Corpus Ficciones
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Corpus Ficciones

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Descripción del libro

Recorre un camino múltiple: de la sátira romántica y el humor negro hasta el relato de atmósferas existenciales o el mundo onírico. Se trata de un libro caleidoscópico que no persigue explotar un modo de la escritura, sino abrir diversas alternativas.

Preguntas frecuentes

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Información

ISBN del libro electrónico
9786075210308
Aprendizajes
1. El juego ha terminado
—¿Estás ahí?
—...
—Pregunto si estás ahí. Quiero escuchar tu voz.
—¿Aquí? No sé, ¿lo sabes tú?
—No te veo, apenas te adivino. Me parece que te recuerdo, sí, te recuerdo.
—Imposible. No te conozco, nunca nos hemos visto. ¡Me recuerdas! ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué dices mentiras?
—Sólo me parece que te recuerdo, quizá fue un sueño.
—Oigo pasos, alguien viene.
—Yo no escucho nada.
—Sí, son muy claros. Presta atención, apoya el oído en la pared, ¿oyes? Alguien revisa todos los cuartos. Es él, viene hacia acá.
—...
—Está golpeando con un martillo. Ese ruido me molesta. Sí, seguramente es él. Vendrá, ¡ha esperado tanto tiempo!
—...
—Hace frío, tengo frío.
—...
—Espera, háblame, no te muevas. Voy hacia ti.
—No, no te acerques, por favor.
—Dame tus manos.
—¿Mis manos? No, él vigila.
—Se ha ido, lo oí alejarse. Tus manos.
—Nos mira, lo presiento.
—Toma mis manos.
—No debo hacerlo, él nos mira.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Tuve un sueño, soñé contigo.
—...
—Estábamos en un salón inmenso con nuestros amigos. Todos teníamos un arma en las manos: cuchillos, espadas, machetes. La mía era una hoz. Todo en calma, eran momentos de espera. Por una indicación que no alcancé a percibir comenzamos a atacar. Yo observé cómo los filos se incrustaban en cuellos, brazos y cabezas, sólo en las partes descubiertas del cuerpo. Alguien intentó golpearme por la espalda; pude volverme para asestar un golpe tremendo en el cuello de mi amigo. La cabeza voló. Asustado, corrí moviendo mi hoz para todas partes. Tropezaba en el suelo con miembros desprendidos y mis zapatos se pegaban al cemento por la sangre. Me detuve donde te escondías. Tensaste el cuerpo temerosa en espera de mi ataque y yo alcé el brazo: la hoz brilló. Tus ojos llorosos suplicaban un perdón. Algo me indicaba que debía matarte. Vi a mi alrededor y todos atendían mi indecisión al momento de percatarse de la suya. Era un cuadro absurdo repetido muchas veces en esa gran habitación. Pensé: quieren matarte, y reconocí en cada uno mi propio rostro. Al descender mi brazo lentamente sus armas también bajaron, sin violencia, para descansar inofensivas en los costados. Tú me abrazaste. Caminamos hacia la puerta. Al salir te mostrabas agradecida. ¡Nunca te he sentido más alejada!
—¿Eh? ¿Decías algo?
—...
—Hablabas, ¿con quién?
—Con nadie. Te quiero.
—Dices que me quieres pero no me conoces.
—Sí, te conozco. He sentido tus dedos.
—No es suficiente.
—Tus palabras, acaricio tus palabras.
—¿Sabes quién soy?
—No, pero te quiero, necesito quererte.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—El juego ha terminado, hermano.
—¿Estas aquí, conmigo?
—Sí, Mario.
—Vete, él vendrá.
—No, duerme en su cuarto.
—Habla más bajo, Sonia, no debe escucharnos, no debemos despertarlo. ¿Qué tienes ahí?
—Tu hoz, Mario. Es para él. Tú lo matarás. ¿Verdad que sí? Dime que lo harás.
—...
—Te quiero, hermano.
—Yo también te quiero, Sonia.
—Bésame.
—...
—Acaricia mi cuerpo.
—No, él viene. Escucho sus pasos.
—Quiéreme, Mario, quiéreme.
—Vete, se acerca, nos golpeará otra vez. Por favor, hermana.
—Toma la hoz, tómala. Prepárate, no quiero que lo haga de nuevo. Cuídame, que no se repita, que no...
—...
—Tienes que controlarte, hermanito, no tiembles. Él no nos puede hacer nada. Ya lo hizo, ya lo hizo. Que no lo vuelva a hacer, que no nos vuelva a matar, que no...
2. Dispersión
Con su miel unta la abeja
el lugar que al punto pincha.
GEOFFREY DE MONMOUTH
Estoy enamorado de Eglantina, mujer de cabello rojizo que estuvo casada alguna vez con Raúl, mi mejor amigo, él además hermano de Claudia, con la cual compartí los mejores momentos de mi vida en el tiempo en que comenzaron los papeleos legales de mi divorcio con Estela, desagradable compañera con quien tuve la desdicha de casarme en mis años universitarios cuando yo era un joven de combatividad demostrada y Estela una “niña bien” a la que transformé por completo y luego entró a un círculo feminista para dejarme por Ofelia o Mercedes —nunca llegué a saberlo del todo—, y ella siempre me agradeció que la ayudara a encontrarse a sí misma y se olvidara de esos estúpidos prejuicios clasemedieros con los que nunca estuve de acuerdo y siempre ataqué hasta muy recientemente en que el papá de Eglantina, hombre maduro y de ideas avanzadas —aunque empresario y político de derecha— me pidió lo ayudara en un importante proyecto y no supe decirle que no porque hace tiempo perdí el empleo en un ajuste de la planta de investigadores en que me solicitaron mi renuncia aduciendo que yo era un profesor brillante y quizá encontrara pronto acomodo en una escuela particular —lo que no ocurrió—, una universidad extranjera o cualquier otro lugar que no fuera ése, porque si bien frecuentemente llegaba tarde y a veces corregían la ortografía de mis escritos, impulsé la contratación de maestros que por una u otra razón no habían podido concluir sus estudios básicos, ya que opino que los valores intrínsecos de las personas no necesariamente se manifiestan en sus créditos académicos, y logré colar a mi hermano y propugnamos juntos por mayores beneficios a los trabajadores que sólo conseguimos parcialmente, luego a él ya no lo aguantaron siendo que sus alumnos se quejaban de sus ideas avanzadas y el pobre tenía además problemas con su esposa, el caso es que mediante una demanda tuvo que salir de la escuela y Laila armó una escenita que yo pude presenciar porque entonces había tenido un accidente en un partido de futbol y me quebré la pierna cuando el amigo Raúl —exmarido de Eglantina— me lanzó un pase de esos que llaman casi a la red y yo alargué los tacos pero el portero entró muy fuerte y sin recato dejándome un dolor que me acompañó hasta que llegamos al hospital, así entonces, como iba diciendo, mi cuñada Laila me hizo el enormísimo favor de cuidarme unos días en su casa y Eduardo, mi hermano, llegó esa vez muy compungido diciendo que ya no conseguiría otra chamba y que mis recomendaciones valieron madre, y para esto se volvió a verme, yo no le contesté pues tengo mi orgullo pero estaba en hogar ajeno y su esposa me había atendido con más, muchísimo mas esmero del que pensaba y entonces me quedé calladito, como sin nada, al fin y al cabo ya y él ni en cuenta pues...
3. Vidas ajenas
Por aquella época enfrentaba un juicio de divorcio, y para aliviar las presiones que sobre mí ejercía con perseverancia mi antigua compañera, decidí pasar unos días en una vieja ciudad del interior.
El matrimonio llevó buen desarrollo, pues logramos vivir en cierta armonía más de dos años. Los augurios familiares no eran buenos: sus padres guardan fuerte arraigo en la colonia Roma, los míos en la Doctores. Conciliando las partes fijamos territorio neutro en la Narvarte. Para mi desgracia, en nuestra convivencia Lorena —tal es el nombre de mi primera mujer— evitó el embarazo. Luego halló acomodo en otro corazón, y yo, solo y aún amándola, tuve que abandonar la casa en que habíamos sido felices. Regresé al seno materno, y en mi caída pude negociar con mi señor padre un departamento en la colonia Obrera. Dejé pasar el tiempo esperando que esa fuga pasional de Lorena terminara y todo volviera a la paz anterior. Inútil.
Fue al inicio de una gran depresión —mi espíritu es melancólico— cuando ocurrió su llamada telefónica. En esos momentos el delirio había urdido muchos diálogos imaginarios —“Estaba equivocada”, “Quiero volver contigo”—, pero nunca esperé la franca y violenta solicitud de nuestro rompimiento legal. Era el derrumbe.
—Está bien, no hay problema, acepto —dije, y ella dio fecha y hora para la firma de los papeles que iniciaban el trámite; alcancé a balbucir: —Te quiero, nunca dejar‚ de amarte. Sé que volverás y...
A estas alturas de la relación aburrían a Lorena mis sollozos. Quizá pude conmoverla, aunque de inmediato se repuso y dijo:
—Te llamará mi abogado.
Acudí a la cita; temo que no soporté con dignidad el espectáculo. Previniendo que ella no iría sola me hice acompañar por una amiga, quien para asunto de amores no me interesaba mayormente. De poco sirvió el escudo. El “otro”, sentí, vivió con regocijo las incómodas escenas que se sucedieron; a mi amiga no le disgustó el juego. Lorena se veía radiante y todos me sabían desprotegido. Evito los pormenores, no menciono mis recurrentes sollozos.
Luego de esta experiencia preferí olvidar por unos días los territorios que comenzaban a serme desfavorables. Al igual que a mi mujer, a la ciudad la cubrió el engaño. Por la mañana tomé el tren, y en unas pocas horas ya me había instalado en un hotel del centro de aquella otra ciudad. Era un clima frío. “Amenaza lluvia”, pensé. Llovió el resto del día.
El chubasco quiso acompañarme a un museo, y vigiló mi regreso al hotel. A causa del frío encaminé mis pasos al bar, donde vi caer la tarde. Fui a mi cuarto, no pude dormir. Volví al bar. En los ventanales seguí un rato los surcos que dejaban las gotas de agua, hasta que el mesero se plantó frente a mí y ordené otro vodka. El barullo del lugar era hostil —en mesas aledañas un grupo discurría historias de hombres solos—, pero la estancia en mi habitación me hubiera ensombrecido aún más.
Amaneció un día claro. Caminé la ciudad y sentí la falta de mis calles. Me habían despojado de muchas cosas, cavilé, pero a mi tristeza no debía agregar el desarraigo. En la estación vendí mi boleto de tren —que era para la noche—, tomé de inmediato el autobús en la carretera, y muy pronto apareció ante mí la ciudad de México.
En casa hallé un recado de Lorena en el que me pedía asistir al día siguiente a los careos.
4. La primera vez
¿Que cuándo fue la primera vez que lo hice, me pregunta? Pues le diré, yo tenía como veintitrés años y en esa época estudiaba en la Facultad de Medicina; ella era rubia y, si me permite una cita de Fernando del Paso, tenía un ojo de un color y el otro del mismo, y cual si se hubieran puesto de acuerdo los dos eran azules. Azul como fue la mañana en que entré a ese cuarto de paredes blancas.
Y no crea, llegué apresuradamente a su encuentro; los nervios no me dejaron cuando tomé el autobús, ni cuando bajé y caminé, ni cuando recorrí los fríos pasillos. Pero la vi y mis nervios desaparecieron. Ahí estaba, desnuda de la cintura para arriba, desnuda de la cintura para abajo; ahí estaba esperando, muda, seria y tan silenciosa... Sólo una delgada sábana la cubría;...

Índice

  1. Un hombre que atrae a las mujeres
  2. Octámbulos
  3. Las huellas en el fondo del mar
  4. Diario de un rostro
  5. Marina
  6. Paisaje en puerto nevado
  7. Atardecer con lluvia
  8. Aprendizajes
  9. Amor de joyería
  10. No es lo que parece
  11. Y de pronto anochece
  12. Nueva tormenta sobre un Vips
  13. Nadie me verá llorar
  14. Encuentros con Salvador Espejo Solís
  15. La penúltima aventura de Pepe Carvahlo
  16. Estas ruinas que vuelves a ver
  17. Alicia en La Playa
  18. El hombre del balcón