CAPÍTULO 1. PARADOJAS ELECTORALES: ¿ELECCIONES COMPETITIVAS, SIN LEGITIMIDAD?
¿IDEALIZACIÓN, DESENCANTO O ALIENACIÓN POLÍTICA?
LAS ELECCIONES MEXICANAS se encuentran en una situación paradójica: a pesar de garantizar contiendas cada vez más libres y competitivas, plurales y confiables, éstas sufren de un profundo y persistente déficit de legitimidad. Independientemente de su ideología o afiliación, una mayoría contundente de ciudadanos percibe las elecciones como “poco” o “nada limpias”, y candidatos derrotados de todos los partidos impugnan sus resultados (gráfica 1.1). Después de haber alcanzado efímeramente 86% en 2000, la confianza ciudadana en la integridad electoral tocó fondo con 28% en 2015, situándose entonces en el nivel más bajo registrado en México desde 1997 y en toda Latinoamérica en 2015 (gráficas 1.2 y 1.3).
Tras décadas de mejoras sustantivas en la calidad de los procesos electorales, el ciclo virtuoso de reformas se agota y entramos en un proceso inverso de desconstrucción de la confianza ciudadana.
Esta paradoja contemporánea se relaciona con otra paradoja de carácter estructural e histórico: desde 1929 las elecciones mexicanas no servían para elegir a los gobernantes pero sí lograban legitimarlos mediante campañas rituales que movilizaban masivamente a las élites, a los cuadros y a las bases del partido autoritario (Adler-Lomnitz, Lomnitz y Adler, 1990). Esta lógica se rompió en 1988, cuando una masa crítica de actores cuestionó públicamente la validez de los resultados presidenciales. A partir de entonces, las elecciones se han vuelto cada vez más plurales y competitivas.
Gráfica 1.1. Número de asuntos resueltos por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) (del 1º de noviembre de 1996 al 10 de enero de 2018)
Fuente: [www.trife.gob.mx/todo2.asp?menu=10].
Gráfica 1.2. Un déficit estructural y persistente de legitimidad (1995-2015)*
* Porcentaje de encuestados que declaran que “Las elecciones en México son (algo o muy) limpias”.
Nota: para el cálculo de los porcentajes solamente se consideran las respuestas válidas.
Fuente: Elaboración propia con datos de Latinobarómetro (LB) (1995, 1996, 1997, 2000, 2013 y 2015), de los Mexico Panel Study (MP) (2001, 2007 y 2013) y del CESOP (2013 y 2015).
Gráfica 1.3. ¿Las elecciones “más fraudulentas” de América Latina?
Fuente: Latinobarómetro (2015).
Las elecciones fueron (muy) fraudulentas
| País | N | Media |
| Uruguay | 1 126 | 13.0% |
| Chile | 1 036 | 19.4% |
| Ecuador | 1 056 | 32.3% |
| Costa Rica | 933 | 35.6% |
| Argentina | 1 067 | 35.8% |
| República Dominicana | 947 | 40.8% |
| Perú | 1 037 | 42.4% |
| Nicaragua | 842 | 42.8% |
| Bolivia | 1 040 | 45.6% |
| Latinoamérica | 18 140 | 47.9% |
| Panamá | 966 | 52.8% |
| El Salvador | 879 | 57.3% |
| Paraguay | 1 061 | 58.5% |
| Venezuela | 1 083 | 58.9% |
| Colombia | 1 095 | 62.4% |
| Guatemala | 861 | 63.2% |
| Brasil | 1 113 | 65.5% |
| Honduras | 873 | 66.8% |
| México | 1 125 | 71.8% |
Fuente: Latinobarómetro (2015).
Hoy las elecciones no sólo sirven para elegir sino, también, para sancionar a muchos representantes mediante alternancias en todos los niveles de poder. No obstante, ahora las elecciones sufren una crisis profunda de legitimidad. Los niveles modestos de participación preocupan constantemente a las élites políticas y se está perdiendo incluso la credibilidad procedimental que el Instituto Federal Electoral (IFE) construyó con arduos esfuerzos durante 25 años (Sonnleitner, Alvarado y Sánchez, 2013). Sin embargo, son, sobre todo, los liderazgos y los partidos los que conocen una profunda crisis de credibilidad. Tras haber suscitado todas las expectativas, las alternancias reflejan ahora un voto de rechazo y castigo hacia los gobernantes. De un periodo encantador de primavera democrática hemos pasado así a uno mucho más frustrante de desencanto y alienación ciudadana.
En este contexto, lo que se debate ahora en México es la calidad misma del sufragio, cuya autonomía se ve restringida por mecanismos corporativos y clientelares —imaginarios y/o reales—, de compra y coacción, inducción o manipulación. Cabe indagar entonces en las formas concretas en las que se ejerce el sufragio particular, y en las condiciones que propician o inhiben su grado de autonomía, secrecía e igualdad. ¿Para qué (no) sirven las elecciones? ¿Por qué tantos millones de ciudadanos (no) participan en ellas? ¿Cómo toman éstos sus decisiones de abstenerse, anular su boleta o votar por tal o cual partido/ candidato? ¿Qué relación guardan estos comportamientos electorales con las dimensiones constitutivas del desarrollo social, económico y humano? ¿Cómo investigar las distintas variedades del sufragio?
Estos interrogantes forman parte de una amplia agenda de investigación comparada, que ha sido renovada por la multiplicación de “nuevas” democracias en el marco de la tercera ola global de democratizaciones, y adquiere tintes particulares en México. Aquí, las relaciones contradictorias entre las bases socioterritoriales del desarrollo socioeconómico y del sufragio desafían las teorías tradicionales de la modernización. A diferencia de las democracias consolidadas —donde la participación electoral se asocia con mayores niveles de bienestar y educación—, en muchas regiones mexicanas son las comunidades pobres las que más acuden a las urnas, mientras que las ciudades son más abstencionistas. Lejos de ser estable esta relación evoluciona desde la década de 1970 para invertirse en la de 1990, antes de disolverse y revertirse nuevamente en la década de 2000.
Para comprender esta geografía cambiante de la participación ciudadana, es preciso analizar los contenidos del voto en distintos contextos y niveles. Contrario a su pretendido carácter “universal”, el sufragio no es una práctica unívoca ni uniforme que obedece a un solo modelo general. Para entender las modalidades de su ejercicio hay que rastrear las formas en las que se extendió y reflexionar sobre sus dimensiones históricas y geográficas, antropológicas y psicológicas, sociales, económicas y políticas. Los estudios de caso revelan una gran diversidad de configuraciones y formas de movilización electoral: éstas pueden apoyarse en dispositivos de tipo comunitario o identitario, social o territorial, racional e individual, corporativo o clientelar. La apuesta consiste, así, en combinar distintos enfoques para contribuir a una sociología plural, situada y comparada del sufragio particular, y para repensar sus relaciones con la participación y la representación, la contestación y la inclusión, la gobernabilidad y la legitimidad democráticas.
LA PRODUCCIÓN SOCIOHISTÓRICA DEL SUFRAGIO: UN MARCO PARA EXPLORAR EL VOTO
Aunque suene extraño, votar no es sinónimo de elegir y las elecciones no son sinónimo de democracia. Como lo muestra la sociología histórica, existe una gama muy amplia de variedades del sufragio. También hay una gran diversidad de sistemas electorales, con muchas formas distintas de votar. Pero lo que es necesario recordar, sobre todo, es el origen aristocrático y el espíritu meritocrático de las elecciones que —en oposición con el ideal ateniense de designación por sorteo—, no siempre ni necesariamente son democráticas (Hermet, Rouquié y Linz, 1982; Manin, 1995; Posada-Carbó, 1996).
Votar ≠ elegir ≠ democracia: ¿elecciones con/sin opciones?
Históricamente, las elecciones se inventaron para tomar decisiones colectivas —por unanimidad o consenso, por mayoría, pluralidad o proporcionalidad— y han evolucionado desde la fundación de las primeras comunidades humanas organizadas políticamente (Christin, 2014; Colomer, 2004). La extensión del sufragio universal, en cambio, es un proceso sociohistórico mucho más reciente, lleno de contingencias, ambivalencias y contradicciones (Przeworski, 2010). Más allá de su utilización ritual y de sus connotaciones simbólicas como dispositivo clave de la ciudadanía, el sufragio y las elecciones son prácticas e instituciones sociales con múltiples usos, contenidos y significados (Nohlen 2004; Hermet, Rouquié y Linz, 1982; Annino, 1995; Posada-Carbó, 1996). Como lo destacan Ihl (2000) y Déloye e Ihl (2008), si bien el voto puede manifestar una opinión racional e individual, también puede expresar una identidad colectiva y el deseo de pertenecer a una comunidad, o bien responder a una lógica de intercambio simbólico, material o clientelar.
Más allá de su especificidad histórica, la heterogeneidad geográfica y sociocultural del voto invita a cuestionar algunas premisas del enfoque electoral que predomina ahora en la ciencia política europea y estadounidense. Ésta tiende a enfatizar la racionalidad del sufragio universal en detrimento de la historicidad del sufragio particular. Las elecciones y el voto se presentan, así, como instituciones universales sin historia, como las prácticas ciudadanas por excelencia, como los elementos constitutivos y fundamentales de la democracia. No obstante, este modelo ideal conlleva supuestos implícitos que merecen ser revisados. Votar no siempre implica elegir, una elección no siempre presenta opciones y la “democracia” significa mucho más que elegir o que votar.
De ahí el interés de una agenda plural de sociología electoral situada, comparada e histórica, que permita explorar cómo se inventó el voto y cómo evolucionan las distintas elecciones. México proporciona un laboratorio fascinante para estudiar las variedades de sufragios que coexisten o se combinan a lo largo y ancho del territorio nacional.
El laboratorio mexicano: del régimen posrevolucionario al desorden democrático
Para ilustrar nuestro punto de partida, situemos el campo de estudio. México proclamó el sufragio (masculino e indirecto, pero conceptualizado entonces como “universal”) en 1857, muchísimo antes que democracias consolidadas como Noruega (1897), Australia (1903), Holanda (1917) o Suecia (1921). Incluso sin contar estas primeras décadas de aprendizaje del voto durante el Porfiriato, en contextos poco propicios para la participación popular democrática con elecciones controladas o manipuladas, la Revolución mexicana se luchó bajo el lema “sufragio efectivo, no reelección”. Por ello, la Constitución de 1917 consagró por vez segunda el sufragio universal (masculino y ahora directo), antes de extenderlo a las mujeres en 1957 y de ampliar la edad del voto a los jóvenes de 18 años (Nohlen, 2004). Esto importa porque, en México, el voto se inventó, se extendió y se socializó en contextos autoritarios que forjaron una cultura política antidemocrática, la cual se apoyó formalmente en los sectores campesinos, obreros y populares, pero los excluyó en los hechos de la política y los mantuvo al margen de la ciudadanía. Al respecto, la historia del partido posrevolucionario resulta paradigmática, al construir un Estado centralizador y relativamente poderoso bajo la autoridad de un presidente omnipotente que sometió paulatinamente a los caudillos regionales y locales, neutralizando al mismo Congreso de la Unión (Hernández, 2016). Se tuvo que producir un largo proceso de descomposición del pacto posrevolucionario antes de que la política se pluralizara a partir de la década de 1970, y se necesitaron 71 años para que esa transición desembocara en una alternancia democrática en la presidencia de la República.
En este contexto peculiar surge un nuevo tipo de elecciones, cada vez más limpias, confiables y competitivas. Sólo entonces se transforman los significados del voto, transitando poco a poco de una movilización corporativa —pasiva y sumisa— de las masas, a una participación ciudadana proactiva, más crítica, autónoma y exigente. Pero ninguna cultura política surge abruptamente del vacío, por alternancia o decreto. Para entender sus dinámicas más profundas, de cambio y continuidad, hay que adentrarse en las distintas dimensiones del sufragio.
Rastreando las huellas socioterritoriales del voto en el México subnacional
Partiendo de un contexto paradójico —de expansión y de crisis, de idealización y de desencanto con la democracia representativa y multipartidista—, esta investigación busca contribuir al estudio de las bases sociales y de las dinámicas territoriales del sufragio universal, de la inclusión política y de la participación electoral a lo largo de las últimas cinco décadas en el México subnacional, en un contexto de transiciones inconclusas, de crisis repetitivas y de gran inestabilidad.
Las democratizaciones latinoamericanas de la década de 1980 son el fruto de la convergencia de procesos endógenos y exógenos, macro y microsociológicos, que encontraron condiciones propicias con la crisis de los regímenes militares y/o nacional-populistas, en un contexto internacional favorable a la expansión del sufragio universal. Empero, tras haber despertado el entusiasmo popular, los resultados limitados de los gobiernos democráticos no tardaron en alimentar las frustraciones de los electores. Este desencanto profundo por la democracia “real” se alimentó del carácter simultáneo y de la confusión entre la liberalización política y la desregulación económica, que se produjeron en contextos adversos, de crisis repetitivas y de transiciones múltiples (demográfica, sociocultural, estatal y política). Muchas democratizaciones surgieron, no como producto de la modernización socioeconómica, sino como resultado del fracaso de los modelos estado-céntricos de desarrollo, en medio de procesos desordenados de desregulación.
En México, la apertura política inicia al menos desde 1977, pero habrá que esperar las repercusiones estructurales de la crisis de la deuda, en 1982, para que el régimen posrevolucionario haga paulatinamente las concesiones decisivas que permitirán el arranque de la democratización. Como resultado de una “mecánica” compleja de movilizaciones cívicas, de elecciones crecientemente competitivas y de reformas legales sucesivas, el régimen irá cediendo poco a poco su posición hegemónica antes de perder la mayoría en la Cámara de Diputados en 1997 (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000). En contraste con otros países latinoamericanos, la alternancia p...