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Retablo de quimeras
Descripción del libro
Las quimeras de Luis Bernardo Pérez, más allá de sus ayeres monstruosos, son la parte amable, lúdica e inteligente de dichos seres fantásticos encarnados en una mitología que no ha dejado de ser contemporánea. De esta manera, Ficticia presenta un retablo de historias de uno de los cuentistas mexicanos cuya limpieza literaria, respeto por la palabra escrita y conciencia de los mil y un cuentos que un sólo cuento puede contar, lo convierten desde la claridad de su narrativa en un autor asombroso.
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Información
Editorial
Ficticia EditorialAño
2013ISBN del libro electrónico
9786077693994La casa del olmo
Después del desayuno, Peter Winters subió a su camioneta para dirigirse, como todos los días, a la Casa del Olmo. Era un viaje corto. Un poco más de un cuarto de hora a velocidad moderada por la carretera 46. Primero estaba el viejo molino, luego la granja de Frank Wilson y, pasando la curva, en un claro rodeado de maizales, se alzaba la casa: una construcción de dos plantas de aspecto descuidado. Peter podía haberla arreglado hace mucho; darle por lo menos una mano de pintura, cambiar las tablas podridas del piso y del techo o reparar alguna de las desvencijadas puertas. Pero eso habría sido un error y él lo sabía. Era importante mantener las cosas así, conservar esa apariencia de abandono.
Peter detuvo un instante la camioneta frente al anuncio que él mismo había colocado el año anterior para impedir que los visitantes se equivocaran y pasaran de largo. Lo miró un instante para comprobar su estado y luego entró lentamente por el camino de tierra. La casa estaba todavía a medio kilómetro de allí. Peter pudo distinguir cuatro autos estacionados afuera y a varias personas paseándose cerca.
Mientras se aproximaba recordó que al principio estuvo a punto de mandar demoler la casa y vender el terreno. “Es lo mejor que podemos hacer. Ahora ya nadie va a querer rentarla y a nosotros nos hace falta el dinero”, le había dicho a Edna, su mujer, quien estuvo de acuerdo. Incluso habló con algunos posibles compradores por teléfono y fue un par de veces para ver si había alguna pieza de mobiliario que mereciera ser rescatada. La propiedad no valía gran cosa, pero algo podría sacársele. Una tarde había ido a recoger una mesa y un librero. Estaba sentado en el porche fumando un cigarrillo cuando llegó un sujeto a bordo de una Cherokee nueva. Peter supuso que era un cliente.
—Sólo quiero ver la casa por dentro —aclaró el hombre.
—Ya se llevaron casi todo lo que valía la pena ver. Sólo quedan algunos muebles viejos.
—Aun así me gustaría echar un vistazo. ¿Puedo?
Peter asintió e hizo pasar al sujeto. El interior olía a humedad y el polvo se había acumulado en los rincones, pero al recién llegado no parecía importarle. Caminaba de una habitación a otra y, con evidente excitación, pidió ver el sótano. Su interés aumentó cuando Peter le dijo que Cooper había sido su inquilino.
—¿En serio? ¿Usted lo conoció?
—No muy bien. Sólo lo veía el primer jueves de cada mes, cuando le cobraba la renta.
—¿Y cómo era? Hábleme de él.
—Parecía un individuo como cualquier otro. Bueno, quizá más reservado que la mayoría. No acostumbraba mezclarse con la gente del pueblo.
Después de ver la casa y antes de subirse a la Cherokee, el hombre le dio las gracias y le entregó un billete de cinco dólares. Peter no se lo esperaba. Quiso rechazar el dinero pero la insistencia del otro terminó por disuadirlo. Volvió a sentarse en el porche todavía con el billete en la mano y, mientras observaba el rostro de Abraham Lincoln, se le ocurrió la idea.
Edna lo miró con perplejidad cuando escuchó su plan. “No voy a dejar el taller —argumentó él—. Será algo temporal. Sólo mientras aparece un comprador.”
Eso había ocurrido ocho años atrás.
Peter estacionó su camioneta junto a los demás autos y se acercó sonriendo al grupo. En realidad había menos gente de la que creyó advertir desde la entrada. Eso no le preocupaba; casi siempre era así los lunes. Con una mano se alisó el pelo y dio la bienvenida a los visitantes. Había una pareja de jóvenes de sexo indefinido con tatuajes y aretes en la nariz; un individuo calvo y grandote, oculto tras unas gafas de fondo de botella; tres japoneses (dos hombres y una mujer) con sus inevitables cámaras fotográficas; un caballero maduro con cara de jubilado y dos damas elegantes que parecían salidas de un campeonato de canasta. Estas últimas desentonaban un poco respecto a los demás. No eran el tipo de gente que solía acudir al lugar. En cambio los jóvenes con los tatuajes y el nerd de las gafas representaban a la perfección al visitante promedio.
Después de cobrar la entrada y entregarles un boleto, Peter subió los dos escalones que conducían al porche para quedar por encima del grupo. Desde allí les dirigió la palabra:
—En nombre de los habitantes de Studbridge, permítanme darles la bienvenida a la Casa del Olmo. Hoy conocerán de cerca una de las páginas más oscuras de este condado, es una historia con la cual ustedes seguramente están familiarizados, pues de otra manera no habrían venido hasta acá. Sin embargo, hay cosas que ignoran, detalles sobrecogedores y poco conocidos que, espero, harán de su visita algo memorable. Están ustedes en el lugar de los hechos, en el sitio preciso donde ocurrieron los horribles sucesos que hicieron de Martin Cooper una celebridad internacional.
Sus palabras no parecían haber causado un gran efecto. Los japoneses lanzaban algunas risitas; la pareja de los aretes lo miraba con indiferencia. Era normal. El interés nacería poco a poco, conforme se adentraran en el relato y recorrieran la casa.
Tiempo atrás, cuando Peter puso en marcha su plan, se enfrentó a varios inconvenientes con los cuales no había contado. Para empezar la casa estaba casi vacía. Solamente quedaban sus propios muebles y algunos cachivaches inservibles. Todo lo demás, la ropa, los libros, los cuadros y los objetos personales de Cooper habían sido retenidos como evidencia y enviados más tarde a uno de sus hermanos en Iowa. En cuanto a los objetos más importantes, es decir, a los instrumentos de “trabajo” de Cooper, seguramente estarían oxidándose en alguna bodega policiaca. Pero este no era el único inconveniente. También estaba la cuestión de la historia. Peter conocía los sucesos de manera bastante superficial. No había seguido la noticia con el suficiente cuidado y, por lo tanto, existían muchos pormenores desconocidos para él.
Es cierto que al sujeto de la Cherokee que lo había visitado aquella tarde no le importó nada de eso. Igual se paseó por la casa vacía y se conformó con la poca información recibida. Con todo, Peter sospechaba que la mayoría de la gente querría desquitar el dinero de la entrada. Él debería ofrecerles algo capaz de justificar el precio del boleto.
Aunque Edna continuaba sin estar muy de acuerdo con el proyecto y siempre se negó a formar parte de él (afirmaba que sentía escalofríos de sólo pensarlo), fue ella quien le dio la solución a estos problemas. En realidad —le explicó— no era necesario que la casa luciera tal como la tenía Cooper. Sólo debía “parecer” la casa de él. ¿Quién iba a desmentirlos?
Con esta idea en mente, Peter consiguió varios objetos de segunda mano y decoró los interiores siguiendo su propio criterio. Nada debería parecer demasiado nuevo. Incluso colocó en las ventanas las cortinas de su propia casa, las cuales estaban decoloradas por el uso, y llenó los roperos con prendas compradas en una venta de caridad.
Respecto a los pormenores de la historia, el asunto fue más sencillo. Edna le dijo que en la biblioteca del estado se podían consultar los periódicos donde había aparecido la noticia. El escándalo duró varias semanas y, por lo tanto, se publicaron varios artículos con toda clase de datos. En uno de los periódicos consultados Peter recibió un inesperado regalo: una foto del sótano tal y como lucía cuando los detectives irrumpieron en la casa. En una ferretería encontró todo lo necesario para arreglar el lugar como se veía en la imagen.
Peter hizo pasar a los visitantes de aquel día. El ambiente un tanto sombrío del recibidor, con sus pesados cortinajes y su piso de madera descuidada, dieron lugar a los primeros signos de inquietud. Los japoneses dejaron de reír y todos contuvieron la respiración. Los gruesos lentes del sujeto calvo parecían dos minúsculas peceras en las que flotaban inmóviles sus negras pupilas. Entonces Peter comenzó su relato. Con el tiempo, éste se había vuelto más barroco, con muchos y muy variados detalles (la mayoría producto de su imaginación). Además, conforme iba perfeccionándolo, aprendió a dosificar la información, a crear pausas en los momentos precisos para incrementar el suspenso y a manipular a su auditorio con detalles un poco teatrales. En cierta ocasión, uno de los visitantes lo felicitó al concluir el recorrido, le dijo que había sido una experiencia fenomenal. Era un escritor de Los Angeles y, según le explicó, estaba preparando un libro titulado Guía de asesinos en serie, donde pensaba incluir a la Casa del Olmo. Esto atraería a más turistas.
La primera parte del recorrido no era muy espectacular. Consistía en un paseo por las habitaciones de la planta baja y el primer piso. Para darle interés al asunto, Peter se concentraba en la figura de Cooper, intentando describirlo bajo la luz más misteriosa posible. En su opinión, aquel hombre despedía un aura inquietante, su rostro sugería algo maléfico. Si no hubiera tenido necesidad de dinero en aquella época, solía explicar, jamás le habría rentado la casa. “Siempre abrigué sospechas.”
Todo eso era, por supuesto, una mentira. Martin Cooper nunca le llamó la atención mientras fue su inquilino. Era un sujeto maduro sin ningún rasgo físico sobresaliente. Siempre pagaba a tiempo y no tuvo con él ningún tipo de familiaridad. De hecho, ya ni siquiera recordaba bien el tono de su voz. Quizá lo único notable eran sus ojos, aquellos ojos grises daban la impresión de estar muertos, no había pasión ni odio, ningún sentimiento humano habitaba en ellos. Eran como dos pozos de agua estancada y legamosa. No obstante, este dato resultaba insuficiente, era necesario adornar la historia con detalles más significativos y premonitorios.
—Si abrigaba sospechas sobre él ¿por qué nunca lo denunció? —preguntó de pronto el sujeto de las gafas de pecera.
—Perdón, ¿qué dijo?
Peter odiaba ser interrumpido; la atmósfera de misterio y terror que con tanto cuidado se esforzaba en crear se diluía cuando alguien intervenía de improviso.
—Pregunté por qué no avisó a la policía si sospechaba de él.
—Lo hice —respondió Peter sin inmutarse—. Pero Cooper era demasiado listo. Consiguió ocultar cualquier evidencia incriminatoria y así engañó a los agentes que lo visitaron en aquella ocasión.
Había algo de verdad en estas afirmaciones. Cuando los asesinatos se multiplicaron, la opinión pública comenzó a inquietarse y a presionar. El departamento de policía fue tachado de incompetente y se habló de destituir al alguacil...
Índice
- Muñecas
- Esfera
- Promenade
- Sombras
- Médico de casas
- Atardecer con fantasma
- Pintor de ángeles
- Caracola
- Ajedrez
- Príncipe azul
- Regalo
- Accidente
- Hotel Celeste
- El beso
- La nube
- La casa del olmo
- Jardinería