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El joven Darwin y el viaje en el Beagle
La educación de un naturalista
Charles Robert Darwin, el genial creador de la teoría evolucionista que cimentó la moderna biología, nació en 1809 en Shrewsbury, Inglaterra, en el seno de una familia con cierta tradición científica, sobre todo en el campo de la medicina. Su abuelo Erasmus figura en el panteón de los precursores del evolucionismo por su obra Zoonomia, en tanto que su padre, Robert, se dedicó a la práctica médica en el propio Shrewsbury.
Aunque pudiera pensarse lo contrario, por la inmensa obra que con los años fue desarrollando, el rendimiento escolar de Charles estuvo por debajo de la media, por lo que Julian Huxley afirma que nunca hubiera podido acceder a una universidad en la época actual. A pesar de esto, parece que su vocación como naturalista fue bastante temprana, ya que en la escuela primaria comenzó a coleccionar animales, plantas y minerales. En 1825 completó su primera formación en el colegio de su ciudad natal, donde —según el propio Darwin— recibió una educación totalmente inútil: “Nada pudo haber sido más pernicioso para mi desarrollo intelectual que el colegio humanístico del doctor Butler, pues era exclusivamente clásico…”
La tradición familiar obligó al joven Darwin a trasladarse en 1825 a Edimburgo, con la finalidad de estudiar la carrera de medicina en la prestigiosa universidad de la ciudad. El objetivo familiar fue imposible de alcanzar, ya que Darwin no era capaz de soportar la visión de la sangre y la asistencia a las operaciones quirúrgicas. Los dos años en Edimburgo le permitieron, sin embargo, ponerse en contacto con algunos especialistas en historia natural y dar, como ha señalado Desiderio Papp, las primeras pruebas activas como naturalista. En la institución científica Plinian Society, fundada por el profesor Robert Jameson —el editor británico de las obras de Cuvier para las discusiones de sus alumnos— presentó el joven Darwin dos descubrimientos: demostró que lo que se creía que eran huevos de la flustra —un briozoario marino—, eran larvas ciliadas; y por otro lado, que las pretendidas semillas del alga Fucus loreus eran los óvulos de la pequeña sanguijuela Pontobdella muricata. Asimismo trabó amistad con los zoólogos William MacGillivray y Robert Edward Grant, quien más tarde llegaría a ser profesor de Anatomía comparada en Londres. Según el testimonio del propio Darwin, Grant fue uno de los personajes que le hizo conocer la teoría transformista de Lamarck:
Yo le escuché en silencio, sin impresionarme mayormente. Poco antes había leído la Zoonomia de mi abuelo Erasmus, obra que defendía ideas semejantes a las de Lamarck, sin que estas me hubiesen atraído. Pese a ello, no es improbable que el conocimiento temprano de esta doctrina iba a favorecer, años después, mi proyecto de exponer sobre una base muy diferente la teoría de la evolución.
En 1828 quedó truncada la carrera médica de Charles, quien por consejo de su padre se dirigió a Cambridge para seguir los estudios necesarios a fin de dedicarse a la carrera eclesiástica, lo que parece que tampoco logró colmar las aspiraciones intelectuales del aprendiz de científico que por entonces era el joven Darwin: “Durante los tres años en Cambridge perdí completamente el tiempo, lo mismo que en Edimburgo y en el colegio.”
Esta afirmación no parece del todo cierta, si tenemos en cuenta que fue en Cambridge donde pudo desarrollar su talento como naturalista, gracias a las influencias positivas del profesor Adam Sedgwick en el campo de la geología y de John Stevens Henslow en el de la botánica. Con ellos hizo excursiones por la campiña inglesa y aprendió a observar atentamente la naturaleza, tanto por su experiencia directa como por las lecturas de historia natural que realizó en esta época, entre las que siempre se ha destacado la obra de Alexander von Humboldt, paradigma de la historia natural romántica. Aunque Darwin, como hemos visto, nunca se mostró muy satisfecho de la formación que había recibido, alcanzó el título de Bachelor of Arts de Cambridge en 1831, después de realizar un examen sobre la obra de William Paley, Pruebas del cristianismo, que, según el mismo Darwin, resultó de gran utilidad para la educación de su mente.
El naturalista en el Beagle
Aunque todo parecía indicar que Darwin no pasaría de ser un discreto naturalista con un sueño lejano de visitar las islas Canarias, especialmente el pico de Tenerife, por influencia de Humboldt, y con cierta afición a la caza, así como a llevar una existencia fácil apoyada en la fortuna familiar, se produjo un acontecimiento que le marcaría como persona y como científico el resto de su vida. Cuando se encontraba disfrutando de sus vacaciones a finales de agosto de 1831, poco después de obtener su titulación en Cambridge, le llegó una carta de su antiguo profesor John Stevens Henslow, a la que acompañaba otra del matemático y astrónomo George Peacock, en la que se le ofrecía el cargo de naturalista sin sueldo a bordo del Beagle, un barco de tres mástiles y dotado de diez cañones, para hacer un viaje alrededor del mundo, siempre que fuese aceptado por el capitán del buque, Robert Fitz Roy, quien por otra parte había pensado en su amigo el novelista Harry Chester como primera opción para acompañarle.
Darwin tuvo muchas dudas antes de aceptar el puesto, ya que según él existía “un riesgo real para la salud y la vida” y sobre todo por la oposición inicial de su padre, que consideraba este viaje como un obstáculo para la vida de clérigo de su hijo, además de su falta de costumbre de navegar y la posibilidad de disensiones con su compañero íntimo de viaje, el capitán Fitz Roy. Finalmente, gracias al apoyo de su tío Josiah Wedgwood y la aprobación definitiva de su padre, que le consideraba un hombre de gran curiosidad, pudo seguir los consejos de Henslow, quien le había escrito:
Considero a usted la persona más capacitada de cuantas conozco… Digo esto no porque sea un naturalista consumado, sino porque está holgadamente capacitado para reunir, observar y apuntar todo lo que sea digno de señalar en el campo de la historia natural… No se atormente con dudas y temores acerca de su falta de aptitud; yo le aseguro que es usted precisamente el hombre que ellos están buscando.
Estas palabras resultaron ser proféticas. El 1 de septiembre de 1831 Darwin confirmaba a Francis Beaufort su aceptación y el 5 de septiembre, tras una breve entrevista con el capitán Fitz Roy —personaje de moralidad y costumbres bastante estrictas—, obtuvo el puesto de acompañante naturalista del Beagle, ya que oficialmente el cirujano Robert McCormick, calificado por él como “un asno”, estaba encargado de las recolectas y el joven Charles debía pagar incluso el rancho. Las misiones principales del Beagle, un pequeño y lujoso barco en opinión de Darwin, fascinado por sus acabados en caoba y preocupado por la posible falta de espacio, consistían en la realización de trabajos cartográficos en la costa americana, especialmente en la Tierra del Fuego y la Patagonia, y de determinación de la longitud, para lo cual debían hacer diferentes mediciones en este viaje alrededor del mundo. El capitán Fitz Roy, que le ofreció su propio camarote, sus libros e instrumentos científicos, narraba en su Diario cómo se había producido la contratación del joven Darwin:
Preocupado porque no se perdiese oportunidad alguna de recoger información útil durante el viaje, propuse al hidrógrafo que buscase alguna persona bien educada y científica que compartiese las comodidades que yo podía ofrecer, con el fin de aprovechar la oportunidad de visitar territorios distantes poco conocidos aún. El capitán Beaufort aprobó la sugerencia y escribió al profesor Peacock, de Cambridge, quien consultó con su amigo, el profesor Henslow, y este propuso al Sr. Charles Darwin, nieto del doctor Darwin, el poeta, como un joven de talento prometedor, extremadamente versado en geología y en todas las ramas de la historia natural. Por consiguiente, se hizo al Sr. Darwin el ofrecimiento de ser mi huésped a bordo, lo que aceptó con algunas condiciones.
Los preparativos del viaje fueron para Darwin fáciles y rápidos, ya que consideraba que con unas quinientas libras y un sencillo equipaje, compuesto de ropa, libros —entre ellos un manual de taxidermia—, un microscopio, una brújula, dos buenas pistolas y un rifle, todo estaría resuelto, puesto que también podría hacer uso de los instrumentos del capitán, como los cronómetros, el telescopio con brújula, el clinómetro, la cámara oscura, etc. o de sus libros de matemáticas que pretendía estudiar en estos años. Entre los libros que le acompañaron durante el viaje aparecían la Biblia, libros de español y los diarios de Humboldt, recomendados por su antiguo profesor Adam Sedgwick. La influencia de Humboldt en Darwin fue una constante en el viaje, especialmente en la fascinación estética y la manera de describir los sentimientos ante la asombrosa naturaleza americana. Incluso antes del viaje, en una carta dirigida a su primo y amigo William Darwin Fox el 19 de septiembre de 1831 desde su residencia en el número 17 de Spring Gardens en Londres, le comentaba:
Tengo instantes de verdadero entusiasmo en uno u otro momentos, cuando pienso en los cocoteros y los cacaoteros, las palmas y helechos tan elegantes y bellos: todo nuevo, todo sublime. Y si vivo años después para verlo en perspectiva, ¡qué grandes serán los recuerdos! ¿Conoces a Humboldt? (Si no, ¿qué esperas para conocerlo?). Con qué intenso placer mira hacia atrás a esos días empleados en los países tropicales.
En cuanto a su preparación como coleccionista le preocupaban especialmente la formación y conservación de las colecciones de plantas y aves, algo que comunicó a Henslow de manera divertida y algo dramática: “¿Me daría usted las instrucciones más minuciosas como si se las estuviera dando a un salvaje de Tahití?”.
Sin duda su profesor Henslow fue su principal mentor y protector para este viaje, dirigiendo en cierto sentido cada uno de los pasos importantes de la carrera del nuevo naturalista. Fue él quien le regaló el primer volumen de los Principles of Geology de Lyell, una de las fuentes de inspiración de la teoría darwiniana. Además mantuvo una activa correspondencia con el joven Darwin, tanto para asuntos científicos como para mantenerle al día de las noticias políticas o sociales de Inglaterra, aunque siempre dudando del interés de su pupilo, convertido en una especie de fueguino, más cercano según él a las meditaciones acerca de las sirenas o los peces voladores. Poco antes de la salida del Beagle, Darwin se dirigía a su maestro para agradecerle todo cuanto había hecho por él desde los tiempos de Cambridge.
La elección de Darwin para este fabuloso viaje a un mundo exótico fue celebrada por sus amigos y colegas como una oportunidad única de conocer ese mundo tan desconocido todavía en Europa. Algunos, como el clérigo Frederick Watkins, conocedores de su compulsiva afición recolectora, bromeaban sobre la desgraciada suerte de sus futuras presas, destinadas a los museos de Londres:
Nunca pensé tan bien de nuestro gobierno actual como cuando escuché que habían seleccionado a Charles Darwin como naturalista del gobierno y que sería transportado (con placer, desde luego) durante tres años —¡horror!— hacia los escarabajos de Sudamérica —¡horror!—, hacia todas las mariposas tropicales.
A pesar de que el tiempo de espera no fue demasiado largo, es cierto que hasta la salida del buque, Darwin se mostró especialmente inquieto, ya que intuía la importancia que para él tendría este periplo, tal como lo expresaba al capitán Fitz Roy en octubre de 1831: “¡Qué glorioso será para mí el 4 de noviembre! Comenzará entonces mi segunda vida y será como si fuera mi cumpleaños para el resto de mis días.”
En espera de buen tiempo, finalmente el 27 de diciembre de 1831 zarpó el Beagle desde el puerto inglés de Plymouth, rumbo a las pequeñas islas del Atlántico —Madeira, Canarias y Cabo Verde— y a las costas brasileñas; primeras escalas de un viaje en el que Darwin visitaría, entre otros...