los reinos incomunicables del espíritu, donde el sueño se vuelve pensamiento, donde la línea se vuelve existencia.
Es con una alegría tan profunda. Con un tal aleluya. Aleluya, grito yo, aleluya que se funde con el más oscuro aullido humano de dolor por la separación, pero que también es grito de felicidad diabólica. Porque ya nadie me atrapa. Sigo con capacidad de razonar -ya estudié matemática que es la locura del pensamiento- pero ahora quiero el plasma, quiero alimentarme directamente de la placenta. Tengo un poco de miedo. Miedo todavía de entregarme porque el próximo instante es lo desconocido. ¿El próximo instante está hecho por mí? ¿O se hace solo? Lo hacemos juntos con la respiración. Y con una desenvoltura de torero en la arena.
Yo te digo que estoy intentando captar la cuarta dimensión del instante-ya, que de tan fugitivo ya no es más porque ahora se convirtió en un nuevo instante-ya que también ya no es más. Cada cosa tiene un instante en que es. Quiero apoderarme del es de la cosa. Esos instantes que se suceden en el aire que respiro, en fuegos de artificio que estallan mudos en el espacio. Quiero poseer los átomos del tiempo. Y quiero capturar el presente que por su propia naturaleza me es prohibido. El presente me huye, la actualidad me escapa, la actualidad soy yo siempre en el ahora. Solo en el acto del amor –por la nítida abstracción de estrella de lo que siente- se capta la incógnita del instante, que es duramente cristalina y vibrante en el aire, y la vida es ese instante incontable, mayor que el acontecimiento en sí. En el amor, la joya impersonal del instante relumbra en el aire, gloria extraña del cuerpo, materia sensibilizada por el escalofrío de los instantes; y lo que se siente es al mismo tiempo inmaterial y tan objetivo que sucede como fuera del cuerpo, centelleante en lo alto, alegría, alegría que es materia del tiempo y es por excelencia el instante. Y en el instante está él es de sí mismo. Quiero captar mi es. Y canto un aleluya al aire así como lo hace el pájaro. Y mi canto no es de nadie. Pero no hay pasión sufrida en el dolor y en el amor a la que no le siga un aleluya.
¿Mi tema es el instante? Mi tema de vida. Busco estar a la altura, me divido miles de veces en tantas veces como los instantes que se suceden, soy fragmentaria y precarios son los momentos, solo me comprometo con la vida que nace con el tiempo y que con él crece. Solo en el tiempo hay espacio para mí.
Te escribo toda entera y siento sabor en ser y el sabor-a-tí es abstracto como el instante. También es con todo el cuerpo que pinto mis cuadros y en la tela fijo lo incorpóreo, cuerpo a cuerpo conmigo misma. No se comprende la música, se la escucha. Escúchame entonces con tu cuerpo entero. Cuando llegues a leerme preguntarás por qué no me limito a la pintura y a mis exposiciones, ya que escribo tosco y sin orden. Es que ahora siento necesidad de palabras; y para mí es nuevo lo que escribo porque mi verdadera palabra hasta ahora fue intocada. La palabra es mi cuarta dimensión.
Hoy terminé la pintura de la que te hablé: líneas redondas que se entrelazan en trazos finos y negros, y tú, que tienes el hábito de querer saber por qué –y el por qué no me interesa, la causa es un tema del pasado- ¿preguntarás por qué los trazos negros y finos? Es debido al mismo secreto que me hace escribir ahora como si fuera a ti, escribo redondo, confuso y flojo, pero a veces frío como los instantes frescos, agua del riacho que tiembla siempre por sí misma. ¿Lo que pinté en esa tela es pasible de ser fraseado en palabras? Tanto como la palabra muda puede estar implícita en el sonido musical.
Veo que nunca te dije cómo escucho música; apoyo suavemente la mano en el tocadiscos y la mano vibra expandiendo ondas por todo el cuerpo. Así escucho la electricidad de la vibración, sustrato último en el dominio de la realidad, y el mundo tiembla en mis manos.
Y entonces percibo que quiero para mí el sustrato vibrante de la palabra repetida como en el canto gregoriano. Soy consciente de que todo lo que sé no lo puedo decir, solo sé pintando o pronunciando sílabas ciegas de sentido. Y si aquí tengo que usar palabras, ellas tienen que tener un sentido casi únicamente corpóreo, estoy en lucha con la vibración última. Para decirte mi sustrato hago una frase de palabras hechas solo de instantes-ya. Lee entonces mi invento de pura vibración sin otro significado más que el de cada sibilante sílaba, lee lo que sigue ahora: “con el correr de los siglos perdí el secreto de Egipto, cuando me movía en longitud, latitud y altitud con la acción energética de los electrones, protones, neutrones, en lo fascinante que es la palabra y su sombra”. Lo que te escribí es un diseño electrónico y no tiene pasado o futuro, es simplemente ya.
También tengo que escribirte porque tu sitio es la de las palabras discursivas y no lo directo de mi pintura. Sé que mis frases son primarias, escribo con demasiado amor por ellas y ese amor suple las faltas, pero demasiado amor perjudica el trabajo. Esto no es un libro porque así no se escribe. ¿Lo que escribo es un solo clímax? Mis días son un solo clímax. Vivo al borde.
Al escribir no puedo fabricar como en la pintura, cuando fabrico artesanalmente un color. Pero estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviando una flecha que se clava en el punto blando y neurálgico de la palabra. Mi cuerpo incógnito te dice: dinosaurios, ictiosauros y plesiosauros, con sentido solo auditivo, sin que por ello se conviertan en pa...