Seis cuentos seis
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Seis cuentos seis

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Descripción del libro

Entre la autobiografía y la ficción —¿qué relato no lo es?— Jorge F. Hernández se encierra con seis toros, más uno de regalo, en las páginas de este libro. Siete cuentos en los que el diestro se ubica en la mejor tradición taurómaca mexicana, esa de la que Pepe Alameda reconocía como "el barroco fino que se trenza y destrenza ante la cara del toro", que busca el acento dramático de procedencia española pero encuentra, de manera natural, la sonrisa socarrona en las suertes más peligrosas, esas que se escapan a la rigurosa técnica de los cánones y, en cambio, son una guerra florida en la que el antiquísimo lance de frente por detrás se convierte en gaonera. El autor de esta encerrona quiso ser torero mexicano y se doctoró como historiador en España, paradoja del destino que hoy lo enfrenta, con sus ficciones autobiográficas, en un punto en el que la salida a hombros es inminente.

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Información

ISBN del libro electrónico
9786077693970
Un farol en la noche
Éramos los dueños del mundo y no nos cambiábamos por nadie. Todos para uno y uno para todos, para cada uno de los cinco amigos que moldeábamos todos los días de aquella época con la despreocupada certeza de que nada amenazaba el imperio que manteníamos sobre nuestras vidas. Cinco novilleros, al filo de los diecisiete años, con suficientes leguas andadas como para suscitar esperanzas entre los taurinos de verdad, los aficionados de cepa, esos que tenían cara de volverse apoderados o mecenas de nuestras ilusiones. Cinco toreros, con apenas seis novilladas toreadas, que asegurábamos el futuro con promesas, pero también con mucho sudor que transpirábamos toreando de salón en los Viveros de Coyoacán, el mismo que se mezclaba con la adrenalina del pavor en las noches de luna llena cuando toreábamos sementales en ganaderías de prestigio.
Las canas parecen convencerme de que éramos vagos e, incluso, delincuentes. El paso de los años ha trastocado la pureza de los atrevimientos de antaño: lo que parecía heroico se ha convertido en locura y las travesuras inocentes se filtran ahora en la saliva con el sabor de lo irracional. Fuimos los que por encima de las calificaciones escolares llevábamos el título de toreros y eso valía más que los diplomas. Por eso llegábamos tarde a la escuela, sudados de tantas faenas extenuantes con las que iniciábamos cada día desde las cinco de la mañana. Mucho antes de que amaneciera, al tiempo que nuestros compañeritos seguían dormidos, nosotros cumplíamos el calisténico ritual de fomentar nuestros músculos y apuntalar la agilidad personal en cada uno de nuestros movimientos. A la hora en que los demás recibían de sus madres el consentido ritual de sus desayunos, nosotros descifrábamos las mañanas con la lidia imaginaria de toros bravos. Había que aprender a echar el toro, saber embestir como animal bravo porque allí se veía quién se había parado delante de un toro de veras o fingía haberse pasado uno por la barriga. Teníamos que arrastrar los pies, arqueando la espalda y llevando los brazos extendidos como si fueran cuernos, exagerando lentamente los giros como si las piernas llevasen atrás otro par de patas, y había que torear exagerando la lentitud de cada movimiento para adquirir eso que llaman el temple para marcar cada tiempo de un lance y cada etapa de un muletazo como si fuera la memorización de una sensibilidad innata.
Fuimos cinco maletillas que en once ocasiones violamos las leyes de la propiedad privada, saltando a la medianoche las bardas de piedras y las alambradas de púas, para armar un ruedo hipotético en medio del potrero donde se veían flotar las sombras más negras del reino animal. Sólo en dos ocasiones fuimos sorprendidos por los caporales y solamente una vez nos alcanzó un charro enfurecido que tuvo a bien rematar los puñetazos con el peso de su sombrero. Nos agarró literalmente a sombrerazos, pero lo que más dolía era la rabia con la que nos gritaba. Nos decía que habíamos echado a perder un torazo que ya había sido seleccionado para ser lidiado en la Plaza México, apartado nada menos que para un cartel de figuras. Al día siguiente, aún sin reponernos de la golpiza, nos valía madre la culpa y nos arrepentíamos de no haber matado a estoque al toro de marras o al caporal enloquecido, porque nos sentíamos superiores a cualquier ley y mejores que ninguno. Hacíamos la Luna porque éramos dueños de la noche y nada ni nadie podía quitarnos la ilusionada certeza de que acariciábamos la gloria, a pesar de que pasábamos fríos en camiones de redilas cuando lográbamos viaje, cobijados con el pesado percal de nuestros capotes y el vaho compartido de nuestras respiraciones. Ahora calculo la cantidad de kilómetros que recorrimos a la vera de los caminos y no me sorprende saber que ya no se ven maletillas por las carreteras, pero en aquella época éramos parte del paisaje: cinco flacos de mezclilla, con sus respectivos líos colgados a la espalda, atados por los estaquilladores con los que armábamos las muletas. Cinco siluetas sin prisas, calzados con botos camperos idénticos o tenis blancos gemelos hasta en las manchas de lodo y sangre. Cinco fantasmas armados con espadas dizque toledanas con las que íbamos marcando los acotamientos de las carreteras como huellas de víboras desconocidas. Cinco caballeros andantes con las ilusiones perdidas entre las nubes que rayaban el horizonte.
Bastaba que uno de los cinco se enterase de que se llevaría a cabo una tienta en cualquier ganadería para que los otros cuatro asumiéramos de inmediato todas las exigencias de una emergencia: la ronda de los pretextos ante las respectivas familias, la retahíla de mentiras en la escuela, la coperacha para los gastos y el sorteo obligatorio para definir quién de los cinco torearía primero. Llegábamos a la ganadería en turno y los señores nos mandaban a sentarnos en las bardas encaladas de los tentaderos como decoraciones de escenografía. Los cinco temblando inquietos no de miedo, sino de ansias por recibir la venia de poder dar las tres a esas vacas cansadas de tanto trapazo que les daban las figuras, los toreros que ya cobraban en plazas de prestigio. En el mejor de los casos, nos dejaban probar si de veras queríamos ser toreros en alguna tienta de machos, cuando hay que llevarlos al caballo y sobrellevar su estancia en el ruedo sin el auxilio de capotes, si acaso con el engaño de una rama o cualquier palo, armando mancuernas en las que nos hacíamos mutuamente el quite a cuerpo limpio.
Pero la mayoría de aquellos días de gloria transcurrían en los Viveros de Coyoacán, de cinco a siete de la mañana, vestidos con gastadas camisetas y desgastados pants, que por españolizados llamábamos chándals, ceñidos a nuestros cuerpos como auténticos trajes de luces. Ahora parece increíble que me sintiera dueño de un porte majestuoso enfundado en aquella holgada sudadera de color azul marino que no he podido olvidar hasta la fecha. Recuerdo cada pliegue de mi capote y el olor exacto que tenía mi muleta en cuanto la armaba con el estoque simulado. Me acuerdo sin mancha del olor de mi sudor, sobre todo en las mañanas después de haber asistido a alguna fiesta, cuando las hormonas impusieron la necesidad de usar lociones y aún antes de que afeitarse fuera una obligación. Casi nunca llegué a entrenar a los Viveros impregnado con el perfume de alguna de las muchas niñas que creí ligar con la impostura de que yo iba directamente a convertirme en figura del toreo. Tampoco puedo olvidar el hedor trasnochado cuando el azar dictó todas las mentiras engañosas del alcohol. Pensar que cualquier resaca etílica se esfumaba con el mínimo esfuerzo: tres horas de sueño, dos horas de sudor y una Coca-cola. Reconocer que fui conciente del progresivo daño con el que me corneaba a mí mismo en cada borrachera. Aceptar que fue precisamente el alcohol fundido en mi sudor lo que impidió que alcanzara el sitio que supuestamente me había garantizado el destino.
Pensar, reconocer, aceptar… porque mi conciencia se ha convertido en un farol en la noche. Al recordar ahora lo que fue la primavera de mi vida veo que la realidad de todos los días se ha convertido en un callejón apenas iluminado por mi conciencia. Su luz alcanza a alumbrar algunos recuerdos aislados, pero me siento rodeado por sombras que no alcanzo a distinguir y vuelvo a sentir el mismo tipo de miedo que se filtraba en mi piel cuando la revestía con seda, oros y luces. Era el puro miedo a lo incierto y a los vuelcos que da el azar, nunca miedo a lo palpable ni a lo obvio. Que los demás toreros les tuvieran miedo a los toros me parecía una obviedad que no merecía el mínimo respeto. ¡Claro que infunden miedo los toros! Pero más miedo me daba el ridículo, el paripé impredecible, el petardo insospechado, los gritos de la gente y sus ojos desorbitados. Miedo puro, y el único pavor: la muerte. La misma que ronda ahora mi ánimo al intentar poner en palabras la emoción insustituible, la adrenalina inmaculada por el tiempo, que sentía en cada poro de mi cuerpo cuando me sabía dueño del mundo, acompañado en cada paso por cuatro compañeros inseparables. Todos para uno y uno para todos. Millonarios sin parné, toreros de época pero anónimos, andaluces agitanados sin conocer España y hombres de pies a cabeza que nos jugábamos la vida en serio, aún sin habernos quitado las lagañas de nuestra adolescencia.
Me llamaban Gargantilla, porque así apodaban a mi padre cuando era imitador de voces en la radio y porque nadie me ganaba en el atrevido reto de beber todo tipo de alcoholes directamente de la botella y de un solo trago. Creo haber usado más de diez nombres en diferentes carteles, por el ánimo cambiante que le imprimía a mi tauromaquia o por la necesidad de ocultar ante mi familia el verdadero paradero de mis escapadas. Nos daba por inventar que nos íbamos todos juntos de ejercicios espirituales a conventos inexistentes y entonces teníamos que anunciarnos con nombres y apodos inventados apenas la víspera de las corridas para que ningún conocido le informara a nuestras familias. Recuerdo una noche en Ojuelos, Jalisco, en que los cinco llegamos al pueblo sin haber definido quién sería el Estatuario y cuál de los otros cuatro partiría plaza con el nombre de Julián Soriano, porque no siempre podíamos torear los cinco y nos vimos forzados en más de una ocasión a tener que rifar entre nosotros la identidad, como si la verdad fuera transferible y convencidos de que cada uno de nosotros podía ser cualquiera de los otros. Nos sentíamos idénticos y, sin embargo, tengo para mí que por debajo de la camaradería llevábamos un irrefrenable deseo de sobresalir por encima de los demás, condenar a los otros a convertirse en banderilleros de la propia cuadrilla. Confirmo que la amistad inquebrantable en realidad se rompía dentro del ruedo, desde el momento mismo en que partíamos plaza, y que esa camaradería —incluso la hermandad que compartíamos— se limitaba al consejo lanzado desde el burladero al observar cualquier duda delante de la cara del toro, las enhorabuenas o ánimos de consolación que nos decíamos en el callejón luego de los triunfos o fracasos y al ejercicio de algún quite que salvara al otro de un posible percance.
Pero había otro tipo de quites. Eso que se llamaba antes “tercio de quites” cobraba una dimensión inconmensurable en cuanto los cinco hacíamos coincidir sobre el ruedo nuestras ganas de querer superar a los demás. Los aficionados de hoy desconocen que solamente se puede comparar el valor, arte y recursos de un torero con otro cuando éstos se miden ante un mismo toro. Así como ya no se ven maletillas haciendo la Luna, así tampoco se dan los tercios de varas en que los tres toreros ejecutan la competencia de sus respectivos quites. Una coreografía sin música que, en las pocas novilladas en las que alterné con mis cuatro hermanos de luces, se volvía un espectáculo digno de cualquier teatro. Mi vejez a media luz se ilumina ahora con el recuerdo preciso de una tarde soleada en San Luis Potosí en que realizamos entre los cinco, doce quites diferentes ante un toro y no novillo, que conforme recibía los puyazos realmente se crecía al castigo con la misma pasión desproporcionada con la que nos arrebatábamos el turno de enfrentarlo. Chicuelinas, navarras, orticinas, un quite por tijerillas, dos versiones diferentes de la Mariposa (yo con el capote a los hombros y Mancera con la capa a la altura de los codos), el quite de oro que ejecutó Macedo como si fuera la reencarnación de Pepe Ortiz en persona, tafalleras, saltilleras y cinco maneras distintas para definir la rebolera. Ni la vejez podrá quitarme el orgullo de que aquella tarde logré imponerme a los demás por obra y gracia de un remate que dejó hipnotizado al torazo aquel, al mismo tiempo que dejó helados a mis compañeros y a más de uno de los banderilleros que nos auxiliaron esa tarde. ¿Me entienden si dejó asentado que hablo de una larga cordobesa?
No puedo dilatarme más en nombrar a cada uno de mis fantasmas, como si los sacara de las sombras. Nos llamábamos Mariano Mancera, Víctor Macedo el Jerez, Luis Ramos el Abogado, Rafael Icaza el Pinturero y Fabián Órnelas Gargantilla, aunque Mancera y mi menda toreamos cada uno dos novilladas en distintas ciudades compartiendo el nombre de Julián Soriano. No quería poner los nombres, porque en el fondo, me duele el recuerdo: fuimos inseparables y dueños del mundo, pero hace treinta años que nos dejamos de ver. Éramos hermanos y la vida nos separó. Cada quien tomó los rumbos más insospechados y ninguno, que yo sepa, tiene más relación con los toros que la asistencia ocasional a alguna corrida de esas que resultan inevitables. Ninguno tomó la alternativa y solamente Macedo y el Pinturero lograron torear en la Plaza México sin más gloria que la de haber salido vivos de sus respectivas actuaciones. Hace años supe que Mancera sí logró terminar una carrera universitaria y que ahora se anuncia como Ingeniero; que Macedo se fue a vivir a un balneario por razones de salud y terminó siendo el administrador del lugar; Luis Ramos cumplió su apodo y creo que es abogado en Moroleón, Guanajuato, y el Pinturero fue el único que logró cumplir el sueño de vivir en España. Dicen que se dedicó al cante jondo en un sótano agitanado del viejo Madrid.
Me falta definir, como si esto fuera un testamento, que Víctor Macedo era un torero de pura escuela sevillana, alegre hasta en la forma en que se proponía banderillear a la carretilla de todas las mañanas. Tenía la fisonomía de una tauromaquia impregnada por el mismo duende con el que se debe interpretar la música flamenca y su cuerpo era una escultura que, sin embargo, aparentaba fragilidad, como si sus piernas inmóviles sostuvieran una osamenta cuyos brazos se quebraban al lancear. Era un torero sevillano, mas nunca lo vimos caer en la vulgaridad bullanguera de los diestros baratos que lidian siempre con prisas, brinquitos y engaños. Macedo era un artista, pero ataviado con el dominio casi matemático de la técnica.
Mariano Mancera, por e...

Índice

  1. Brindis
  2. La faena soñada
  3. La suerte contraria
  4. Un farol en la noche
  5. De largo
  6. Homilía inconclusa
  7. Cornada al azar
  8. De regalo