Round de sombra
—soy un charlatán de éxito —continuó—. He conseguido hacer circular mi mercancía. Pero¿sabe usted qué es? Es carton-pierre.
Henry James, La lección del maestro
No era la misma, el tono de su voz la delataba —lento, pausado—, haciendo sentir que, a pesar de la tranquilidad impuesta a sus palabras, podía hurgar bajo mi apariencia para dar con el verdadero estado de ánimo.
—Sea honesto, Joaquín. ¿No le intimida encontrarse con ella?
Un silencio incómodo se estableció entre nosotros. Pude escuchar en la bocina el ritmo de su respiración. Debí haber salido con la verdad: las momias nunca me han asustado y menos una como su madre, prócer de Guanajuato. Pero no iba a poner en riesgo la posibilidad de relacionarme con Patricia Santiesteban, multipremiada, doctora honoris causa por varias universidades de la Ivy league; única mexicana, según la solapa de su novela más reciente, traducida al ruso, al bretón, al zulú, al euskadi y a algunos idiomas más de los que en la vida había oído nombrar.
—Que sea una escritora de éxito, en vez de ponerme nervioso, me entusiasma.
—Algunos se cohíben —insistió Jimena, con una vocecita aguda, infantil.
Pinche promotora cultural tercermundista... ¿Cómo te atreves a pensar que no seré capaz de alternar las sesiones de un taller de literatura con tu célebre mamacita? ¿Y mi último libro, Las tentaciones del ave y otras historias, una colección de relatos eróticos que la crítica capitalina calificó de “botones literarios que rompen con la forma tradicional del género”?
Hice acopio de paciencia y modulando la voz, solté a la fundadora del centro cultural “Patricia Santiesteban” mi supuesta admiración por su progenitora. Le dije cómo coleccionaba sus obras desde mis años universitarios y que me habían fascinado.
—Fue su Elegía al hombre la que me llevó a convertirme en escritor. La novela cayó por casualidad en mis manos. De no haberla encontrado —agregué con calculadas pausas—, pasaría la vida en una triste oficina como muchos de...
—Ya sé —cortó de improviso mi discurso—, algo similar dijo la otra escritora, esa que pertenece a tu grupo y, ya viste, me dejó plantada, nunca llamó.
Contuve la risa. Estuve a punto de soltar la verdad, que nada tuvo que ver Yolanda —una poeta de nalgas apetitosas a la que le sobra dinero y falta talento— y que yo, para agenciarme esta oportunidad, me había encargado de evitar ese telefonema. Pero no estaba loco, así que una vez más escogí la cortesía.
—Sabes cómo son los poetas... enamorados, soñadores... no sabemos si los excitan la luna, las mareas o los trenes... todo se les olvida. En cuanto a las poetas, el alma femenina siempre las pierde. En mí puedes confiar, no es la primera ocasión que realizo un proyecto de este tipo.
Suficiente.
El tono de su voz se dulcificó y volvió al tema que realmente le interesaba a la muy mercenaria: el precio a cobrar a las viejas ociosas que ya habían confirmado su asistencia, atraídas por el nombre del candil literario de su madre.
Cuando colgué, sentí como si hubiera ganado por puntos el primer round de una pelea de box. Fui al cuarto y escogí una combinación de ropa que ayudase a dar la impresión de ser un intelectual de buena cuna, como los falsos personajes construidos por Patricia en sus novelas: camisa blanca de algodón egipcio, pantalones beige de gabardina, mocasines italianos. Me acerqué a la ventana. Ya era hora de ir pensando en dedicar más tiempo a la literatura. Encendí, como despedida, el resto de una bacha de marihuana. Afuera, el cielo comenzaba a tornarse grisáceo.
Pensé en Patricia. Traté de entender porqué alguien que hereda una fortuna, vende libros como zapatos en barata y cobra un dineral por presentar sus “cápsulas” anodinas en el noticiero de más rating de Multivisión, insiste en navegar con esa bandera rojilla que causa tanta controversia entre sus seguidores. No parece importarle que sus contemporáneos hayan abandonado el barco de la izquierda, ni que estemos en pleno siglo XXI. Tal vez lo hace, reflexioné, porque sigue obedeciendo la regla principal de la vieja intelectualidad burguesa: despotrique en contra de la oligarquía, pero hágase de un pisito en París o un penthouse en Nueva York, desayune huevos con caviar y beba sólo Perrier. En realidad cómo viva me tiene sin cuidado. Detesto sus novelas y nunca la he considerado más que una escritora light.
Desde La solidez del espectro —y en esto un montón de personas estamos de acuerdo— no ha escrito nada que valga la pena. Todo mundo sabe que su dinero le permite contar con la ayuda de ghost writers, “negros” encargados de rescribir sus libros, que dejé de leer con la aparición de su soporífera Isolda, la historia de su alter ego y, por la cual, recibió el ¡Premio Nacional de Literatura!, como si las letras mexicanas pudieran resumirse en la vida de una vieja artista libertina que contrata a un novel escritor para transcribir sus memorias.
Mi principal interés era que su nombre apareciera junto al mío en la publicidad del curso, que los periódicos nos sacaran fotos juntos, que diéramos entrevistas al alimón, que los críticos me identificaran con ella. Me serviría para conseguir una extensión de la beca del Consejo de Cultura y acercarme a Venera, la editorial española que imprimía cuanta intrascendencia escribiera o recomendara la diva. Mi novela Los territorios de la noche, a la cual dediqué cinco años, estaba lista y relegada desde hacía tres. Una recomendación de la Santiesteban y la editorial se interesaría en ella.
¿No fue así como lograron entrar por la puerta grande los mediocres Cristina Sotomayor y Juan Camilo Fernández?
Di el último toque al resto de la diminuta bacha que sostenía entre los dedos y abrí la ventana para que la habitación se ventilara. Comenzaban a encenderse las luces de la calle. El aire fresco circuló por el departamento. Miré mi reloj: tenía menos de una hora para llegar a la cafetería que acordamos.
De cerca, enfundada en un vestido escotado de manta cruda —lechosa, casi cerúlea por el maquillaje, el pelo escaso y platinado, los ojos dormidos—, Patricia lucía mucho más vieja de lo que las cámaras televisivas dejaban ver. Con aquel estrafalario collar de lapislázuli, pendiendo de su apergaminado cuello, parecía un decadente personaje de Fitzgerald. Ella misma era su Isolda. Dije buenas noches, me acerqué a Jimena para darle un beso en la mejilla y me abstuve de hacer lo mismo con la momia para evitar un desaire, pues noté que mi llegada no le mereció dejar el flan napolitano que ella y un niño rubio de ojos dormidos —la inequívoca marca Santiesteban— devoraban con avidez.
—¿Y este muchachón? ¿Es tu hijo? —le pregunté a Jimena y tomé asiento junto a su madre.
—La gente dice que nos parecemos.
—Igual de guapo que la mamá y la abuela —agregué, con ánimo de halagar el oído de la matriarca; no obtuve resultado.
—Mamá —tuvo que intervenir Jimena—. Joaquín de Pedro, el escritor del que te hablé.
—Ah, mucho gusto —dijo la grande, sin soltar la cuchara y dirigió un momento el azul cielo de sus ojos de borrego hacia mi cara, casi sin mover el rostro.
Esbocé una sonrisa obsequiosa que fue correspondida con una mueca forzada. Entonces Jimena, acostumbrada a lidiar con los desplantes de su madre, intervino. Comenzó por hablar del Poliforo Cultural, de las funciones de teatro alternativo, de las clases de yoga y cocina macrobiótica que tenían cada vez más adeptos. Yo, ocasionalmente, aportaba frases que reforzaban sus comentarios, pues me di cuenta que la luminaria nacional no había sido informada de nuestros planes. Ella y el nieto, mientras tanto, se ocupaban de un segundo flan. La cuchara iba y venía con un ágil vaivén. Así transcurrieron unos minutos hasta que Jimena tocó el tema del círculo literario.
Dijo que un grupo de señoras había solicitado insistentemente un taller de letras. Subrayó, como era de esperarse, que estaban dispuestas a pagar lo que fuera con tal de que Patricia Santiesteban lo impartiera.
—Mueren por conocerte, mamá —finalizó.
Fue en ese momento cuando la insigne dejó de ocuparse del postre y dirigió a su hija una mirada punzante.
—¿Por qué me ves así? Ya sé cuánto te molesta que haga compromisos sin consultarte.
—No lo parece.
—Déjame terminar, he pensado que Joaquín sea el titular del curso. Sólo tendrías que venir una vez por bimestre a supervisarlo y, de paso, a convivir con las alumnas.
—Entonces, ¿para qué me necesitas, hijita? ¿No basta el currículum de tu amigo?
Cuando escuché esta frase decidí intervenir. Era lógico que la diva cuestionara mi trabajo, pero, ¿por qué carajos ni siquiera se dirigía a mí? Rápidamente hurgué en mi portafolio y coloqué sobre la mesa Las tentaciones del ave y otras historias. El libro brilló con sus tonos azulosos sobre el mantel blanco.
—¿Tuyo? —lo ojeó sin esperar contestación.
Expectante, apoyé mis codos sobre la mesa, entrecrucé los dedos de las manos y me puse a girar los pulgares, uno alrededor del otro, a la espera del veredicto.
Jimena se levantó a darle el postre al niño que había comenzado a emitir chillidos y a aporrear la cuchara. Patricia continuó revisando el volumen. Rasgó la portada con sus garras, leyó atenta mi exigua biografía en la segunda de forros, y la síntesis y comentarios —pagados— de mis colegas en la contraportada. Escogió algunas páginas al azar y se abstrajo leyendo, sin prestar mayor atención a la perorata con la que Jimena intentaba romper su silencio. Sólo despegó sus párpados dormidos un instante del libro para limpiarse, con un gesto de repugnancia, una gota beige con la que el chillón había pringado el ribete artesanal de su vestido.
Tras unos minutos habló el oráculo:
—Hay talento, no necesitan de mi ayuda.
Quedé boquiabierto. ¿La gran Patricia Santiesteban me estaba dando el espaldarazo o simplemente quería librarse del compromiso?
Nada más escuchar a su madre, Jimena arremetió enseguida:
—Te equivocas, mamá. Aunque Joaquín fuera el mejor escritor de México, necesitamos que vengas. Lo sabes perfectamente. Tu nombre aparece ya en los pósters y en los anuncios del periódico.
Patricia suspiró, dirigió nuevamente las pupilas al rostro de su hija y meneó lentamente la cabeza. Jimena buscó mi mirada. No hubo necesidad de decir más, el trato estaba hecho. Me alegré al pensar en todos los beneficios que podría obtener con la cercanía de la escritora. Acto seguido, llamé al mesero y pedí un helado doble. Eran la ansiedad y el monchis.
El martes siguiente me presenté en el Poliforo Cultural para impartir la primera sesión. La sede, una casona de fines del siglo diecinueve, recién restaurada por el despacho de Augusto H. Álvarez —con el dinero de la diosa, por supuesto—, había quedado a la altura de las pretensiones de su dueña. Pisos de pasta, techos de teja francesa, pesados ventanales de cedro rojo que lucían como si el andar del tiempo nunca hubiera transitado sobre ellos. Jimena apareció con una cafetera humeante y una bandeja de panecillos de linaza en las manos.
—Servicio para tus alumnas —comentó.
Instantes después tomé asiento en la cabecera de una larga mesa donde me aguardaban siete mujeres maduras. Las carnes magras, el pelo recogido al estilo de las bailarinas del Royal Ballet de Londres, los labios abultados y el rostro anguloso, como si todas hubieran sido tasajeadas por el mismo cirujano plástico: el tipo de señoras que hace pilates y frecuenta clínicas de rejuvenecimiento. Rápidamente hice cuentas. Si lograba mantener interesadas a estas pájaras, cobraría nueve mil pesos al mes por cuatro horas de trabajo a la semana, mucho más de lo que ganaba en el periódico, rajándome el lomo el día entero.
Para esa tarde escogí los relatos Paraíso Celeste, de Tabucchi y Tierra dorada, de Faulkner. Con el primero, ambientado en La Toscana, y que transcurre en la residencia de campo de una pareja de aristócratas, mis discípulas, acostumbradas a leer nada más que a Isabel Allende y a Coelho, quedaron complacidas. La cruda historia del segundo, acer...