Dios, patria y muerte
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Dios, patria y muerte

El fútbol en la guerra de los Balcanes

Diego Mariottini, Pablo Gastaldi Halperín

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Dios, patria y muerte

El fútbol en la guerra de los Balcanes

Diego Mariottini, Pablo Gastaldi Halperín

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Dios, patria y muerte cuenta una historia de fútbol y sangre: la historia de cómo el esférico se erigió en fatídico protagonista de una guerra fratricida y atroz. Describe la inquietante trayectoria de Željko Ražnatovic "Arkan", uno de los criminales más despiadados del siglo XX, y ofrece al mismo tiempo una exhaustiva mirada panorámica sobre el conflicto yugoslavo, reparando precisamente en estas mortíferas conexiones entre el deporte y la deriva bélica que desembocó en la disolución de Yugoslavia. De hecho, el mismo Arkan consolidó y ejerció su poder a través del fútbol, en apariencia un juego inocuo y desvinculado de la política que, sin embargo, ha sido utilizado por regímenes de distintas ideologías como gasolina para encender la llama del odio: en los fondos más oscuros de los estadios, en los sectores más radicales de las hinchadas, la marginación social, el fanatismo y la ignorancia crean una mezcla explosiva de la que, en determinadas circunstancias, pueden nacer auténticas bandas criminales. Tal fue el caso de los Tigres de Arkan, el grupo paramilitar que surgió de las gradas del Estrella Roja de Belgrado y que ilustra como ningún otro la perversa relación que puede establecerse entre masa y deporte.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418481239

I. 1989-2013 En el último estadio

Estadio Olímpico, Roma, domingo 30 de enero del 2000
Hace menos de un mes que ha comenzado el tercer milenio. En un apacible domingo de invierno se juega la decimonovena jornada del campeonato de fútbol italiano. Justo antes del inicio del partido Lazio-Bari, en el Fondo Norte, feudo de los ultras locales, se puede leer una pancarta que inicialmente entienden muy pocos: «Honor al Tigre Arkan». Hace referencia al comandante serbio Željko Ražnatović, más conocido como «Arkan», acusado por el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia de crímenes de guerra en Bosnia-Herzegovina. Arkan había sido asesinado en Belgrado hacía apenas dos semanas, el 15 de enero, aún hoy se desconoce por orden de quién.
En aquel momento en Italia gobierna una coalición de centroizquierda que poco menos de un año antes había autorizado y brindado soporte logístico para el bombardeo de la capital serbia por parte de las fuerzas armadas estadounidenses. En el Lazio, que al final del campeonato 1999-2000 logrará el segundo scudetto de su historia, juegan en aquel momento futbolistas tanto serbios como croatas. La guerra étnica en los Balcanes es un recuerdo lacerante para quienes han sufrido las atrocidades en primera persona.
Al margen de los expertos en política internacional, son pocos en Italia los que sabían quién era Arkan. Enseguida se corre la voz de que quien ha encargado el epitafio en forma de pancarta ha sido un jugador del Lazio, amigo personal del «Tigre». Italia y Yugoslavia fueron en una época países limítrofes; desde los noventa ya no, y no precisamente porque la tierra se haya tragado las líneas divisorias, sino porque Yugoslavia ha dejado de existir.
El eslogan presente en el fondo norte del Estadio Olímpico de Roma, al que las televisiones (y no solo las italianas) conceden una visibilidad desproporcionada, levanta polémicas a nivel nacional y en aquellos días la noticia copa la agenda pública: una vez que trasciende quién era Arkan, proliferan las intervenciones parlamentarias y se habla incluso de censurar las pancartas en los estadios. También el mundo del deporte expresa su opinión sobre el suceso. El delantero croata del Lazio, Alen Bokšić, un gran jugador que gracias al fútbol pudo evitar enfundarse el uniforme militar y arriesgar la vida en la guerra, se lamenta de forma clara:
«Estoy mal, muy mal. Me entristece y amarga mucho porque esa frase viene de mis propios aficionados. Han rendido homenaje a quien todo el mundo considera un criminal de guerra contra mi pueblo. De verdad que no se dan cuenta de lo que hacen».
En la misma línea habla el montenegrino (nacionalizado italiano) Bogdan Tanjević, por aquel entonces entrenador de la selección nacional de baloncesto: «Son los fantasmas del pasado que vuelven con prepotencia. Las autoridades no deberían permitir este tipo de comportamientos. El deporte debe unir, no dividir».
Tanjević tiene razón (aunque el pasado al que se refiere está tan cerca que no puede ni considerarse como tal), pero muchos todavía simulan —lo han hecho durante años y lo seguirán haciendo— no entender la situación. O incluso aprovechan el deporte para canalizar ideas y pulsiones en su propio beneficio, exactamente como hizo el Tigre Arkan hasta el momento de su muerte.
Belgrado, Estadio Marakana, invierno de 1989
Una figura inquietante y extraña, vestida ostentosamente y con aire de capo mafioso, acaba de atravesar las puertas del estadio del Estrella Roja, el equipo de fútbol más laureado de Yugoslavia y una de las formaciones más conocidas de Europa. Lo que allí está a punto de ocurrir cambiará la vida de millones de personas y el destino de un país entero, pero nadie en aquella helada noche serbia de final de década puede imaginarlo aún.
El comunismo se encuentra en el último acto. En pocos meses el muro de Berlín caerá sin necesidad de intervención militar alguna. Los países del Pacto de Varsovia están cortando poco a poco los lazos que los mantenían unidos a la Unión Soviética. La misma URSS tiene los días contados y se desintegrará en las partes que la habían conformado. A diferencia de otros casos, en Yugoslavia, república socialista federativa que no se había adherido al Pacto de Varsovia, la nueva etapa política no se desarrollará de modo pacífico. El paso del comunismo a una forma embrionaria de democracia y libre mercado tendrá lugar de manera traumática, revelando el verdadero rostro de la clase política que representa a la nación. Pocos años más tarde, Yugoslavia se precipitará en el abismo de la guerra civil.
La inquietante figura que aquella noche entra con aire de estrella del rock en la sede del Crvena Zvezda, Estrella Roja de Belgrado, se llama Željko Ražnatović, más conocido como «Arkan». A punto de cumplir treinta y siete años, está en lo más alto de su «carrera». En la capital eslava es una figura temidísima y con muy mala fama; su nombre se pronuncia con mucha cautela y nunca sin un buen motivo, de forma parecida a lo que ocurre con los capos de la Camorra o de la ‘Ndrangheta. Existe un halo de leyenda en torno a él. Lo que se dice asusta y no se entiende qué relación puede tener con el fútbol un personaje que ha hecho fama y fortuna gracias a atracos, negocios turbios de todo tipo y trabajos sucios para los servicios secretos de su país. Muchos no han entendido o han subestimado el poder propagandístico del deporte más popular del mundo. Ingenuidad, quizás, pero ¿quién podía haber imaginado a lo que iba a tener que prestarse el fútbol en los años siguientes?
El Estrella Roja de Belgrado, según la opinión general, representa a nivel deportivo al poder central que durante más de cuarenta años ha sometido a todas las realidades que conforman el mosaico yugoslavo. Es el equipo más laureado del país y en los años inmediatamente posteriores será —como veremos— la única formación balcánica en lograr victorias a nivel internacional.
Zagreb, Estadio Maksimir, domingo 13 de mayo de 1990
El partido es un Dinamo de Zagreb-Estrella Roja de Belgrado. Domingo caliente de primavera, en todos los sentidos. El estadio que se encuentra frente al Parque Maksimir está a punto de acoger uno de los derbis del campeonato yugoslavo. Entre los dos conjuntos y sus aficiones hay antiguas rivalidades y enemistades, sentimientos que van mucho más allá del fútbol. No solo se enfrentan dos equipos, sino dos pueblos, dos religiones (la católica y la ortodoxa), dos lenguas parecidas pero diferentes, quienes detentan el poder político y quienes quisieran tenerlo. Ni las letras del alfabeto tienen los mismos grafemas. No es solo un partido de fútbol, sino la recreación de un antagonismo en todos los campos.
Lo que sucede aquella tarde es considerado, incluso desde el punto de vista histórico, como el inicio formal de la desintegración del Estado unitario. Se trata, como mínimo, de un evento que evidencia lo que va a ocurrir en el exterior. Señal funesta del futuro de un país. Ya se habían manifestado indicios en marzo de 1989, antes, durante y después del partido Partizán de Belgrado-Dinamo de Zagreb. El Dinamo había vencido en el campo de sus rivales y, primero en el estadio y después a lo largo del camino a la estación, volaron palabras cargadas de odio y nacionalismo. Expresiones que hasta aquel momento no se escuchaban y que el régimen yugoslavo había reprimido con duras penas de prisión. El 7 de mayo de 1990, en la semana anterior al Dinamo de Zagreb-Estrella Roja, se habían celebrado en Croacia las primeras elecciones libres de la posguerra y las había ganado la fuerza nacionalista (e independentista) del HDZ (Unión Demócrata Croata), liderada por Franjo Tuđman.
Aquel domingo 13 de mayo la atmósfera está, por tanto, más que caldeada y el fútbol se convierte en un elemento fácil de instrumentalizar. Los altercados comienzan en las horas precedentes al pitido inicial, pero culminan cuando, durante el partido, los ultras visitantes arrancan los asientos y empiezan a lanzarlos al campo uno a uno. La policía, que —según una opinión muy difundida— en aquel momento está bajo influencia serbia aunque el partido se esté jugando en territorio croata, no reacciona o lo hace con poca contundencia y los ultras del Dinamo —los Bad Blue Boys—, sintiéndose desprotegidos en su propia casa, deciden tomarse la justicia por su mano invadiendo el terreno de juego para interrumpir un partido en el que sus ídolos están siendo agredidos.
Es en ese momento cuando intervienen las fuerzas del orden y la represión parece darse de forma unilateral. La actuación es brutal, hasta el punto de provocar la intervención de los jugadores locales. En particular Zvonimir Bobn, el capitán más joven del Dinamo de todos los tiempos, conocido por su capacidad de autocontrol incluso en las situaciones más delicadas, pierde los nervios y se enfrenta a patadas con dos policías que están golpeando a los ultras croatas. Las imágenes circulan por las televisiones de toda Europa. En aquella ocasión, todos los medios eslavos hablan —quizás desde la ingenuidad, quizás calculadamente— de vandalismo deportivo, pero rápidamente se hace patente que aquello solo será el primer paso de un camino sin retorno. Los círculos nacionalistas (no solo serbios) están usando el fútbol con un objetivo claro: destruir Yugoslavia y reescribir la historia de un país condenado a la fragmentación.
El 26 de septiembre de 1990 da inicio el campeonato 1990-91, el último de la historia del país unitario. El partido Partizán de Belgrado-Dinamo de Zagreb degenera rápidamente. Con un marcador de 2-0 para los locales, los aficionados croatas invaden el terreno de juego e inician una protesta para reivindicar la creación de la federación croata de fútbol. Armados con barras y palos, logran arriar la bandera yugoslava del mástil del estadio izando en su lugar la croata. El mensaje es claro y directo.
Los Bad Blue Boys (cuyo nombre se inspira en el de los ultras ingleses del Chelsea), que se autoproclaman como defensores del honor de Zagreb y de Croacia, son considerados los principales opositores al chauvinismo de la Gran Serbia antes incluso del estallido de la guerra. Si se observa detenidamente, parece la imagen especular de sus semejantes del Estrella Roja. Y, así como estos últimos estarán vinculados a la falta de escrúpulos del presidente serbio Milošević y a la maquinaria de Arkan, también los Bad Blue Boys serán funcionales a los intereses de Franjo Tuđman, hincha del Dinamo de Zagreb además de «presidentísimo» de la República Croata. Tuđman es una de las tantas figuras que fundamentará una parte significativa de su éxito político en la mezcla entre fútbol, política y poder económico.
Belgrado, Estadio Marakana, miércoles 18 de agosto de 1999
Esta fecha pasa a menudo inadvertida a nivel histórico y deportivo, pero resulta clave para reconstruir el clima político del momento. Lo que sucede aquella noche puede ayudarnos a perfilar con más precisión al protagonista de Dios, patria y muerte.
Confiaremos a un artículo de periódico de hace ya más de veinte años la tarea de describir la atmósfera que se respiraba en aquel primer enfrentamiento futbolístico entre la Yugoslavia de Milošević y la Croacia de Tuđman después de la guerra.
En agosto de 1999 Belgrado es bombardeada en «misión de paz» por la aviación estadounidense. Tanto la ciudad como la población civil están extenuadas. Aquella noche, desde el estadio Marakana, las televisiones emiten en directo los primeros cánticos contra el dictador serbio Slobodan Milošević. Este reaccionará a su modo ante una protesta tan impetuosa como, quizás, imprevista, demostrando así que el llamado «consenso unánime» en torno a la figura de Milošević no era sino una invención del régimen y una idea difusa que, en cierto modo, creía solo Occidente.
Publicado en el Corriere della Sera del 19 de agosto de 1999 con el título «No fue un apagón, fue un complot político»:
Se va la luz durante el partido en Belgrado, y de la oscuridad emerge la protesta. Sucedió de repente tras el inicio del segundo tiempo. Las selecciones yugoslava y croata, después de un primer tiempo concluido 0-0 y sin incidentes, salvo el aluvión de pitidos dirigidos al equipo visitante en el momento del himno nacional, reanudan el juego cuando de repente, por si alguien se había olvidado de que Serbia es un país puesto de rodillas después de tres meses de bombardeos de la OTAN, el estadio del Estrella Roja se queda a oscuras.
¿Corte de luz o sabotaje? Incluso la red de telefonía móvil no funciona, o funciona solo por pocos segundos, después la llamada se interrumpe. En la profunda oscuridad, los espectadores optan de inmediato por la segunda posibilidad. Alguien lanza bengalas. De la circunferencia del estadio se alza un cántico obsceno contra el máximo líder Slobodan Milošević, que nunca aparecerá en la televisión y en la prensa del régimen: «Slobo pizdo, Kósovo si izdo!». La traducción literal más pudorosa del insulto, que es necesario reproducir para dar cuenta del clima, sería «Slobo, cerdo, has traicionado a Kósovo», seguido de «Fuera Slobo» y «Slobo, Saddam».
El largo reinado de Milošević comienza a hundirse en el ridículo. En medio de la densa oscuridad, los cuerpos especiales de la policía, puestos rápidamente a controlar la situación, no saben ni por dónde empezar mientras vuelve a sonar el ofensivo cántico acompañado de risas burlonas. Algún policía, mientras se encienden los focos de emergencia, lanza preventivamente un gas lacrimógeno que hace toser a un pequeño sector del estadio, incrementando el nerviosismo. Para salvar la situación, por suerte, interviene una banda musical instalada en un rincón del estadio que la avaricia del régimen, ansioso por evitar encontronazos con la oposición en las gradas, ha terminado por dejar medio vacío. Las notas de la «Marcha sobre el Drina», que para los serbios es un equivalente a la «Canción del Piave» italiana, funciona en cierta medida como distracción.
Sin embargo, grupos cada vez más grandes empiezan a mostrar señales de impaciencia, haciendo caso omiso al altavoz que repite: «Por favor, mantengan la calma y permanezcan en sus asientos. El partido se reanudará en breve». Para que se restablezca la electricidad y el juego comience de nuevo falta todavía media hora. Al final, para la crónica, el resultado fue de cero a cero. En cierto sentido, el partido entre Yugoslavia y Croacia ha supuesto un ensayo general de la manifestación que se celebrará esta tarde. Igual que lo fue la manifestación de ayer en la ciudad de Niš, a la que asistieron 25.000 personas. Hace diez años, al comienzo del mandato del nefasto Milošević, el país y su economía llamaban a la puerta de la Europa del desarrollo. Ahora se encuentra empobrecido, aislado y devastado, en una situación sin salida, y la frustración que ello provoca es una bomba de relojería a la espera de que cualquier detonante la haga estallar, incluso uno deportivo.
Se entiende, por tanto, en la lógica de un régimen que ha fracasado en todos sus objetivos menos en el de permanecer en el poder, que los esfuerzos son dirigidos a evitar que el descontento (cada vez mayor) sea la chispa que encienda la mecha. Son muchas las muestras de lo que la gente piensa verdaderamente, si se ignora la prensa y las televisiones controladas por el gobierno, en las que se está intensificando una propaganda desenfrenada. En el centro de Belgrado, cerca de la universidad que está cerrada por vacaciones, ...

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