Boxeo de sombra
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Boxeo de sombra

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Descripción del libro

Cuentos que se mueven en diferentes épocas y lugares: en los campos de futbol de la Italia del siglo XX, en los palacios y tabernas de la península Ibérica apenas independiente, en un tiempo y espacio que son todos los tiempos y espacios, en los pasillos conventuales de la Nueva España, en la Florencia Renacentista, etc..

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Información

ISBN del libro electrónico
9786077693819
El hijo del cohetero
Our hearts are in the dive.
We have become the inexplicable.
We have become the unbelievable.
We are our own descendants, the children
we always wanted to be.
Jim Shepard
Siempre quise ser piloto; surcar los aires y defender Alemania; atravesar los cielos a toda velocidad a bordo de un Messerschmitt 163; superar los mil kilómetros por hora; pero no pasé ninguna de las pruebas para ingresar a la Luftwaffe. El mismo ejército con el que deseaba pelear se encargó de truncar mis sueños: aparentemente, mis conocimientos científicos eran más valiosos que mi vocación. Eso me dijeron cuando recibí la carta de rechazo.
Llegué a la base militar de Peenemünde un martes por la madrugada, a finales de 1941. Apenas descendí del vagón, se me acercaron dos hombres que descansaban sobre el cofre de un jeep militar: uno era alto, bien parecido, con piernas demasiado largas y ojos azules muy inquietos: se movían de izquierda a derecha a una velocidad asombrosa; el otro, un tipo robusto, bajo, de rostro aplastado, cabello sin peinar y grueso; concentraba toda su atención en la cerveza bávara que bebía de modo compulsivo. Me dijeron sus nombres clave: la “mosca” y el “oso”, respectivamente. No permitieron que me presentara. Según ellos, la importancia del proyecto balístico obligaba a ocultar la identidad de los participantes. De camino, la “mosca” aseguró ser la única persona que conocía mi verdadero nombre; frente a todos debía utilizar el de la “pulga”. Una de las estrategias para mantener la seguridad consistía en reducir al mínimo la divulgación de las identidades: cada miembro del proyecto sabía el nombre de un sólo compañero y sólo una persona conocía el suyo. De inmediato le comenté que yo ignoraba el nombre de todos, pero no hubo respuesta.
En cuanto llegamos, me condujeron a la oficina de ingresos para entregar mis papeles y, tan pronto como me presenté con el jefe de sección, supe que estaba condenado. No tardaron en reventar las carcajadas cuando aseguré llamarme la “pulga”. A partir de ese momento fue inevitable; todo Peenemünde me conoció así. Los nombres verdaderos de mis dos acompañante eran H... y W... Bautizar al recién llegado era la tradición del lugar y lo tenían planeado desde hacía semanas. Incluso colocaron un letrero sobre mi cama que no dejaba lugar a dudas sobre su futuro ocupante.
A pesar de que Peenemünde era una instalación militar en forma, parecía que sólo ese insignificante punto del mapa alemán no estaba en guerra. De primera instancia nada saltaba a la vista: ingenieros estudiando fuerzas de resistencia, matemáticos calculando trayectorias, mecánicos poniendo y quitando piezas a los armazones de las bombas. Pero algo no estaba en su lugar. Es cierto que todos trabajaban con diligencia en sus labores, que nadie descuidaba sus tareas, en fin, que todo funcionaba como debía. La única anormalidad era la ausencia de la guerra en el imaginario de sus habitantes. Ni siquiera las pláticas de sobremesa, después de una larga jornada, eran pretexto suficiente para charlar acerca del conflicto. Sólo se hablaba de las bombas, y sólo mientras no se tocara el tema de la guerra. Era una especie de preocupación desinteresada por los aspectos más técnicos de las armas, como si se tratara de un proyecto animado por una voluntad exclusivamente científica.
El encargado de la base era el mayor-general Dornberger, un militar de carrera reconocido, cuya labor se limitaba a mantener una apariencia más o menos bélica del lugar; no obstante, en realidad el hombre al mando era el prestigioso Werner von Braun. Sobre sus hombros descansaba la terrible responsabilidad de construir las armas más innovadoras jamás imaginadas.
Desde el punto de vista científico el proyecto resultaba atractivo; la idea era diseñar bombas capaces de atravesar grandes distancias y acertar perfectamente en el blanco. Pero a mí me irritaba no ser piloto de un Messerschmitt. Lo peor, avanzábamos a un ritmo frustrante, como si no hubiera prisa por derrotar al enemigo. Desde la primera vez que recibí mi legajo de instrucciones, comprendí la razón de la demora: las especificaciones eran tan desmesuradas que parecía como si la prioridad fuera entorpecer la fabricación de las armas.
Empecé trabajando en las labores más insignificantes para un físico graduado con honores del Instituto Tecnológico de Berlín, aun para uno recién titulado como yo. No sólo era el novato, sino el “aficionado” a la guerra. Sorprendentemente, esto fue motivo de exclusión, como si el interés por el conflicto viniera a alterar el plácido ambiente en el que vivíamos. No ayudó mucho para la comodidad de mi estancia compartir habitación con la “mosca”; aún le guardaba rencor por haberme bautizado por segunda y definitiva ocasión. Para colmo, no abría la boca salvo para hablar de motores, combustibles y diagramas; en cuanto yo mencionaba la guerra, se callaba de inmediato y su semblante se volvía sombrío, como si le hubiera recordado algo ominoso.
Después de un tiempo de convivencia forzada, y resignado a seguir haciéndolo durante quién sabe cuántos meses más, intenté dar el primer paso para entablar una relación. En un principio supuse que podría acercarme a él con el pretexto de mi afición aeronáutica: antes de entrar al proyecto balístico, la “mosca” fue piloto de pruebas de mis anhelados Messerschmitts. Cuando le pregunté el motivo de su renuncia, simplemente me contestó:
—Esos aparatos son muy peligrosos.
Luego me enteré que, en efecto, eran muy peligrosos: cada semana se perdían cuatro o cinco aviones con sus respectivos pilotos. Seguí con mis intentos de sociabilizar, aunque siempre era lo mismo: apenas iniciaba una conversación, él cambiaba al tema. Jamás hablamos de la guerra.
Mis primeros meses transcurrieron entre proyecciones de parábolas y cálculos para determinar la potencia necesaria en un despegue, labores que podían ser hechas casi por cualquiera. Y ni siquiera esto lo pude hacer bien: cada media hora la “mosca” sobrevolaba mi lugar y empezaba a fustigarme con preguntas acerca de las bombas. Desde luego, eran tareas mucho más complejas comparadas con las que me habían asignado en un principio. Una vez obtenida mi respuesta, regresaba a su lugar habitual de trabajo: tanto él como el “oso” y un puñado más de gente que integraba el grupo de colaboradores cercanos, se la pasaban todo el día trabajando en el despacho de von Braun. Mientras tanto, yo seguía recluido con los más incompetentes. Influenciado por mi antipatía hacia la “mosca”, llegué a suponerlo un ignorante que se valía de mis conocimientos para congraciarse con von Braun; tiempo después descubriría que en realidad se trataba de un físico competente y que todo eso era parte de una prueba a la que sujetaban a todos los novatos.
En un principio, lo más cercano a un amigo fue el “oso”, si se le puede llamar amigo a alguien con quien la única interacción consiste en jugar ajedrez, beber cerveza y compartir silencios. Su primera muestra de una relación con el habla ocurrió semanas después de haber llegado yo y se limitó a un simple:
—Pásame otra cerveza.
Y así, entre tareas insignificantes y partidas de ajedrez me hice de una rutina.
Una noche, tras una de las ya habituales reuniones con el “oso”, me despertó el susurro de la “mosca”. Cuando logré despabilarme, su rostro estaba a unos centímetros del mío y los ojos parecían a punto de salirsele de las cuencas.
—¿Quieres ver las bombas? —preguntó.
No supe qué contestar.
—¿Quieres ver las bombas? —repitió con una sonrisa como de niño que invita a un amigo a espiar a la vecina mientras se baña.
Me vestí de inmediato, nos encontramos con el “oso” en una de las pistas de despegue y me condujeron a los hangares. Adentro, la “mosca” se dirigió a una estructura cubierta con una lona. Nunca podré olvidar ese primer contacto que tuve con las bombas. Asemejaban un diminuto avión para una persona: en la parte superior, sujeta a la estructura principal por medio de una especie de pedestal, descansaba el motor capaz de alcanzar los seiscientos cincuenta kilómetros por hora. Al cabo de un rato, el “oso” se escapó por unas cervezas y pasamos la noche platicando junto a la bomba. Brindamos por mi ingreso al grupo.
—Es un desperdicio que trabajes con los demás —aseguró la “mosca” antes de volver a brindar.
Pero lo mejor vino a la mañana siguiente, cuando comprendí lo que sucedía en Peenemünde. Apenas encendieron los motores, el hangar dejó de existir: el demencial ruido hacía perder cualquier otra referencia sonora; era un sonido altísimo, pero de una sutileza casi musical, un soplido incesante de “eles”, como el que emiten los trolebuses, aunque amplificado hasta el absurdo.
—¿Quieres tocarla? —gritó con todas sus fuerzas la “mosca” cuatro veces antes de poder escucharlo. Entonces puse mis manos sobre ella. Fue como si un ferrocarril me atravesara de arriba abajo. Grité. Aullé. Reí nerviosa-mente.
—Tómalo con calma —me dijo el “oso”—, cuesta un poco acostumbrarse, la sensación puede durar bastante.
Y en efecto, no dejé de temblar en varios días.
A partir de ese rito de iniciación se me permitió la entrada al “templo”: el estudio-oficina de von Braun. Trabajando con él, logré darme cuenta de la magnitud de su proyecto. Su objetivo: una superbomba que excedía por mucho las necesidades de la milicia, un arma capaz de cruzar el planeta, un misil que me hubiera gustado volar. El ingreso al distinguido grupo me abrió las puertas de Peenemünde: nadie me volvió a llamar “pulga”, salvo la “mosca” y el “oso”, claro está. Ninguna de las reglas aplicables en la base estaba dirigida a nosotros: podíamos beber cuanto quisiéramos, ordenar tareas innecesarias, alargar los descansos hasta el hartazgo.
Las partidas de ajedrez con el “oso” cambiaron por completo. Ahora teníamos como invitado permanente a la “mosca”, culpable de que, poco a poco, empezáramos a perder el interés por el juego hasta cambiarlo por discusiones acaloradas sobre las bombas. Al final, logró contagiarme ese entusiasmo enfermizo que antes odiaba. Y todo esto mientras trabajábamos para producir el aparato volador más impresionante que se hubiera soñado.
Éramos los amos de la comarca; los elegidos; “los hijos del cohetero”, como se nos llegó a conocer a los tres en la base.
Así, a pesar de no haber cumplido mi sueño de pelear a bordo de un Messerschmitt, alcancé la misma despreocupación estoica que cubría a Peenemünde. Era como si el tiempo no existiera, como si la guerra estuviera ocurriendo en otro momento y otro lugar. Es más, era como si nunca hubiera iniciado. En general, todo me recordaba mi época de universitario: mucho trabajo por las mañanas, mucha bebida por las tardes y muchas a risas a costa de los compañeros menos afortunados.
Eventualmente comencé a tomar el ritmo deseado y comprendí que la aparente lentitud no era tal, tan sólo hacía falta postergar el estado de la guerra y evitar a toda costa las noticias, ya fueran promisorias, como lo fueron al principio, o adversas, como al final. El único obstáculo eran los “demás”, los ingenieros, los matemáticos, los mecánicos que, incapaces de mantenerse a la altura de nuestras ideas, siempre hallaban la forma de entorpecer la marcha. Esto, desde luego, coartaba por completo nuestra libertad creativa: podíamos diseñar lo que quisiéramos, pero, al mismo tiempo, el aparato debía de ser lo suficientemente realista como para construirlo.
Nos costó mucho, aunque al fin logramos ensamblar los primeros prototipos de las v-1 a principios del 42. Ni siquiera tuve que verlas en vuelo para casi reventar en llanto. A petición nuestra, los ingenieros accedieron a pintar los prototipos con un diseño ajedrezado en blanco y negro. Eso fue idea del “oso” y mía, como un homenaje secreto a las partidas de ajedrez. Aún conservo una foto con la leyenda “los hijos del cohetero”, garabateada por la “mosca” horas antes de la primera prueba: él está a la derecha, el “oso” en el centro y yo a la izquierda. Detrás, el primero de los prototipos con la pintura todavía fresca.
Al día siguiente todo estuvo listo desde temprano: justo afuera del hangar se colocaron las diez rampas de despegue. Para el ejército, la prueba resultó ser un desastre: ninguna de las bombas acertó en el blanco. Y eso es mucho decir. En realidad salieron disparada...

Índice

  1. El constructor de goles
  2. Un cobarde con nombre de valiente
  3. La sonrisa del demiurgo
  4. El rostro del niño
  5. El murmullo de la muerte
  6. Telamón
  7. Confesiones de un escéptico
  8. Boxeo de sombra
  9. El hijo del cohetero