Fernández, Macedonio
Relatos, cuentos, poemas y misceláneas : / Macedonio Fernández. 2ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Corregidor, 2019.
Libro digital, EPUB (Obras completas / Obieta, Adolfo de ; 7)
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ISBN 978-950-05-3195-5
1. Literatura Argentina. 2. Poesía Argentina. 3. Narrativa Argentina. Ⅰ. Título
CDD A860
ISBN edición impresa: 978-950-05-3015-6
Diseño de tapa:
Ezequiel Cafaro
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Digitalizado por DigitalBe© (Abril/2019)
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UNA NOVELA QUE COMIENZA 1
Prólogo para la Mayoría
(la de lectores de comienzos)
El poco disimulado género de los lectores de comienzos”, el más probado, decidido y celoso de su comodidad, creo que aquí no se hará esperar en felicitarme y darme ánimo para no ulteriorizar esta Novela que comienza, para que no trunque mi obra con seguirla y no me despeñe estirando a más tan concluido comienzo. Santo consejo.
TODO EL AUTOR
“El caballero R.G., Suipacha 512, piso 5º, U.T. Libertad 2885, de 5 a 8 de la tarde todos los días, sabrá reconocer, fino y discreto, cualquier gentil noticia que se le suministre acerca de las bellas señoritas a que los subsiguientes datos, con respeto, se refieren.”
He aquí lo que ocurre: y ojalá así como soy de verdadero sean de crédulas las personas que se detengan a escucharme. Los hechos, datos y los deseos de mi amigo y míos que se exponen son reales. Todo es verdad aquí, si nada lo es en alma de quien descuida regar sus sueños, mimar su esperanza.
Puedo asegurar que estoy tan triste mientras escribo encerrado en habitación inadornada, sin nada que llame o acompañe, en esta pieza que nada me dice, solitario a estas horas del anteamanecer en que todo habla de extenuación, de la vida en muerte, del deseo cansado de no volver a la vida, de haber concluido, que siento miedo de saber que tengo un nombre, que soy humano y existo. ¡Qué soledad terrible! ¿Qué estás, Vida, tejiendo conmigo que tanto te seguí y te comprendo?
Y tú, dulce criatura, pecho de todo amor, dolorida juventud, flor sin sol, niña que ya dejó sin sueños la vida, incomprendida por los malos, inadvertida por los buenos atareados, ¡qué soledad valerosa la tuya, Adriana, que no tienes siquiera la pluma para envanecerte de quejas como yo en mis cobardías! ¡Adónde voy cayendo!
Mis páginas serán siempre veraces. No habrá una de ellas sin el nombre de Adriana, que es mi verdad, sin mi sufrir, que no puedo vencer, sin las burlas forzadas con que procuro defenderme, hacerme querer de la Vida optimista.
En esta desierta hora y abandono, tan débil, tan vencido soy que estoy escondiéndome de todo, porque cualquier cosa que me tocara, una mariposa que volara, un papel que cayera al suelo me derrotaría; y si una voz me nombrara ¡cuánto mal me hiciera!; si solo viera escrito mi nombre en algún sobre… ¡Si es solo el temor de caer más, solo aquí, que me contiene! ¿Hubiera imaginado yo ir cayendo así desde hace tres años, a esta tenuidad, a esta nada de cosa humana tan exangüe que el saber que tengo un nombre entre los sueños y los vivires es un miedo para mí…?
¡La literatura de lágrimas de paraguas, concluya!, dijo el lector. Hagamos lo que se me ha solicitado; y acabe el llanto escrito, que el Lector Crédulo cesó ha tiempo. Las literarias “lágrimas del rocío” son estas mismas, las de paraguas.
He hecho recién, en la vida de hotel a que las vicisitudes me han traído, la amistad de un argentino, como yo, sin amor, como yo, de mi edad, como yo: cuarenta y cinco (lo que no se tomará en contra nuestra pues atendida la igual edad que tuvimos al nacer y el igual tiempo hasta hoy ninguna especial imprudencia ha contribuido a este horrible resultado); algo mayor que yo, por lo tanto, pues siempre somos menores en dos meses –y un activo milímetro, el primero de nuestra talla empezando de arriba, más altos– que quien anda con nosotros; lo que no es triste ni egoísta, pues él abusando de la misma ley nos supera parecidamente, de modo que juntarnos es contentarnos, e igualados por esta diferencia que nos sabemos, no se adivina en la calle cuál de nosotros cuenta con el milímetro en que ambos nos superamos y que causa nuestra alegría.
Fuera de esto soyle tan diferente en la mitad de todo otro aspecto físico y moral como él a mí en la otra mitad; para que todas las diferencias no pesen sobre uno solo, en unas se me diferencia él, en otras me le diferencio yo. Ojos negros él y lentes; ojos azules yo, sin ellos; bigote recortado yo, afeitado él; pelo negro él, si lo muy poco tiene color, abundante y blanco yo; buena estatura, muy servicial, suficiente para llegar hasta el suelo. Las personas muy altas, aparte del horroroso inconveniente de andar siempre muy lejos de ellas mismas, notándose que caminan a grandes pasos para alcanzarse –yo no podría acostumbrarme a un destino tan travieso– llevan por esto, de continuo, las lastimaduras en la cabeza que todos hemos observado. Debe elegirse a tiempo la estatura “apenas alta”; es mi clasificación; tengo un modelo en casa. No estoy resentido con los altos: no he querido ese formato.
Yo soy indiscreto, como se va notando; él, sigiloso. ¿Sigiloso?
Conozco una mujer. ¿Conozco una mujer? Sí: conozco una mujer joven, bella, amorosa, generosa, condolida, desventurada, trágicamente sellada en la existencia, con su soñar robado a los dieciocho años, cuyo heroísmo de secreto excede tanto al de todo hombre que desde que me crucé con ella en la luz del camino no puedo llamar secreto ni valeroso a hombre alguno. Más aún: desde que ella latió en mi luz todo hombre me parece una maquinita de vivir, un algo, esto, aquello, alguna cosa.
Pobrecita, herida criatura, ¡cómo te han quemado! ¡Y seré yo, hombre sin camino, que por haber conocido tu dolor cree de nuevo en la dicha, en la dicha de hacerte esperar tanto como desesperar te hicieron, quien rehaga tu luz y te haga otra vida! ¡Cuán dudoso es mi aliento para cumplirlo!
Continuaré, pensando en ella y escribiendo esto que se me encargo. Si estuviera ella a mi lado lo haría con pluma de burlas y esperanzas. ¡Tenemos tanta necesidad de reír! Nunca he visto en ella, ni ella en mí, la risa desde que nos encontramos hace dos años. ¿Cuándo terminará nuestro sufrir?
Mi amigo es secreto, hablando con condescendencia. Es metódico; ningún hombre lo es. Yo soy desordenado, como todo ser humano. Es secreto, metódico, inteligente, estudioso (¿qué diablos se puede estudiar por aquí, en el mundo?), fácil con el dinero, gracioso y de buen reír. Cuidado en el vestir, ojos negros (ya lo dije, pero no dije que eran grandes), siente frío en el invierno y calor en el verano siguiente. Este cambio de opinión no excluye firmeza de carácter. Es valiente, aunque ningún hombre lo es y trabajador, lo que no es cierto: yo no lo creo de nadie ni de él. Con todos estos defectos hay una cualidad, algo bueno en él. Hasta ayer cuando nos separamos la tenía y dada la firmeza de carácter de los hombres…
Sí: ayer a las cinco de la tarde, a las diecisiete como dicen los que no saben que esas horas tienen un nombre, un dulce nombre, la tarde, tejido a tantos recuerdos, él, una taza de té, yo, una de café, dos cigarrillos ardiendo, corbata verde la suya, él creía en la mujer, era un enamorado. Es el primer caso auténtico que se me depara de hombre que cree en la mujer.
Mi amigo cree en la mujer.
He fracasado como escritor –quisiera acordarme de algo en que no haya fracasado para mostrar que hay variedad en mis andanzas–. Me parece que para conversar desde la esquina con un vigilante que tiene frío, a las dos de la mañana, farol más o menos y un tranvía quejándose al doblar la calle, me he señalado. Mi conversación cuando llega hasta el centro de la calzada, donde nacen y se quedan estos funcionarios, tiene, según me lo he oído decir a mí mismo 2, el atractivo de la oportunidad; era lo que más necesitaba un vigilante y lo único de que se le proveía sin considerar gastos. Fuera de esto con los sacudones de la vida se me han caído de la memoria algunos otros éxitos recordables. En cuanto a este fracaso en el escribir, se debe a esta rareza de no poder escribir seguido, sin pensar en nada. Si yo hubiera pensado antes de escribir, lo que no es tampoco oportuno, apenas se notaría. Mas el lector me descubre pensando mientras escribo, nota estos intervalos de silencio y ya comprende que soy un pobre diablo –lo que sería preferible que no se advirtiera tan pronto–, que un libro mío no podría transportar en su tapa ese retrato de autor, de un hombre cuya sonrisa lo revela un profesional de la felicidad, que tiene toda la gloria, todos los amoríos y el dinero llevaderos a su temperamento. ¡Qué caras seguras y felices las de esas tapas! Se comprende que lo saben todo y además ellas aportan este dato: que el libro tiene autor, contratiempo que yo creía solo inevitable en las autobiografías; y que en el autor el contento no merma por haberlo escrito. Su retrato y firma en el volumen atestiguan la extrema modestia de su estima personal; me desconcierta cómo algunos lo atribuyen a vanidad. El ha escrito para los lectores; lo avisa en el prefacio “Al Lector”; no tiene la pretensión de escribir para otros; por ello entendí que no se dirigía a mí y escapé… a un riesgo grande de indiscreción, por enterarme de lo que solo para lectores se escribió.
Empero debiera tolerársenos algún pensar a los que tomamos la pluma para escribir y escribimos para los lectores un artículo de “anuncio” en que ...