El precio de todo
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El precio de todo

Descripción del libro

En esta nueva obra el economista y escritor Russell Roberts logra acercarnos al funcionamiento de la economía a través de los conflictos cotidianos del protagonista de su relato. Un relato que no sólo revela el prodigioso mecanismo por el que se establecen los precios y se mueven los engranajes de la economía, sino que además invita al lector a hacerse preguntas sobre la enorme influencia que ello tiene en nuestras vidas."Una magnífica historia sobre el progreso social y económico resultado del esfuerzo colectivo de la humanidad. Una defensa de la justicia con un final dichoso. Un placer de libro."Vernon Smith, Premio Nobel de Economía"El precio de todo nos descubre el sorprendente trasfondo económico del mundo en que vivimos. Este libro puede cambiar la vida de sus lectores, que quedarán pasmados ante los prodigios que dan forma, silenciosamente, a nuestra vida cotidiana."Paul Romer, Stanford UniversityRussell Roberts también es autor de El corazón invisible: un romance liberal (Antoni Bosch Editor, 2002), una novela sobre el Estado del bienestar, la responsabilidad empresarial y los derechos del consumidor. Sobre esta novela dice Milton Friedman, Premio Nobel de Economía: "Una apasionada historia de amor que además enseña una impresionante cantidad de buena economía".

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788494488085
Categoría
Economía
1
Pensamiento alternativo
Una noche de julio en La Habana, poco después de la medianoche, la mujer se despierta y oye un toc-toc-toc en la ventana. Abre la puerta y entra un hombre, su hermano, que toma en brazos al niño dormido, echándoselo al hombro como un hato de caña. Entonces salen los tres al calor sofocante de la calle. La mujer lleva una bolsa de cuerda y una manta. ¿Se puede meter una vida en una bolsa? No queda otro remedio. Lo que quepa en ella es cuanto puede llevarse. El niño duerme mientras se adentran en la oscuridad de la noche.
El viaje a las afueras de la ciudad se les hace eterno. Al llegar a la playa la mujer y el hombre se meten en el mar y caminan hacia
la barquichuela que les espera en los bajíos.
Una vez a bordo, el niño abre los ojos. Ella le acuna para que vuelva a dormirse. Años después la mujer recuerda aquella noche como una sucesión de abrazos y rezos mientras el barco se bambolea incesantemente al avanzar hacia el norte.
–Están agotadas las existencias.
¿Qué? ¿Agotadas las linternas en Home Depot? Era imposible. ¿Cómo iban a estar agotadas?
¿Está seguro? –preguntó Ramón Fernández.
–Lo siento –respondió el empleado–. Llevamos dos horas de locos. Ojalá pudiera decirle que nos quedan linternas en el almacén. Pero se nos han acabado. No hay ni una. Las hemos vendido todas. Vuelvan dentro de unos días.
Esa misma tarde, cuando Ramón y Amy estaban haciendo la cena, el suelo empezó a temblar. Era un terremoto que duró muchísimo tiempo. Los vasos y los platos entrechocaban y tintineaban en los estantes de la cocina y hubo dos cuadros que se les cayeron de la pared. Al final se fue la luz. Como Ramón había puesto la mesa con velas, las encendió y disfrutaron de la cena tranquilamente, en vez de salir corriendo. Cuando llegaron a Home Depot con idea de comprar una linterna, parecía evidente que varios centenares de personas se les habían adelantado.
–Oiga, espere un momento –dijo el empleado. ¿Usted no es Ramón Fernández?
Ramón sonrió, dio media vuelta y se alejó. Estaba acostumbrado a que la gente le reconociera. Era el mejor jugador de tenis que había tenido la Universidad de Stanford desde John McEnroe. Tras ser campeón del torneo individual de la NCAA durante las tres últimas temporadas, el año anterior llegó a finalista de Wimbledon. Debía de ser el veinteañero más famoso de la bahía de San Francisco. O incluso el veinteañero más famoso de todo el país. Hasta los no aficionados al tenis sabían que su madre había huido de Cuba en un barquito y logró llegar a Florida cuando Ramón era solo un niño.
¿Intentamos comprar leche y hielo para la neverita portátil? –le preguntó Amy en el coche–. ¿O lo damos por imposible?
¿Probamos en el Big Box de Hayward? –dijo él.
¿Big Box?
–Una cadena nueva, una mezcla de Home Depot, Sam’s Club y Border’s. Según cuentan, la entrada está a varios kilómetros de la salida. Quién sabe, puede que tengan un código postal para cada puerta. Seguro que ahí logramos comprar leche y puede que tengan una linterna. O un láser. O lo que sea. Se supone que tienen de todo.
–Vale –dijo Amy–. Tengo el depósito lleno. Vamos a intentarlo.
La llegada de Big Box a la zona de la bahía de San Francisco había sido complicada. Los habitantes de la ciudad habían votado en contra, por referéndum. Cuando intentaron abrir en Berkeley, los vecinos se manifestaron ante la puerta. De momento solo habían logrado poner una tienda en Hayward, al sur de Oakland.
Amy y Ramón lograron cruzar el puente de San Mateo, abarrotado de coches, y tomaron la 880 hasta Hayward. Big Box era tan enorme que, a su lado, cualquier Home Depot parecía una de esas tiendas 24 Horas de barrio. En el aparcamiento había unos autobuses para llevar a los clientes desde el coche hasta la puerta. Una vez dentro, la mayoría de la gente usaba los minibuses, unos carros de golf grandes en versión moderna, que recorrían la tienda siguiendo una ruta marcada, como si fueran un tranvía o un trenecillo. Había padres que llevaban a sus hijos solo para montar en los carros y pasearse por la tienda probando las muestras de los productos. Otros dejaban a sus hijos en un Legolandia gigantesco que había en el centro del local y se iban a hacer la compra tranquilamente.
Ramón y Amy llegaron poco después de las doce de la noche. El aparcamiento estaba lleno, pero encontraron sitio sin problemas y luego subieron en uno de los autobuses. Entrar en la tienda, en cambio, estaba más complicado. Ante la puerta había una multitud furibunda, que gritaba y coreaba consignas. En un primer momento Amy y Ramón no entendían qué pasaba allí. Pero al abrirse camino entre la gente, lo vieron. En la entrada de la tienda había un cartel enorme: solo esta noche todos los productos valen el doble del precio marcado. ¡Las antirrebajas! Y a juzgar por el aspecto, una catastrófica campaña de relaciones públicas.
De pie sobre un saco de abono, un empleado con un megáfono intentaba tranquilizar a la gente. La orden les había llegado de la central de Omaha, según decía, así que el asunto no dependía de él. En la mano tenía un taco de tarjetas tamaño postal, formularios donde todos podían escribir sus opiniones, les explicó, ansioso de repartirlos para distraer al público y protegerse de su ira. Pero la gente reunida ante la puerta no parecía dispuesta a rellenar impresos. Querían comunicarse con la tienda de una manera más inmediata y visceral, para exigir su satisfacción como clientes.
Tras la multitud de gente se veía la tienda, que tenía su aspecto habitual. Los minibuses iban de aquí allá, llenos de gente que seguía comprando pese a los precios duplicados.
–Esto es increíble –masculló Ramón. –¿Quieres que nos vayamos? –preguntó a Amy.
–Quiero una linterna. Ya que estamos aquí, no estaría mal comprar leche, si tienen –dijo ella–. Sé que es un timo, pero me asusta volver a casa, porque no tenemos velas. No sabemos cuánto va a tardar la situación en normalizarse.
Decidieron quedarse en Big Box. Tardaron poco en encontrar la leche y las linternas. También compraron unas pilas, por si acaso. Solo funcionaban tres cajas, pero Amy y Ramón no eran de los que se ponían nerviosos en las colas.
Por suerte, siempre tenían temas de conversación. Se habían conocido en el primer año de la universidad, en un encuentro de deportistas becados que querían entender el laberinto de normas y reglamentos de la NCAA. Ramón pidió prestado un bolígrafo a la jugadora de voleibol alta y rubia que estaba sentada a su lado. Al ponerse a hablar descubrieron que no tenían prácticamente nada en común. Ella era hija de un senador estadounidense. Nacida en Georgetown, había estudiado en un elitista colegio privado. Su especialidad era la biología y tenía intención de licenciarse en medicina. Ramón se había criado en un barrio pobre de Miami. Su madre era asistenta. En la universidad estaba estudiando ciencias políticas. Ella era rubia; él, moreno. Ella jugaba al voleibol. Él, al tenis. Al menos eran dos deportes con red, bromeó él. Pese a sus diferencias, siguieron charlando. Ramón la invitó al cine esa noche y a partir de entonces empezaron a verse mucho, siempre que encontraban un hueco entre los entrenamientos, los partidos, las clases y las horas de estudio.
Mientras hacían cola en Big Box, su conversación se vio interrumpida por una cacofonía histérica que venía del comienzo de la fila, donde una mujer soltaba un torrente de palabras en español. En una mano tenía un potito y con la otra sostenía a un niño sobre su cadera. Ambas cosas parecían asustar a la cajera, que alzaba las manos como para defenderse mientras hablaba inútilmente en inglés. De pronto, la mujer dejó de gritar y rompió a llorar. El niño, animado por el llanto de su madre, se puso a chillar. La cajera, desconcertada, guardó silencio, sin saber qué hacer.
Avanzando hacia el principio de la cola, Ramón puso una mano sobre el hombro de la mujer y le habló en español con un tono sosegado. La mujer dejó de llorar. El niño dejó de llorar. La cajera sonrió, esperando que la crisis se hubiera solucionado.
Volviéndose hacia las personas de la cola, Ramón les explicó que la mujer tenía 20 dólares, pero su compra costaba 35 dólares. ¿Cómo se iba a imaginar ella que Big Box quería estafarla, cobrándole todo al doble del precio normal? Cuando la cajera le había sugerido que prescindiera de algunos artículos, la buena señora perdió los nervios. ¿Cómo iba a volver a casa sin haber comprado comida y pañales para sus hijos?
Ramón se quitó la gorra con el logo de Stanford, metió dos dólares dentro y preguntó a la gente de la cola si había alguien más que quisiera colaborar. En menos de un minuto, varias personas pusieron los 15 dólares necesarios para solucionar el problema. Al principio la mujer no quería aceptar el dinero. Pero Ramón se lo explicó con paciencia hasta que, por fin, ella cedió y pagó la cuenta. Entonces él pidió a Amy que le disculpara durante unos minutos, porque quería tranquilizar a la señora mexicana. Amy se encargó de pagar y Ramón siguió hablando con la mujer mientras la acompañaba hacia la salida.
Cuando Amy llegó a la puerta vio a Ramón subido encima del montón de sacos de abono que habían visto al llegar. A su lado estaba la mujer mexicana con el niño. Junto a ella estaba el empleado de Big Box al que habían visto cuando entraron. El hombre parecía querer salir corriendo. Pero Ramón estaba usando un megáfono que, al fin y al cabo, era propiedad de la tienda. Por eso el empleado no le quitaba el ojo de encima. Cada vez había más gente en la puerta, pero ya nadie daba gritos. Al ver a Ramón Fernández subido encima de unos sacos de abono con un megáfono en la mano, a la una de la madrugada, todos querían saber de qué iba el asunto.
¿Qué clase de tienda es ésta, que quiere aprovecharse de un niño hambriento y una madre sacrificada? –gritó Ramón–. ¡A ver si se enteran los jefes de Omaha de que esto no nos gusta nada!
Del corro de gente salió un berrido de aprobación. Mirando a Ramón en silencio, Amy se quedó maravillada ante su iniciativa y su facilidad para comunicarse con los demás. Parecía tan relajado y espontáneo como si estuviera en una cancha de tenis. En unos pocos minutos logró indignar a la gente que le escuchaba. Si les hubiera dado la orden, habrían roto todos los escaparates de la entrada. Pero no era eso lo que se proponía. Bajando la...

Índice

  1. portada.Precio
  2. portadilla.Precio
  3. creditos
  4. dedicatoria
  5. frases
  6. nota
  7. sumario
  8. Cap.1
  9. Cap.2
  10. Cap.3
  11. Cap.4
  12. Cap.5
  13. Cap.6
  14. Cap.7
  15. Cap.8
  16. Cap.9
  17. Cap.10
  18. Cap.11
  19. Cap.12
  20. Cap.13
  21. bibliografia
  22. agradecimientos