Soprano, la insoportable levedad del mafioso
«La vida privada del gánster era ejemplar»
Hans Magnus Enzensberger
Como muchos sabrán de sobra, Los Soprano (The Sopranos) es una serie de televisión estadounidense creada por David Chase y producida por la cadena de televisión HBO. Se estrenó el 10 de enero de 1999 y echó el cierre el 10 de junio de 2007, tras 86 capítulos y seis temporadas en la pequeña pantalla.
Claude Chabrol, uno de los líderes de la Nouvelle Vague, ha expuesto recientemente su programa cinematográfico:
«Soy un anatomista de las pasiones, un amante de la sátira y un aspirante a maestro del suspense… Mi atracción por el crimen no es morbosa, sino de interés humano. Quiero decir que me interesa analizar las situaciones extremas que conducen al homicidio. El homicidio es, por tanto, secundario. Es sólo el desenlace. La solución a un conflicto muy degradado.»
Podemos disfrutar de semejante ecuación de pasiones, sátiras y suspense con la última película del maestro francés, Una chica cortada en dos. Pero si deseamos disfrutar del programa chabroliano en toda su intensidad tendremos que mirar hacia otro lado; concretamente, a la televisión.
Recientemente la revista Empire publicó un informe sobre las cincuenta mejores series de televisión. Si dejamos de lado Los Simpson, esa extraordinaria serie de dibujos animados, y Buffy, cazavampiros, que aparece en segundo lugar —¿fijaron el ranking el Día de los Inocentes?—, tenemos a Los Soprano presidiendo la lista de marras.
Malos tiempos para la mafia épica y lírica. Los viejos tiempos de Vito Corleone, de tipos crueles pero honestos, duros pero hogareños, han desaparecido. El proceso de deconstrucción que comenzó Derrida con los textos y continuaron, por ejemplo, Ferrán Adriá con las tortillas y Juan Pablo II con el infierno ha hecho polvo incluso a la Mafia, una institución tan rocosa como poco venerable.
Imaginen un híbrido entre Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, y Gary Cooper, que estás en los cielos, de Pilar Miró. No parece haber ningún mínimo común denominador entre el costumbrismo mafioso italo-americano de Nueva Jersey y el melodrama psicoanalítico de una progre madrileña durante la Transición, entre el despliegue visual barroco y la concentración íntima de corte existencialista. Pero tanto Tony Soprano (James Gandolfini) como Andrea Soriano (Mercedes Sampietro) comparten la admiración hacia Gary Cooper, el actor que estuvo Sólo ante el peligro, como una roca a la que abrazarse simbólicamente cuando todo a su alrededor parece desplomarse.
Scorsese, Miró… y, allá al fondo, Tolstoi. Antes de comenzar las setenta horas de serie, echen un vistazo a las cuatrocientas páginas de Ana Karenina: «Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». Oblonsky, Soprano… Finalmente va a resultar que también las familias desgraciadas se parecen. Pero los autores-lectores-espectadores, hipócritas, disfrutamos mucho más contemplando el mal que el bien, el dolor que la felicidad (uno de los episodios de la quinta temporada se denomina, precisamente, «All Happy Families…»)
La angustia de Tony Soprano —que le produce mareos y síncopes— le lleva al sillón de una psiquiatra. La terapia no sólo no funciona, sino que la discípula de Freud y Paracelso acaba alcoholizada y… psicoanalizada. Porque lo que necesita Tony Soprano no es un reconstituyente químico, sino uno de tipo espiritual. No un curandero, sino un consultor filosófico que le haga saber que los tiempos están mutando, que se han hecho líquidos, lo que significa que las jerarquías de hierro del pasado se han convertido en chicle y las reglas que parecían esculpidas en el anverso de las Tablas de la Ley ahora se escriben con tinta invisible.
Los Soprano es arte popular con pujos de grandeza. Si Carmela Soprano tiene en la mesilla de noche Memorias de una geisha, no es por casualidad. Si un testigo de un asesinato cometido por Tony Soprano está leyendo Anarquía, Estado y Utopía, de Robert Nozick, busquen la causalidad que lo lleva inmediatamente después a desdecirse de su testimonio inculpatorio. Y no se sorprendan si los mafiosos de la periferia neoyorquina, entre descuartizamiento y primera comunión, citan El arte de la guerra de Sun Tzu, diálogos de El Padrino II (la favorita de los mafiosos de Nueva Jersey) o proponen visualmente soluciones efectivas contra la violencia de género que harían sentirse histéricamente horrorizada a la ministra del ramo.
La mejor descripción de Tony Soprano la encontramos en aquella mítica copla de Rocío Jurado:
Ese hombre que tú ves ahí es un gran necio, un estúpido engreído, egoísta y caprichoso, un payaso vanidoso, inconsciente y presumido, falso enano rencoroso que no tiene corazón. Lleno de celos, sin razones ni motivos, como el viento, impetuoso, pocas veces cariñoso, inseguro de sí mismo, soportable como amigo, insufrible como amor. Ese hombre que tú ves ahí, que parece tan seguro, de pisar bien por el mundo, sólo saber hacer sufrir.
De acuerdo, Rocío. Pero también es un inteligentísimo ajedrecista de las pasiones humanas que sabe aprovechar los vicios inconfesables de los que les rodean. Un ecologista de corazón que, como Schopenhauer, cuanto más conoce a los seres humanos más ama a los patos salvajes que anidan en su piscina, y es capaz de pasar una noche en vela cuidando a un caballo enfermo o de estrangular con sus propias manos a quien ose tocar un pelo de un animal inocente. Antonio Muñoz Molina lo ha retratado en su aparecer fenomenológico:
«Tony Soprano, el gánster de la televisión más memorable que casi todos los mafiosos del cine, tiene muchos talentos sutiles, pero todos ellos se suman en un poderío de presencia que es intensamente físico y también contenidamente emocional. Se levanta airado de un sillón y parece que viene hacia nosotros. Emerge de su dormitorio en camiseta, en calzoncillos, descalzo, envuelto en un flojo albornoz, y su irrupción es una inmediata amenaza, una ocupación inapelable del espacio disponible, del aire que se puede respirar. Quieto, mirando de soslayo, el labio inferior ligeramente caído, emite una tensión magnética, una cruenta posibilidad de violencia que estallará ante la provocación más trivial. Basta verlo comer para que dé miedo: el torso muy adelantado, la cabeza inclinada entre los hombros, en una actitud de embestida, los gruesos codos bien hincados sobre la mesa. La mano sujeta el tenedor como si fuera una navaja automática, el tenedor atraviesa el plato de comida con un impulso de agresión, las grandes mandíbulas mastican ejercitando la urgencia depredadora de la especie.»
Asediado por su madre —que amenazaba con estrangularlo de pequeño—, su mujer —que le exige que se haga la vasectomía—, su amante —que pretende contárselo todo a la parienta—, su hija —que íntimamente lo desprecia—,su hermana —que desafía su autoridad—, Tony Soprano es un paradigma de lo que se ha denominado «la crisis de la masculinidad». Sólo las strippers del Bada Bing, el garito en el que Tony se reúne con su familia alternativa mafiosa, lo reconfortan con solicitud de geishas. Y es que si las mujeres están desesperadas, los hombres estamos al borde de un ataque de nervios.
Un famoso poeta y reputado ensayista me decía que si la saga de El Padrino era semejante a una ópera, el culebrón de Los Soprano se parecía más bien a un partido de fútbol. Lo que pretendía ser un juicio despreciativo hacia la serie de televisión refleja más bien la cortedad de miras de los que, instalados en el prejuicio de que cualquier tiempo pasado fue mejor, no son capaces de ver más allá de sus eruditas narices. Desconoce el ignaro que tanto la ópera como el fútbol han tenido sus Di Stéfanos.
Los niños juegan a indios y vaqueros. O a policías y ladrones. La vida consiste en eso, a grandes rasgos. A estar de parte de la policía y los vaqueros o del otro lado. Pero seas indio, vaquero, policía o ladrón de lo que se trata es de ganar pegando tiros. Del ejercicio de la violencia. Ejercen violencia el profesor, el padre, el empresario, el recaudador de impuestos, el terrorista. Ejercía la violencia incluso, o sobre todo, Gandhi cuando practicaba la no-violencia. La violencia puede ser activa y también pasiva, espectacular o secreta. Pero la ejerzas como la ejerzas, casi todo el mundo piensa que tiene buenas razones para ello. Que seas considerado un terrorista o un patriota depende mucho del punto de vista. «Abertzales», «patriotas», llama la extrema izquierda a los miembros de ETA en el País Vasco. «El Patriota» se denominaba la película que hizo Mel Gibson sobre Francis Marion, un líder de la revuelta independentista de los Estados Unidos.
Detentar, define el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como «retener y ejercer ilegítimamente algún poder o cargo público». Y Max Weber estableció en La política como profesión que:
«En última instancia sólo se puede definir el Estado moderno, sociológicamente, partiendo de su medio específico, propio de él así como de toda federación política: me refiero a la violencia física. «Todo estado se basa en la fuerza», dijo Trotski en Brest-Litovsk. Así es, en efecto. Si sólo existieran estructuras políticas que no aplicasen la fuerza como medio, entonces habría desaparecido el concepto de «Estado», dando lugar a lo que solemos llamar «anarquía» en el sentido estricto de la palabra. Por supuesto, la fuerza no es el único medio del Estado ni su único recursos, no cabe duda, pero sí su medio más específico. En nuestra época, precisamente, el Estado tiene una estrecha relación con la violencia. Las diversas instituciones del pasado —empezando por la familia— consideraban la violencia como un medio absolutamente normal. Hoy, en cambio, deberíamos formularlo así: el Estado es aquella comunidad humana que ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima dentro de un determinado territorio».
Estado de naturaleza
Tony Soprano ejerce el gangsterismo como profesión. Una profesión que consiste precisamente en la administración de la violencia como competencia al Estado. Una violencia que da que comer. Pero en su caso lo que engorda te puede matar. Porque la destrucción puede devenir en autodestrucción. Mientras que la violencia en el Estado liberal se equilibra gracias al contrapeso de poderes («check and balance») que idearon, entre otros, John Locke y Montesquieu, la violencia del microEstado mafioso de Tony Soprano toma su modelo político del Leviatán de Thomas Hobbes. Y es que aunque tanto Locke como Hobbes parten de un mismo modelo de contrato social, en sus respectivas teorías fundan dos alternativas de manejo de la violencia: limitada y equilibrada en Locke mientras que en Hobbes resulta absoluta e infinita. Tony Soprano es el Leviatán soñado por Hobbes, un macho alfa en una situación de «Bellum omnium contra omnes» en la que «Homo homini lupus». Es como si David Chase, el creador de la serie, hubiese leído a Hobbes también en su creencia de cuáles son las tres motivaciones básicas por las que hay conflictos en la sociedad: la competición, la desconfianza y la reputación. Y es por ello que Soprano vive un estrés continuo: la competición contra el Estado, que trata de eliminar su poder, y contra sus compinches, que tratan de hacerse con él. La competencia salvaje, sin límites, lleva a una desconfianza radical hacia los demás y, sobre todo, hacia uno mismo, en cuanto si será capaz de afrontar los desafíos agonísticos. Y, por último, la reputación, el intang...