Emilia Perassi*
Si el tema de la memoria es uno de los argumentos más relevantes de la contemporaneidad, indudablemente la literatura testimonial es uno de sus pilares.1 Sin embargo, el debate sobre su exacta definición y, sobre todo, la noción misma de “testigo”, resulta amplio y complejo. En su Vocabulario de las instituciones indoeuropeas,2 Émile Benveniste analiza la polisemia de este término. Fija el radio de su significación infiriéndolo de la doble acepción de sus raíces latinas: por un lado, la de testis (persona que presencia en cuanto “tercera parte” [terstis] un acontecimiento en el que están implicados otros dos actores); por el otro, la de superstes (persona “que subsiste más allá” de un determinado acontecimiento, después de que todo ha sido destruido). “Subsistir más allá”, precisa Benveniste, no solo quiere decir: “sobrevivir a una desventura o a la muerte”, sino “pasar por un acontecimiento y subsistir más allá de él”.3
En Lo que queda de Auschwitz,4 Giorgio Agamben fundamenta su discurso sobre archivo y testimonio justamente a partir de esta segunda marca etimológica: la de superstes, el sobreviviente. El testigo en cuanto sobreviviente, el superstes elegido por el filósofo, será Primo Levi. Sin embargo, sus palabras y relato revelan la inmediata y dramática discusión sobre la imposibilidad del testimonio, ya que los únicos que han pasado totalmente por el evento –el Lager– son los muertos. El testigo integral de Agamben es, pues, el que no ha sobrevivido. Lo que queda (de Auschwitz) es un testimonio parcial, construido sobre un vacío irreparable que nadie podrá llenar jamás. En el horizonte ontológico revelado por el paradigma de la Shoah, los testigos en cuanto sobrevivientes tendrán una sola forma de autoridad: la de “poder hablar únicamente en nombre de un no poder decir”,5 testimoniando, pues, la imposibilidad de testimoniar integralmente. Los verdaderos testigos, los “testigos integrales”, “son los que no han podido testimoniar ni hubieran podido hacerlo. Son los que ‘han tocado fondo’, los ‘musulmanes’, los hundidos”.6 Esta es la paradoja del testimonio tal como se perfila en Agamben, ya que “no se puede testimoniar desde el interior de la muerte”.7 La lengua del testimonio es de hecho “una lengua que ya no significa pero que, en ese no significar suyo, se adentra en lo sin lengua hasta recoger otra insignificancia, la del testigo integral, la del que no puede prestar testimonio”.8
Una abundante literatura se ha edificado alrededor del vértigo epistemológico motivado por la cadena de imposibilidades agambenianas. Entre los juicios que más lo problematizan se encuentra el del eminente historiador Enzo Traverso, en el luminoso ensayo Il secolo armato. Interpretare la violenza nel Novecento.9 Hay un tema en particular que al historiador le resulta ética e intelectualmente arriesgado: el hecho de que Agamben le atribuya al campo de exterminio el carácter de “matriz escondida”, de “nomos” –o ley– del espacio político en el que vivimos.10 De ser así, la interpretación de la historia de Occidente se cifra en una secuencia lógica de causas y efectos cuya culminación causal son los totalitarismos y genocidios del siglo xx. En este sentido, y según la opinión de Traverso, el concepto de campo de exterminio tal como lo elabora Agamben llega a adquirir un carácter metahistórico que, de hecho, lo vuelve inutilizable para la lectura de la historia. Siguiendo a Norbert Elías, y exigiendo la historización de la Shoah, Traverso aboga por un estudio de las violencias masivas del siglo xx que se centre en el elemento que ellas tienen en común: el haber sido violencias de Estado.11 Solamente este tipo de estudio permitirá confrontarse con las aporías del proceso civilizatorio en tanto materia histórica, no ontológica.
Si el superstes de Agamben certifica un sentido de la historia que en Auschwitz muestra su impasibilidad e imposibilidad, para Traverso la misma figura apela a la necesidad opuesta: la de volver a encontrar el sentido de la historia. Atravesado por la sombra de Benjamin en la perspectiva de Bensaïd12, el ensayo sobre “el siglo armado” señala divergencias y antítesis radicales entre el discurso historiográfico y el filosófico. El primero, a diferencia del segundo, centra su eje en una idea de la historia como forma, presencia y actividad (re)creativa del recuerdo: un recuerdo que resuena con la memoria de las víctimas y perpetúa desde allí “una promesa insatisfecha de redención”13 cuya posibilidad se instala en un concepto de pasado como experiencia inconclusa. El cumplimiento de esta promesa es tarea de los sobrevivientes. Su actuación está condicionada por el cambio de paradigma que caracterizó el final del siglo xx: el pasaje del principio de esperanza al principio de responsabilidad. Lo determina la superación del eclipse de las utopías a través del llamado a hacerse cargo de la realidad, asumirla para conocerla, contarla, testimoniarla.
En el contexto de ese “desafío melancólico”14 indisociable del recuerdo de las víctimas y los vencidos que caracterizaría los proyectos de cambio en la edad hipermoderna, la “open-ended nature”15 del testimonio parece reactivar algunos de sus núcleos semánticos más arcaicos, en particular los que tienen que ver con los temas de la transmisión, la donación, la herencia.
En efecto, la “gloriosa genealogía”16 de superstes marginó no solo la acepción de testimonio tal como se daba en el griego martis (mártir), que tiene vigencia básicamente dentro de la óptica de la fe, sino también en el latín del primer cristianismo: testimonium. Esta última circunstancia parece particularmente interesante en la actualidad ya que permite volver a abrir la reflexión sobre el testigo y el testimonio, teniendo en cuenta los profundos desarrollos de sus prácticas discursivas y narrativas. Técnicamente, testimonium es un término de bibliólogos, utilizado para indicar un tipo bien definido y específico de literatura testimonial: el de los testimonia, colección o cadena de citas tomadas de textos proféticos veterotestamentarios y utilizadas en calidad de pruebas (proof from prophecy, comenta Falcetta, o “prophetic gnosis”)17 para autenticar los acontecimientos neotestamentarios. Se trataba de una práctica textual no exclusiva del cristianismo sino de honda tradición griega y semítica. El concepto y el término correspondiente implicaban las nociones de herencia y transmisión.
Sin la intención de engarzar un fantasioso rosario filológico, considero, sin embargo, enriquecedora una reflexión que posibilite una interpretación más abierta de la compleja categoría del “testimonio”, capaz de incluir las formas nuevas que se están presentando sobre todo a partir de las últimas dos décadas. En efecto, estamos asistiendo al rebrote (totalmente secularizado, por supuesto) de prácticas testimoniales basadas en la cita, y en la cita de la cita, que engendran cadenas narrativas. Prácticas que conforman textos procedentes de testimonios autorizados, memorables y “memorializables” que se utilizan para descifrar las señales ambiguas del presente: un testimonio sin testigo que se apoya en el reconocimiento de un texto anterior cuya verdad radica en la autoridad de las fuentes.
La reflexión sobre dichas prácticas podría beneficiarse también con otro aporte de la etimología: el que deriva del concepto de munus implicado en la noción de testi-monium. Al respecto, resultan sumamente sugerentes las consideraciones de Roberto Esposito cuando precisa que el sentido de munus es el de “don”, pero de una naturaleza muy diferente de la del donum. “La inexorable obligatoriedad” del munus en relación con la menor intensidad del donum, escribe Esposito, consiste en que el munus es
(…) el don que se da porque se debe dar y no se puede no dar. (…) El munus indica solo el don que se da, no el que se recibe. Se proyecta por completo en...