Conversación sobre Tiresias
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Conversación sobre Tiresias

Andrea Camilleri, Carlos Clavería Laguarda

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  1. 64 páginas
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Conversación sobre Tiresias

Andrea Camilleri, Carlos Clavería Laguarda

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En este breve pero intenso texto –hasta ahora inédito en castellano– el maestro siciliano se convierte en Tiresias y se sumerge en su mito para revelar la verdadera esencia del adivino ciego. Entregado a esa narración viva y carismática tan propia de toda su extensa obra, Camilleri repasa en estas páginas mitos y dioses, escritores y personajes literarios, hila el pasado con el presente y, como Tiresias, escudriña el futuro con su mirada al mismo tiempo ciega y clarividente. Las voces de Camilleri y del mitológico adivino acaban así por fundirse en este texto íntimo, que representa el testamento literario del último gran intelectual italiano.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418481185
Categoría
Literature
Categoría
European Drama
[Un sillón rústico y una mesilla adornan el centro del escenario. El espectáculo inicia con el sonido de una flauta que llega del exterior. Al poco, sube al proscenio el flautista, al que siguen una decena de niños ruidosos que juegan, ríen y hacen sonar sus matracas.
Tras los niños entra Tiresias, ciego, acompañado por un joven que lo guía hasta el sillón. En cuanto se sienta Tiresias, el flautista y los niños ruidosos salen de escena. Quedan solo el joven, sentado en el tablado junto a Tiresias. Música del grupo Genesis. Un minuto después, Tiresias comienza a hablar].
TIRESIAS: Llamadme Tiresias, por utilizar la expresión de Melville, la del personaje de Moby Dick. O mejor «Tiresias soy», como decía algún otro.
Zeus me dio la posibilidad de vivir siete vidas, y esta es una de ellas; no puedo deciros cuál.
Estoy casi seguro de que alguno de vosotros habrá visto representado mi personaje en este escenario hace algún tiempo, pero se trataba de actores que hacían de Tiresias.
Hoy estoy aquí en persona personalmente porque quiero contaros lo que me ha sucedido a lo largo de todos estos siglos, porque quiero aclarar de una vez por todas el cambio que he sufrido al pasar de persona a personaje.
Nací en Tebas, hijo de una ninfa llamada Cariclo y de uno de los fundadores de la ciudad.
Tebas se yergue al sur del Citerón, un monte que tendrá mucho que ver en mi larga historia. No era un monte cualquiera: se distinguía de los otros gracias a las enormes piedras blancas que punteaban el espesísimo verde de los árboles y de las plantas, piedras a las que iban a romper ríos y torrentes de aguas purísimas y fresquísimas. Era un monte mágico en el que todo podía suceder.
Durante mucho tiempo fue el lugar predilecto para los fugaces amores de Zeus. Era un monte en el que todas las metamorfosis eran posibles. A menudo, un Dios mudaba allí en pájaro o en árbol a según de sus intereses.
Sucedía por ejemplo que una muchacha decidía darse un baño en un arroyo y pasados unos meses se descubría encinta.
—¿Quién ha sido, desvergonzada? —gritaba el padre.
—Papá, has de creerme, no he hecho nada. Pero… quizá recuerdes el día que fui a bañarme en el arroyo del Citerón. ¿Y si había allí algún dios metamorfoseado?
Y el padre se veía obligado a creerla.
Cuando construyeron la ciudad de Tebas y fue necesario fabricar la muralla con piedras ciclópeas, las piedras las tenían cerca, en el Citerón, pero a cientos de metros de distancia. ¿Cómo trasportarlas?
Entonces, a uno de los padres fundadores se le ocurrió ir a buscar al poeta errante, Fleuno, que se decía estar dotado de facultades mágicas. Gracias al sonido de su inimitable flauta dieron con él una noche, tras días de búsqueda.
[Entra en escena el flautista tocando la flauta]
Fleuno aceptó el encargo, se dirigió al Citerón y pidió quedarse a solas. Dicen que tocó la flauta durante tres días y tres noches ininterrumpidamente.
[Fragor]
Al poco, con ruido propio de truenos, las enormes piedras blancas se desgajaron del monte y se deslizaron hacia él. Y como si fueran un rebaño de ovejas rodaron, rodaron, rodaron ordenadamente hasta el punto donde estaba previsto construir Tebas. Y allí se quedaron.
Así, les fue fácil a los picapedreros trabajar las piedras que formaron las orgullosas murallas de Tebas.
Cuando era adolescente, me gustaba mucho dar largos paseos solitarios por el Citerón. Un día, de pronto, sentado sobre una piedra, vi acercarse a dos grandes serpientes enroscadas para practicar el acto de la reproducción. Estaba yo enfrascado en mis pensamientos, por eso reaccioné como no debería haberlo hecho: con las serpientes, en el Citerón, es preciso ser cauto.
Para poseer a Prosérpina, Zeus mutaba en serpiente; y también Cadmo «culebreaba» cuando iba de correrías. De este modo, en aquellos reptiles podía celarse un dios.
Sin más, sin pensar, cogí una rama de árbol y con un golpe violento maté a una de las serpientes: la hembra. En ese mismo instante me convertí en mujer.
Convertirse en mujer no significa solo perder los atributos masculinos y recibir a cambio los femeninos, se trata de algo más turbador, quiere decir que recibes un cerebro de mujer.
Y esto me aterró.
Mejor no conocer profundamente los pensamientos que agitan la mente de una mujer. Encontraremos un cerebro llenísimo: pequeñas exigencias cotidianas conviven con los grandes interrogantes universales, también un flujo continuo de cosas que hacer y de cosas en las que pensar. Y todo de manera simultánea, sin sosiego, sin descanso. ¡Un infierno!
Sea como fuere, tenía ya el destino marcado: era una mujer.
Hesíodo, en el relato que hace de esta vicisitud mía, afirma que me aproveché ampliamente del hecho de ser mujer. Confieso que razón no le faltaba al escribir aquellas palabras, porque la curiosidad que supuso encontrarme en un cuerpo que me era extraño fue enorme. Debo admitirlo: no me resistí a experimentar todos los placeres posibles.
Pero con un cerebro así no pude convivir más de siete años. Por tanto, no pudiendo resistir más —desesp...

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