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eBook - ePub
Descripción del libro
Con un lenguaje certero y estilo impecable, Mónica Sánchez Escuer retrata la naturaleza humana en momentos de arrebato, soberbia, encono, rencor, celos, desgracia, infortunio, desventura, pérdida, siempre a la orilla del abismo, sucia por el hollín que deja la decepción en él y en ella, en todos. Brújulas encuentra sus móviles en la pulsión erótica y la muerte, ello desde una visión femínea que, lejos de acotar las posibilidades narrativas, en este caso las lleva al extremo, dando como resultado una serie de cuentos punzantes que muestran variados filos, aristas o espinas. No por algo Denis de Rougemont, en su célebre libro El amor en Occidente, enfatiza que el amor feliz no tiene historia. Aquí la prueba contundente.
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Información
Editorial
Ficticia EditorialAño
2013ISBN del libro electrónico
9786077693918OBJETOS
Espejo
Una tarde como ésta, con todas las gotas encima y un poco de frío en las manos, te fuimos a buscar mi espejo y yo. Creí que no estabas cuando golpeamos varias veces a tu puerta y sólo la lluvia respondió con su voz multiplicada.
Yo ya me quería regresar, pero mi espejo insistió; se asomó por todas las ventanas de tu casa hurgando cada rincón con sus reflejos hasta que te vio hecho bolita en una esquina. Tocamos de nuevo. No abriste. No quería seguir el juego de las adivinanzas intentando descifrar los porqués de tu encierro. No, no tenía sentido forcejear con la perilla para encontrarte ahí, sin ganas de abrirte, molesto por haber sido yo quien violara tus deseos de esconderte.
Uno, dos, tres, ¡salvación! En la calle unos niños pateaban un bote y se ocultaban para luego ser descubiertos o salvados: era un juego como el nuestro.
Si entro, lo haré para salvarme, pensé al tocar por enésima vez tu puerta; sabía que tú te quedarías hecho canica en el hoyo y no abrirías los ojos ni para mirarme de lejos. Para qué entonces pasar sobre tu cerradura si ya sabía lo que hallaría detrás y no me gustaba. Se lo dije a mi espejo pero no me escuchó. En silencio, se tendió sobre el piso y comenzó a deslizarse por debajo de la puerta.
No me podía ir sin él, así que me quedé sentada en la banqueta. Los niños de la calle se fueron pronto. El día se escurrió todo sobre mi cara y me empapó por dentro. Yo no me moví, esperando, con los ojos y la blusa y la boca hechos agua. Temía por lo que pudieras hacerle a mi espejo: qué tal si lo colgabas en una de tus paredes enmohecidas y no lo dejabas ir, o si lo rompías en mil cachitos sabiendo que la mala suerte no sería tuya sino mía.
Después de unas horas, por fin salió. Ya no llovía. Sin decir palabra, se pegó a mi pecho y emprendimos el regreso. Cuando llegamos a casa lo limpié un poco, quise sacarle brillo pero no se dejó. Lo coloqué en su sitio con dificultad: pesaba más que otras veces y, sin embargo, no cargaba ninguna imagen, ni siquiera la mía. Fue entonces cuando me lo contó todo.
Sí, estabas ahí como caramelo envuelto en papel celofán. No te movías ni un milímetro, ni siquiera cuando respirabas. El espejo se acercó y te llamó por tu nombre. Lo miraste largo rato hasta encontrarme en él: te dejaste ir por sus reflejos y besaste el vidrio, le pasaste la mano por encima para luego ceñirte a su planicie. Nada decías; sólo te fuiste quitando la envoltura poco a poco hasta hallarte desnudo frente a tu propia figura tendida sobre un bastidor de hielo. Quisiste gritar, gemir, pero era inútil: nada podías hacer contra ti mismo.
Le pediste a mi espejo que se desnudara también y besara tus venas con el canto de su cuerpo. Así lo hizo. Te quería; ahora sé que te quería más que yo. Cuando salió de tu casa te dejó hecho un muñeco de trapo, chorreando tu vida por un hilito rojo que encharcó tu piso.
Ocurrió una tarde como ésta, asustada por los rayones de luz enfurecida. Sólo que esta tarde no fuiste tú sino mi espejo quien dejó caer su vida desde lo alto de la armella hasta besar el piso y quebrarse en diamantina.
El clavo
I
Escucha su nombre del otro lado de la puerta.
—Ha muerto.
El silencio que viene después de un golpe seco, definitivo.
Su corazón le grita detrás de las costillas. No la deja escuchar con claridad el resto de la conversación. Sólo oye murmullos. Unos pasos que se alejan. La puerta que se abre. Eva intenta levantar los párpados. Inútil. Los brazos tampoco le responden. Ni las piernas, ni los labios. Siente su cuerpo como un pesado tronco que no le pertenece. No sabe quién ha entrado. El suave taconeo describe el andar de una mujer. ¿Laura? ¿Leticia? Quiere llamarlas pero su voz se queda dentro, como los gritos cardiacos que sólo ella escucha. Los tacones se desplazan por la habitación sin temor a despertar a nadie. Un cajón cruje, luego otro, papeles que se revisan o revuelven en el volátil y quebradizo ruido de las hojas. Eva que tanto cuida su intimidad, intenta abrir los ojos, reclamar, pero nada se mueve: siente como si toda la carne se le hubiera hinchado. Como si su cuerpo fuera un saco de arena mojada y ella una larva moribunda dentro. No, no está muerta. No puede estarlo. Respira. Está consciente. Escucha los tacones que se alejan, la puerta cerrarse. El silencio. Una extraña sensación de paz le entra de pronto. La mujer ya no hurga en sus cosas, ya no la ve. Ni siquiera intentó acercarse, hablar con ella. ¿Quién habrá sido? ¿Qué buscaría en los cajones? ¿De verdad la creerán muerta? ¿Qué pasó? La angustia regresa. Eva trata de recordar.
II
Llueve. El bar está lleno. Sus amigos, en la esquina de siempre, se beben los asientos de la primera copa o dan los primeros sorbos a la segunda. Eva los saluda con un gesto: besos y abrazos a distancia. Alguien pregunta si está bien Eva y ella, desconcertada, sólo sonríe. Al final de la larga mesa, Laura y Leticia conversan con las cabezas casi juntas como haciendo casita a las palabras que intercambian. A un lado, una silla vacía. Eva se sienta sin interrumpirlas y pide un vino tinto que jamás le traen. Las pláticas retoman su rumbo, las bebidas su bocas, la pareja su beso, y todo ocurre como si ella estuviera detrás de una pantalla, una pared de espejo donde todo se observa con la libertad de no ser visto. Hay algo en esa sensación de distancia, algo que disfruta. No le agrada la manera en que algunos desvían sus ojos cuando se cruzan con los suyos, pero le gusta ver a sus amigos, oírlos reír, brindarse entre excesos y recatos lo mucho que tienen entre la frente y la nuca, lo que dejan escapar de la jaula de sus costillas. Ese día suceden cosas inusuales: Jerónimo practica unos trucos de magia mientras todos hablan de sitios, y personas que ella desconoce, reuniones a las que no recuerda haber asistido.
Al salir, la lluvia cae enfurecida huyendo del cielo. Los amigos escapan de ella y desaparecen rápidamente. Eva, que se retrasó unos minutos poniéndose el saco, no alcanza a despedirse de nadie.
III
El auto sigue las instrucciones dubitativas y atrabancadas de Eva. Gira, frena y se pierde: da vueltas a una manzana oscura y laberíntica. ¿Por qué no harán todas las cuadras cuadradas? Eva sonríe. Nació sin brújula, está segura, su sistema de orientación interno lo guía una bruja enloquecida que se divierte señalando rutas equívocas. Bosteza. Quiere regresarse pero sabe que lo costará el mismo trabajo salir de ahí que llegar a la fiesta. Decide estacionarse para definir una nueva estrategia de búsqueda. Toma de nuevo la invitación, verifica los datos, se asoma buscando un letrero, el número. Y ahí, a su derecha, obvio, enorme, aparece la cifra 2358: una escultura plateada sobre un pequeño jardín frente a una gran casa. Seguramente pasó por ahí más de tres veces. Cuando baja del auto acaricia la brillante superficie de los números metálicos que le llegan casi a la cintura. Recorre con la mirada la extensión del muro: no se imaginaba un lugar tan grande. En los márgenes del portón negro no encuentra el timbre, sólo una campana antigua. Al mover el cordón, Eva escucha un “la” perfecto que se expande con sus armónicos por toda la calle y despierta a los perros del barrio. La puerta se abre automáticamente. Un amplio jardín y, al fondo, una construcción modernísima sin una sola ventana: una gran escultura de concreto cuidadosamente iluminada. No hay ruidos de fiesta, de gente. Tanto silencio, tanto muro blanco la incomodan. Si no fuera por Alan ya estaría dormida, se reprocha mientras camina hacia la única entrada visible. Alan.
IV
Piensa en esos dedos de juglar, en la risa fácil y dispersa, en esa boca de fuego que le despierta tanta incertidumbre. Y las palabras: No soy sino tu sombra. La voz profunda del cronista del infierno, como se llama a sí mismo. Lo tiene demasiado cerca, dentro, en las yemas de la piel y de los huesos. La primera noche no la invitó a cenar, no le compró chocolates ni rosas. La llevó a un muse...
Índice
- GRIETAS
- BRÚJULAS
- SINOS
- OBJETOS