Roma:
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El descubrimiento de América

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El descubrimiento de América

Descripción del libro

Cuando el imperio español en América -ese que había nacido al amparo del "descubrimiento" de un continente- se hizo pedazos, en la penosa gestión de una herencia colonial de tres siglos se dieron las condiciones para que sobreviviera otro "descubrimiento": el de América por la Iglesia católica romana. Para todos los implicados, el acercamiento condujo a renovar las formas de representarse el mundo católicoy la propia participación en él, un proceso de conocimiento y reconocimiento mutuo, del cual surgió una nueva imagen romana de lo que era América, pero también una nueva idea de Roma, forjada en ambos lados del Atlántico.

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Información

Año
2018
ISBN de la versión impresa
9786076282649
ISBN del libro electrónico
9786076283998
Categoría
Historia

TERCERA PARTE

LA REVOLUCIÓN: UN CONCEPTO CATÓLICO Y ROMANO

Si se siguen las transformaciones de la Iglesia católica romana durante un más que largo siglo XIX, que podría extenderse desde la confrontación de Pío VI con el gobierno francés de la Convención, en el ocaso del siglo XVIII, hasta los tratados de Letrán, entre Pío XI y Benito Mussolini, en 1929, cuando se signó el mutuo reconocimiento entre el Vaticano y la República italiana, con lo que quedó sancionada la existencia del Estado contemporáneo de la Iglesia, se podrá apreciar que hay un concepto que acompaña en la sombra a todo ese acontecer: el concepto de Revolución.
Para Occidente en general, es sabido que el vocablo experimenta una transformación profunda desde finales del siglo XVIII y que, tras haber designado fenómenos astronómicos, se politiza intensamente y se sitúa en el centro de importantes tensiones que recorren más de un siglo. En el mundo católico, el movimiento francés iniciado en 1789, que derrocó a Luis XVI e instauró el principio de la soberanía popular en el centro de lo político, es el que más contribuyó a fijar el perfil del concepto. Primero porque minó –aunque resulte paradójico– la antigua relación entre catolicismo y monarquía; segundo porque puso en marcha un agresivo proyecto secularizador y laicizante; tercero porque se exportó con éxito no sólo como influencia intelectual, sino por la vía de las armas, trastocando el orden geopolítico europeo. Por su doble carácter, secularizador y antimonárquico, la Revolución fue vista en la curia romana como obra de las fuerzas del mal. Una caracterización que no perderá a lo largo de todo el periodo. Esto sucedió de forma paralela a la connotación positiva del término a medida que el Estado francés lo puso en el centro de la nueva construcción ideológica, política y social de la nación francesa, más allá del régimen adoptado: república, imperio o monarquía restaurada. Así, a lo largo del siglo acompañarán a este concepto, en tensión permanente, connotaciones positivas y negativas.
La interpretación de la Revolución es un revelador de la vigencia en los medios católicos –especialmente en el seno de la curia romana– de otro concepto, el de historia, en una de sus acepciones antiguas de fuerte impronta agustiniana, que ve en el devenir humano el efecto de la tensión constante y la lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del error. Una concepción de la historia dominada por la idea de la Providencia divina y aún impermeable a los impulsos que en la época tienden a secularizar el contenido del término historia.1
Si se atiende a la vigencia de este concepto cristiano –de la cual la historiografía católica erudita es una muestra no menor y ofrece ejemplos a lo largo de todo el periodo considerado– se puede comprender mejor la dinámica que lleva a la identificación de Napoleón con el Anticristo y también el proceso que hace de la Revolución una entidad abstracta cuyos rasgos, esencializados, están presentes en todas sus manifestaciones, es decir: todas las revoluciones son en esencia esa misma Revolución, obra del mal. Más aún: esos mismos rasgos se extienden a un conjunto de ideologías y prácticas políticas que, siendo singulares y diferenciadas desde el punto de vista de la Iglesia católica, se asimilan a la Revolución en su carácter de “errores”. El error, por lo demás, colinda con el pecado: si en 1864 Pío IX, en el Syllabus errorum, condena como error al liberalismo, dos décadas después el difundido y controvertido panfleto del integrista español Sardá y Salvany, en su interpretación extrema, lo llama directamente pecado.2
Por la vía de la condena explícita, las autoridades eclesiásticas romanas fueron asociando al concepto de Revolución un conjunto de ideologías y propuestas políticas y sociales surgidas en la época: liberalismo, socialismo, anarquismo, racionalismo, ateísmo, “filosofismo”… considerados productos “modernos”. La cronología de los anatemas de la época, empezando por la condena de la Constitución civil del clero, en 1790, sin duda arrojaría una imagen en negativo de las principales propuestas occidentales de la modernidad política. Esta propensión al anatema, que muestra una Iglesia católica a la defensiva, alcanza su punto culminante en el Syllabus; al mismo tiempo, este conjunto variado de propuestas ideológicas, políticas y sociales traza en parte el perfil del concepto católico romano de Revolución.
Sin embargo, en el núcleo de este concepto están los que se consideran ataques a la religión y a la Iglesia, algo que, siguiendo un hilo que se remonta hasta los tiempos de la Reforma luterana, acerca el concepto a las “disidencias” religiosas. Por esta vía, proyectos políticos concretos, derivados de o cercanos a la idea de Revolución, aunque se afirmaran católicos, colindaban peligrosamente con el campo protestante.
En Europa, el conjunto de sacudidas vinculadas al término Revolución conservó el rasgo de poner al centro de lo político al “pueblo soberano” y los estallidos de 1848, en diversos puntos del continente, jugaron un papel importante en la consolidación de un concepto pontificio de Revolución plagado de connotaciones negativas. Más concretamente, la Revolución romana (el movimiento mazziniano) desalentó la tendencia reformista inicial de Pío IX que sus contemporáneos habían calificado de “liberal”.
Por otro lado, el hecho de que en la península italiana estuvieran en juego directamente los intereses pontificios frente a los movimientos revolucionarios contribuyó al nacimiento de una corriente intransigente cada vez más recalcitrante. El pensamiento de Pío IX fue piedra angular de una intransigencia de la cual su persona se constituyó en duradero emblema. De esta forma, la presión de distintos movimientos asociados a la idea de Revolución sobre los territorios pontificios, desde los tiempos de la Convención hasta los de la Unidad italiana, contribuyó a consolidar el concepto de Revolución como único, uniforme y gobernado por el error.

REVOLUCIÓN Y CATOLICISMO EN HISPANOAMÉRICA

En territorio americano, la relación del concepto Revolución con el catolicismo fue muy distinta a lo arriba señalado.3 Para empezar porque las revoluciones del primer cuarto del siglo, que rompieron con el dominio español, no fueron anticatólicas. Más aún: en algunos casos, incluso, como en la revuelta de Hidalgo en la Nueva España, los símbolos religiosos fueron armas importantes de la contienda; en otros, como en Quito con el obispo Cuero y Caicedo, la jerarquía local se sumó a la Revolución.
Por otra parte, como ya se ha señalado, a raíz de la invasión napoleónica de la península ibérica, en el mundo hispánico la evocación de lo francés asociado al término Revolución salpicó su contenido con la idea de traición a la patria.4 Pero también, conforme fueron imponiéndose las armas insurgentes y consolidándose las nuevas entidades políticas, el concepto se dotó de connotaciones positivas. Así, la Revolución se fue asociando a la nación como su momento fundador. Si la nación partía de cero, ese punto cero eran las revoluciones emancipadoras.
Aunque una vez reconocidas las independencias el término pasó a banalizarse como sinónimo de ruptura del orden y por lo tanto adquirió nuevamente connotaciones negativas, conservó el vínculo con la idea de emancipación, siempre positiva, en sus protagonistas (el discurso martiano, ya a finales del siglo, es quizás la mejor muestra de esa persistencia).
Finalmente, en América la Revolución llevó por el camino de la experiencia republicana, mientras que en Europa, restauradas las monarquías, el concepto se asoció a la radicalización cada vez mayor de las demandas sociales de las masas y con frecuencia los movimientos que se apropiaron del término observaron marcadas tendencias anticlericales. Nuevamente una de las notas más radicales será dada en París, con el fusilamiento del arzobispo por la Comuna, en 1871. En las repúblicas hispanoamericanas los contenidos que la Iglesia había asociado al concepto Revolución estarán presentes a lo largo del siglo, pero asociados a proyectos políticos de signo liberal impulsados por las élites en el poder más que a los movimientos de masas.


Sobre la secularización del concepto historia, véase Reinhart Koselleck, historia/Historia, traducción e introducción de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Trotta, 2004. Sobre las mutaciones semánticas del término en el mundo iberoamericano, véanse los ensayos reunidos en Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario…, op. cit., pp. 549-692, especialmente el de Guillermo Zermeño “Historia, experiencia y modernidad en Iberoamérica, 1750-1850”, pp. 551-579.
Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, 1884; no habrá que olvidar las respuestas que suscitó en los propios medios clericales: la obra de Celestino de Pazos, El proceso del integrismo, publicada en Madrid al año siguiente y luego condenada por la Congregación del Índice; y en México, Agustín Rivera, Juicio crítico de la obrilla titulada “El liberalismo es pecado”, Lagos, Ausencio López Arce, impreso...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLA
  3. PÁGINA DE DERECHOS RESERVADOS
  4. TABLA DE CONTENIDO
  5. AGRADECIMIENTOS
  6. PRELIMINAR
  7. PRIMERA PARTE
  8. SEGUNDA PARTE
  9. TERCERA PARTE