Cuando te toca
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eBook - ePub

Descripción del libro

Cuando te toca es un libro de tesoros escondidos, fortunas que el lector descubre y siente propias; cuentos únicos que forman parte de una obra mayor —como la vida misma, que se cuenta en fragmentos— en la que bandoleros de otras épocas, terrores nocturnos, la pareja que se adentra en un paseo de amor y muerte en el carnaval de Venecia, hombres que arriesgan su racionalidad en pos de un botín, o la cotidianeidad de un trío y sus diferentes capacidades para dar y recibir placer, entre otras vidas imaginarias, hacen de la realidad un sendero hacia un mundo fantástico, poblado por los deseos más ocultos y los miedos más temibles. Con este libro, Ricardo García Mainou se muestra como un autor maduro y sorprendente que, como creía el ciego visionario de Buenos Aires, sabe que el hombre es uno y todos a la vez.

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Información

ISBN del libro electrónico
9786077693925
Terapia matrimonial
I
Estoy bajando el equipaje cuando Marianne empieza de nuevo.
Que para qué vinimos, que para qué dejamos el precioso hotel junto al Duomo, en Florencia, para venir a respirar este tufo de agua estancada…
Todavía subo a la lancha motora que nos llevará por el gran canal hasta San Marcos y ella sigue.
—Habíamos quedado que en estas vacaciones pondrías de tu parte, iríamos a lugares bonitos; mira esas fachadas sucias; edificios cayéndose a pedazos; ¿esto se te hace bonito? ¿Es tu idea de vacaciones?, tanto moho me pone nerviosa…
No le contesto. No tiene caso participar en sus monólogos. La miro mientras parlotea. El cabello rubio que con los años se ha vuelto color paja. Los ojos azules que siguen siendo bellos, aunque demasiadas horas de sol en Houston le arrugaron las comisuras más allá de lo reparable por la tonelada de crema que se pone en las noches. Viste una enorme blusa floreada que grita somos turistas. Lleva en sus hombros anchos de nadadora el bolso de lona. Su pecho casi plano cubierto de pecas, asoma apenas por encima del pudoroso último botón de la blusa. Sus labios se mueven sin sonido. Ya no soy capaz de escucharla.
El hotel es el Montecarlo. A dos pasos y un callejón de San Marcos. Tomo unas fotografías de la plaza. Está más concurrida que la última vez, claro que ahora es el Carnaval. Por eso estamos aquí.
La habitación es pequeña, oscura, con un papel tapiz a rombos. Solicité camas gemelas. En el baño hay una tina antigua, con patas largas pintadas de azul. El Montecarlo fue un hotel con clase hace veinte años. Ella se quiere quedar a dormir la siesta. Agradezco la ocasión para pasear un poco con la cámara.
La visita anterior fue muy breve. Estudiaba en Palmer. Durante el spring break compramos unas backpacks y Tom, Louise, Christie y yo nos vinimos de paseo. Entonces todavía no me reencontraba con Marianne. Aún no me arruinaba la vida.
Eran los sesenta y apenas teníamos dinero para el albergue juvenil. Un barracón húmedo y gris lleno de literas. Era mixto pero atestado de jóvenes españoles, alemanes y, extrañamente, algunos polacos. Christie, sin embargo, no se cohibía con la gente. A media noche bajaba de la litera para meterse en mi bolsa de dormir. Procurábamos no hacer ruido, pero ella no sabía de discreción. Estuvimos en Venecia dos días, dando incontables paseos por los callejones.
Una tarde mientras llovía perdimos el rastro de Tom y Louise. Llegamos hasta una placita sin salida y llena de gatos. Empezó a diluviar. Nos refugiamos bajo un alero que daba a una puerta oxidada. No había un alma en ese rincón perdido de la ciudad. Una estatua de piedra, cubierta de verde aterciopelado y herrumbre, se desgajaba en el otro extremo de la plaza frente a un indiferente brazo de canal. Christie levantó su práctica faldita y lo hicimos de pie contra la puerta. El agua resbalaba del alero y me corría por la espalda mientras las uñas de Christie se me clavaban en la piel a través de la playera.
Nunca he hecho el amor de pie con Marianne.
Marianne es la hija de los mejores amigos de mis padres. En la infancia compartimos juegos de mesa, fiestas de cumpleaños y en alguna ocasión el asiento trasero de la camioneta de camping. Después no la vi en veinte años. Cuando regresé a Chalmerston tras la muerte de mi madre encontré a la hija de Mary y Robert llorando en el funeral. Sus padres habían fallecido en su adolescencia y creció muy apegada a mi madre. Por entonces yo tenía tiempo sin estar en Chalmerston y no conocía a nadie. Marianne había crecido mucho desde la última vez que nos vimos y participaba abiertamente en la iglesia presbiteriana local.
En el funeral me reconoció enseguida, abrazándome como si nunca nos hubiéramos distanciado. Entonces no hablaba tanto. Me enamoré de sus ojos azules y unos meses después nos casamos. En la luna de miel quise volver a Venecia pero Marianne prefería Hawaii. Estaba loca por el surf y era la mejor época. Ahora recuerdo con asombro la sensación de placer que me producía verla sobre la tabla flotando por encima de las olas. Después nació Axel; nuevos viajes se pospusieron. Marianne cambió el surf por la natación de fondo; yo mudé mi consultorio a Houston.
Axel murió hace dos años. El cáncer lo consumió frente a nuestros ojos. No pude hacer nada. Su muerte casi acaba con nuestro matrimonio. Tuve algunos encuentros con mi recepcionista; Marianne los tuvo también con uno de los entrenadores del club, pensando que no me daba cuenta.
Hace unos meses decidimos hacer este viaje para intentar rescatarlo todo, para volver a empezar. Ambos sabíamos que no funcionaría. Estuvimos unos días podridos en Florencia, visitando museos e iglesias. Todo el tiempo flotaban delante de mis ojos Venecia y aquella tarde con Christie. No podía esperar.
Necesitaba comprar unos disfraces. Por la noche sería el máximo evento del carnaval. La minúscula guía que compré en el aeropuerto de Houston recomendaba algunas tiendas alrededor de San Marcos. No di con ellas.
Casi todos los escaparates estaban adornados por bellas máscaras: de piedra, de cerámica, de tela. Las más baratas, de plástico, las vendían sucios mercaderes en la calle. Yo tenía otra cosa en mente.
Marianne había despertado de mejor humor. Aún así vio la máscara y la túnica con disgusto.
—¿No pretenderás que me ponga eso?
Después de discutirlo, aceptó al saber que todo mundo se disfrazaba para el carnaval.
—Es una noche que no olvidaremos —le dije.
Su disfraz era una larga túnica dorada, una pesada máscara de cerámica con una expresión de permanente asombro en los ojos. Sin boca. Bien lo podía tomar como una indirecta. La túnica tenía una pequeña capucha que cubría el cabello. Marianne se admiró en el espejo.
—No está nada mal. Ya veo porqué usan esta basura. Así evitan peinarse y maquillarse. Estas italianas son un asco.
No le respondí.
Para mí, había conseguido un traje negro con una gran capa. Usaba un sombrero de la Venecia del siglo XII. Una máscara negra con expresión desaprobadora, casi furiosa. Lo completaba un largo bastón de acero con una pequeña réplica de la careta en el mango.
—Estás de dar miedo. Tengo que tomarte una foto, esto lo tienen que ver Josie y Phillip. Quedará excelente para el próximo baile de Halloween en el club.
Sonreí tras la careta mientras tomaba la foto.
Poco antes del anochecer salimos a la plaza. Los mejores disfraces los llevaban tipos que, envueltos en túnicas blancas de seda, joyas y elaboradas máscaras con perlas o piedras preciosas y sombreritos de encaje, desfilaban con orgullo de pavo real por entre las mesitas de los cafés.
—Estoy mareada, tengo calor. Esta maldita máscara me asfixia.
—Aguanta mujer, apenas comienza la fiesta. Después podemos ir a cenar a un pequeño lugar que vi en la mañana mientras compraba los disfraces.
Los inevitables turistas japoneses fotografiaban la multitud. Las palomas volaban de un lado a otro. Fuerte música sonaba desde gigantescos altavoces. Luces parpadeaban desde las torres del monasterio y desde la misma catedral. La plaza hervía como una discoteca. Por un momento perdí de vista a Marianne entre la gente. Miles de máscaras, plateadas, blancas, carmesíes, con antenas, con cejas de piedras preciosas y polvo brillante; túnicas de colores metalizados; sombreros oscuros, plumas exóticas. Nadie mostraba la cara. Algunos bebían de vasos de plástico, otros se besaban bajo los arcos de los edificios aledaños por debajo de antifaces de tela o madera pintada.
Caminé entre las mesitas con el bastón en la mano, examinando la gente en los cafés. Pronto ubiqué a Marianne, estaba de pie junto a la entrada de un callejón. Miraba hacia la plaza con la inexpresividad de su careta dorada. Me acerqué sin que me viera y la tomé del brazo.
—Vamos, te quiero mostrar algo.
Marianne no respondió y se dejó guiar. No pensaba soltarla. Caminamos por una estrecha callejuela que pasaba junto al mercado de San Lorenzo. Había localizado el camino en la tarde con la ayuda de un mapa. Cruzamos un puente de hierro, el bullicio de la plaza empezaba a perderse a lo lejos. Por debajo del puente pasó una góndola llevando a un joven matrimonio; el gondolero ...

Índice

  1. Viejo amor
  2. Buenos vecinos
  3. Terapia matrimonial
  4. El tesoro
  5. Salir juntos
  6. El único remedio
  7. Cuando te toca