Las hermanas Marx
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Las hermanas Marx

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Descripción del libro

Libro que se compone de tres cuentos en donde los protagonistas el hijo de un Nobel mexicano; un fotógrafo que a sus cuarenta años desea reiniciar su vida y el último heredero de Marx y sus temas el desamparo, la soledad y la esperanza, los equívocos y las certezas, el amor, la traición y los juicios sumarios habitan territorios extranjeros marcados por el sino de lo mexicano.

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Información

ISBN del libro electrónico
9786075210056
Armas que fueron humilladas
A Russell M. Cluff
I
Alberto llegó puntual a la cita. Llevaba su cámara colgada al hombro y una sensación en el estómago que bien a bien no podía definir. ¿Amor? ¿Miedo? ¿Deseo? Josefina no tardaría en llegar, o por lo menos en eso habían quedado. Que no trajera al pequeño Hugo, por favor, ni al grande —se sonrió con este pensamiento—, mientras se paseaba por la librería. Se entretuvo en la mesa de novedades. Otro libro de Savater, a quien llamaba el Julio Iglesias de los filósofos. Y otro más de Javier Marías, el Julio Iglesias de los novelistas. Demasiados fanáticos suyos a quienes detestaba como para leerlos y demasiado caros —ediciones españolas— para comprarlos. Se le ocurrió ver, una manera de matar el tiempo, si estaba el poemario de Hugo. Exaltaciones, era el título. Un dependiente que bostezaba detrás del mostrador, junto a un arbolito de Navidad comprado hacía una década, le indicó la sección de poesía. Revisó los estantes. Lo hizo con algo parecido al morbo. Le agradó no encontrarlo. No le deseaba mal, pobre diablo, pero tampoco le deseaba éxito: no se lo merecía. Y menos con esos títulos. El propio Alberto se sorprendió de pensarlo con tamaño desdén. No era un sentimiento producto de la rivalidad. O de los celos. Para nada. Más bien, le tenía lástima. Una lástima con la que él mismo podía identificarse. A sus años y con esa vida. “Mi marido… es un inútil”, dijo ella.
Josefina Cardoza trabajaba como jefa de redacción de una revista cultural. Era una mujer de pelo oscuro, cercana a los cuarenta, parecida a una actriz norteamericana que Alberto admiraba por su elegancia, bellos ojos enmarcados por unas espesas cejas, una figura estelar en películas de la serie B que nunca habían sido ni serían taquilleras. En la televisión, poco antes de su regreso a México, llegó a verla en un programa de comedia en el papel de una modelo exclusiva de un diseñador de ropa para mujeres maduras. El programa era malo —Alberto se preguntaba si ya había salido del aire—, pero por aquel entonces procuraba no perdérselo, los lunes por la noche, durante la primavera, cuando no había temporada de futbol americano. Le gustaba esa mujer que algo tenía de inteligencia postmoderna, de belleza mediterránea, de una sensualidad que le resultaba en verdad atractiva, o todavía mejor, antojable. Josefina era así, aunque algo más inacabada, más desencantada, más dañada, eso, más dañada, y por lo mismo triste, muy triste. Una tristeza grande, casi química. En eso se parecía a él: un hombre triste. Dañado. Roto. Quebrado, como decía el poeta. Los dos, algo que ya habían conversado frente a una taza de café, cargaban con sus penas de fin de milenio, esa otra crisis, además de la económica: la nueva masculinidad, el nuevo feminismo, la separación de los amantes, el divorcio como condena, la misoginia como posibilidad, el desamor terco. Inevitable.
—Hola.
Josefina lo sorprendió en la sección de poesía. Alberto tartamudeó un saludo, tratando de ocultar, justificar, su presencia en aquel sitio. No había necesidad y se dio cuenta de inmediato: doble sonrojo. Qué tonto. Pensó rápido. Tomó un libro del estante. Lo eligió casi de manera automática: Rubén Bonifaz Nuño, El manto y la corona. Se lo dio con algo de pesadumbre en el gesto.
—Tu regalo de Navidad.
Alberto vio en esos ojos la esperanza. Si ella hubiera visto los suyos se hubiera percatado del desconcierto. Mala estrategia. Por un lado, ahora ella tendría otro motivo para creer y sentir, en una palabra, ilusionarse. Y, por el otro, ese sentimiento como de traición. ¿A quién? A él, en todo caso. Esos poemas no eran ella. No eran para ella. Eran de Bárbara, el único diálogo —y el de las canciones, el de las noches a solas en lucha consigo mismo, con el llanto, para que no saliera— que desde hacía unos meses sostenía con ella:
Porque soy hombre aguanto sin quejarme
que la vida me pese;
porque soy hombre, puedo. He conseguido
que ni tú misma sepas
que estoy quebrado en dos, que disimulo…
Tal vez era cierto: es mejor sufrir que ser vencido, como decían los versos. Allá ella con su infidelidad, la enorme sorpresa, que era como un golpe de martillo en la nuca; aquello —y pensó en una grosería; se la dijo; sonrió como quien ve un domingo por la tarde una película de Pedro Infante: eso y más se merecía la ingrata/pérfida—, aquello que le había hecho la grandísima miserable, lo que provocó el desastre…
Recitó con algo parecido al desencanto:
ya ni te acuerdas, tú; yo, desahuciado.
Alberto tenía pocos meses de haber descubierto al poeta. Un consejo de Carlota. Léelo. Es padrísimo. Te va a encantar. Lo hizo. Al obedecerla, su agradecimiento y reconocimiento fue doble: el de haberle hecho descubrir, de pronto, esa poesía, y más importante aún, por otorgarle las palabras que necesitaba para expresar lo que sentía a sus cuarenta años. Dolor, desilusión, desamor, nostalgia por la efímera armonía, incertidumbre ante lo que vendría. Carlota, su adorada y ahora ausente Carlota, a quien aparte de los versos le agradecía también esa especie de milagro: el de su virilidad recuperada. Ella le había ayudado. En la cama le dio confianza. Nunca se atrevió a contarle su secreto; a nadie: ni siquiera a Carlota; a nadie: nadie lo sabría. Tan sólo habló de la separación, que no entendía, y también, de su decisión, la única posible en esas circunstancias: regresar a México. De lo otro, nada. Nunca la verdadera razón. De ahí su miedo, un miedo por completo justificado y entendible, ¿no es cierto? Él mismo se excusaba, y al hacerlo titubeaba en encontrar las palabras exactas, un miedo, lo meditaba, un miedo enorme… a no funcionar. Eso. A no funcionar. Por eso le daba las gracias. En verdad, se lo agradecía. Gracias, muchas gracias. A ella. A Carlota y su cuerpo de treinta y un años, su manera de tratarlo entre las sábanas, la suavidad de su piel, una cierta manera de apretarlo; ella, con sus besos y sus caricias; ella, con su olor y su ropa íntima; ella con su entusiasmo por la vida, que había logrado devolverle lo más valioso, el vigor y la magia, aquello que pensaba perdido, tal vez para siempre. La fiesta de la carne. Esa reafirmación de sus asideros vitales. Sexo y vanidad. Y la poesía, no hay que olvidarlo: también eso. Lo recordaba perfectamente: fue la tarde en que le había dado aquel nombre, Bonifaz Nuño, Rubén. Rubén Bonifaz Nuño, el poeta que escribía desde el amor y la cicatriz, desde la jaula y el tigre, desde el templo de su cuerpo, desde el amor y el desamor, acerca de su lugar —le gustaba esa frase— de soldado en la amargura de los ejércitos humanos. Cómpralo. Léelo. Al hacerlo se dio cuenta que no estaba solo. Ahí estaba ella que lo mimaba y protegía: fue ella quien le regaló el primer libro del poeta —otra forma de caricia—, una antología amorosa. Pero también estaba aquello que descubrió al abrir el volumen y comenzar a leerlo. Alguien hablaba por él, de lo que él sentía; las palabras justas, la verdad y la gracia, esos versos tan endiabladamente sencillos, su vida partida en dos, tan extraña y desolada desde hacía algunos meses, tan adolorida, tan rota. ¡Bárbara! Los reproches y la tristeza, los sentimientos de intranquilidad y de culpa. El abandono, carajo, y la melancolía:
Qué lejano,
de pronto, aquel amor.
Y eras tan cierta,
tan invencible entonces.
Así era su diálogo con ella.
Bárbara, ¿la quería? Acaso la desquería y por eso, al tiempo que sufría por no tenerla a su lado, se daba cuenta que no la necesitaba —¿y cómo, de nuevo la grosería, después de lo que le hizo, la grandísima cabrona?—; y supo que estaba bien, que regresaba a ser él mismo, que gozaba de esa nueva soltería, de una libertad que no cambiaría por nada, de una nueva vida a los cuarenta. Se cogería a todas las mujeres que encontrara a su paso y nunca más se comprometería con nadie, con ninguna. Free again, como en la ya casi olvidada canción interpretada por Shirley Bassey: qué suertudote eres, yo mero, lucky me, free again.
En efecto, ahora lo era; de esta forma, sintiéndose libre y maduro, y a punto de divorciarse, entendía mejor algunas cosas. Entre ellas, algo que había quedado atrás, como renegado, como dejado fuera de las maletas cuando partió —otra vida— a Estados Unidos, algo importante pero por completo inesperado, la poesía. El regalo de Carlota, además de su piel y sus abrazos, eran esas páginas, esos versos que ahora repetía desde su memoria y voz de hombre quebrado: no olvida el corazón cuando se ha dado. O aquel otro: nunca creí que amar doliera tanto. Él mismo se sorprendía de lo mucho que podía citarlo, recitarlo: Qué instante ya caduco era para nosotros. A mí me ha tocado no estar contigo. Ni mujer para caerse muerto. Yo, tu vencido. Y el corazón te grita que te quedes y no lo entiendes. Nunca lo pudiste entender. Estamos solos…
Así, de memoria, Alberto los leía, los releía, los aprendía como quien se aprieta una muela que lastima o como quien practica un arte marcial, preparándose para la lucha. En él, en el poeta, se reflejaba. Desde sus rincones sencillos y tocados por la verdad, veía al compañero, al cómplice, al hombre, al semidiós, al poeta. Días de versos —un libro siempre lo acompañaba en sus odiseas de metro y peseras—, y, también, de canciones.
Era increíble. Bárbara siempre se quejó: ¿por qué los boleros, las baladas, las tonadas rancheras, tenían que ser de amor y contra de ellas… o de ellos? ¿Por qué todo eran copas rotas —empezaba su listado, una letanía extensa y quejumbrosa—, lágrimas de despedida, séquito de traiciones, ausencias que dolían, rencores interminables, reyes y reinas ridículos, pobrezas y tristezas de las que no se salía ni se quería salir, venganzas, abandonos terribles, unas vidas destinadas al fracaso, corazones destrozados, hombres y mujeres que no valían la pena? Lo decía desde las alturas de una incomprensión —y una injusticia, a decir verdad— hacia lo mexicano, o por decir mejor, hacia la educación sentimental de los mexicanos, que a Alberto siempre le pareció curiosa, y desesperante, como si Bárbara hubiera descendido de un platillo volador o recién hubiera entrado por Veracruz a México. Ahora, tras la separación, tenía una respuesta. Ahora tenía un motivo, que ella le había dado, real, demasiado real, para entristecerse —y en esos momentos se daba cuenta que bajaba la cabeza, dolido—, o para entonar a viva voz, casi con furia, lo que antes eran poemas y canciones y hoy hechos que hablaban de él, de su desamor, de su tragedia. Bonifaz Nuño, el poeta, y sus mujeres —que eran Bárbara, siempre Bárbara, aunque tal vez Carlota, Josefina…—, o el universo ubicuo de disco compacto de Gianluca Grignani, Luis Miguel, Joaquín Sabina, Ana Belén, José Alfredo Jimén...

Índice

  1. Lluvia en la Gioconda
  2. Armas que fueron humilladas
  3. Las hermanas Marx