1. Robachicos en acción
¡Los robachicos en acción! He ahí la frase que, de algunos días a la fecha, se escucha de todas las bocas y en todas partes, pues han causado un verdadero terror pánico las noticias publicadas por la prensa semioficial, que asegura haber desaparecido de sus hogares en menos de cinco días, poco más de cuarenta niños.1
LOS PELIGROSOS ESPACIOS DE LA CIUDAD MODERNA
En los albores del siglo XX, la ciudad de México presentaba notorios contrastes entre su zona plenamente urbanizada y las regiones que la rodeaban, compuestas por franjas agrícolas y despobladas. Fuera del primer cuadro de la capital, las calles sin pavimentar carecían de alumbrado público, sistemas de drenaje y abastecimiento de agua.2 En las barriadas populares, las deterioradas viviendas llamaban la atención de las élites por su hacinamiento e insalubridad: proliferaban ahí el agua estancada, las cañerías al aire libre y el olor a materia fecal. La ciudad era especialmente pestilente en épocas de estío.3
Era la misma ciudad que las élites buscaban colocar entre las más modernas del mundo en términos de cosmopolitismo, progreso, limpieza y urbanización. Por eso se construían avenidas, monumentos, parques, tiendas departamentales, mercados, hoteles, hospitales, escuelas, teatros, cines, automóviles, líneas de tranvías, estaciones de ferrocarriles y hasta un aeródromo. La capital tenía todo lo necesario para una rápida conexión y circulación de las personas, no sólo en su interior sino hacia otras regiones del país.
A lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX, los cambios urbanos transformaron el uso y la configuración de los espacios públicos y privados, así como las prácticas y los comportamientos de hombres, mujeres y niños. La Revolución mexicana (1910-1920) modificó el orden cotidiano e hizo vivir a la ciudad y sus habitantes “uno de los periodos más dramáticos de su historia”.4 En 1915, por ejemplo, cuando “la ciudad vivió el ir y venir de facciones revolucionarias que tomaban y ocupaban las calles, e incluso las casas”, el hambre, las epidemias, la violencia, las carencias, la dificultad para transportarse y alimentarse, las protestas, el saqueo de comercios y la inseguridad trastocaron el orden público, el orden moral y la vida familiar. La Revolución “supuso un momento fundacional para la experiencia urbana, sobre todo en términos de la gestación de una nueva cultura política: nuevos valores, nuevas actitudes, nuevas prácticas”.5
No sólo los acontecimientos políticos determinaron las formas de vida de la población capitalina. Entre 1876 y 1910, la ciudad de México vivió un crecimiento demográfico y una expansión urbana por las que duplicó su población y su territorio.6 La concentración de gente estableció nuevas dinámicas. La red de tranvías eléctricos resultó deficiente para atender la demanda de la población y se requirió que “otra clase de vehículos se hicieran cargo de completar sus servicios de transportes, y de ahí surgió una nueva industria que consistió en el transporte de pasajeros por medio de camiones automóviles”.7 En las primeras décadas del siglo XX se amplió la red de transporte público y fue cada vez más numerosa la flotilla de automóviles en la ciudad. Estos nuevos transportes ensancharon y reconfiguraron el espacio urbano, y a la vez ofrecieron nuevas posibilidades para el mundo de la criminalidad.8 La posibilidad de subir a un automóvil, autobús o tranvía, y estar en pocos minutos en otro punto de la ciudad significó para los capitalinos una transformación sustancial de sus prácticas sociales,9 como quedó expuesto en La banda del automóvil gris, basada en acontecimientos sucedidos en 1916 y proyectada públicamente tres años después. Esta película mostraba, entre otras cosas, la importancia del automóvil en la conformación y la movilidad de las bandas criminales y en la comisión de delitos. Los automóviles no sólo abrieron caminos sino que crearon una nueva geografía social, modificando las prácticas que se tenían en el espacio público.
La mayor parte de los barrios populares, así como las colonias en las que vivían las élites, se desarrollaron hacia principios del siglo XX,10 de modo que, para mediados de los años veinte, las divisiones sociales del espacio urbano estaban ya bastante claras. Las familias más acomodadas se ubicaron en las exclusivas colonias Cuauhtémoc, Juárez, Roma, Condesa o Chapultepec Heights; los sectores populares se concentraron en antiguas vecindades y mesones de las colonias Guerrero, La Bolsa, Tepito, Indianilla o La Viga. Sin embargo, aunque las colonias indicaban la clase social de quienes las habitaban, miles de personas circulaban y franqueaban cotidianamente las fronteras de clase y administrativas, tejiendo y destejiendo una red de rumbos a lo largo y ancho de la capital.11
Esa desordenada ciudad moderna, con sus múltiples estímulos sensoriales, adelantos tecnológicos y vertiginosas transformaciones, provocaba reacciones que iban de la fascinación al espanto.12 Los capitalinos debían conocer la división, no estricta, pero evidente, entre las áreas seguras y hermosas de la ciudad moderna y las zonas peligrosas e insalubres.13 Es decir, hubo que aprender a vivir en función de las transformaciones de la dinámica urbana y de los comportamientos que generaba.
Las nuevas prácticas de habitar el espacio público que trajo consigo la urbanización incidieron también en el espacio privado y la vida familiar. Quienes acostumbraban a vivir con la puerta abierta en sus casas, confiando en relaciones de cuidado y solidaridad que podían existir entre vecinos, debieron considerar el cierre del acceso a su intimidad ante una ciudad cuya población aumentaba, recibía cada vez a más migrantes del campo, favorecía movimientos tan atractivos como peligrosos,14 y en la que las posibilidades para moverse, huir y desaparecer eran cada vez mayores.
Para entonces México era un país de jóvenes. Según el Censo de Población de 1900, 52.4 por ciento de su población tenía menos de 20 años. El Distrito Federal pasó de 541 516 a 906 063 habitantes de 1900 a 1921;15 alrededor de 42 por ciento correspondía a menores de 15 años.16 Había miles de niños, niñas y adolescentes que se movían en la ciudad, iban a la escuela o al trabajo, ocupaban calles y avenidas, acudían a los pequeños talleres o mercados, jugaban en los parques y acompañaban a sus familiares en los trayectos hacia la iglesia, las compras o un paseo. Los de las familias populares gozaban de más autonomía e independencia que sus coetáneos de clases medias y altas. Los juegos de los primeros se desarrollaban generalmente en el espacio público, mientras que los de los segundos fueron paulatinamente concentrándose en el espacio privado, en el que se reforzaba una idea de “maternidad intensiva” como esencia de la feminidad, la cual subrayaba la función de las mujeres como cuidadoras de tiempo completo de sus hijos.17
En el temprano siglo XX, entre las familias de clases altas y medias, los hogares fueron transformándose en función de los dictados del mercado de consumo y las nuevas propuestas que surgían de los especialistas en la infancia, difundidas en leyes, publicaciones, congresos, prensa y fotografías,18 las cuales sostenían la importancia de la individualización de los espacios. Como explica Solène Bergot, este proceso se inició a finales del siglo XIX dentro de las familias de élite europeas, que comenzaron a diseñar “explícitamente los espacios asignados a los niños, en particular en las viviendas destinadas a las familias de la burguesía, en un intento de separarlos del espacio social (salón), del espacio íntimo (pieza conyugal) y de los espacios de servicio”, situación que se fue reproduciendo entre las familias de élite en Latinoamérica y, avanzado el siglo XX, entre las familias de la emergente clase media.19 En México, las habitaciones infantiles fueron apareciendo como espacios individualizados, con nuevos muebles diseñados para el tamaño de los cuerpos infantiles. Así se fue creando una suerte de antagonismo clasista entre los juegos en la esfera privada, acompañados de un importante despliegue de cultura material, y los que ocurrían en la vía pública,20 que era “depósito de agua sucia, basura y animales muertos, pero también el sitio donde los hombres pasaban gran parte de su tiempo”.21
Algunos de los cambios a gran escala en las vidas infantiles en los siglos XIX y XX deben pensarse en su relación con la urbanización,22 los procesos migratorios, los cambios en las formas de habitación, las sociabilidades en barrios y colonias, y los nuevos medios de transporte. El proceso de urbanización de la ciudad de México, sumado a otras diversas transformaciones, como el descenso en el número de hijos por familia, la entrada de las mujeres al mundo laboral o el ascenso de las clases medias, modificó necesariamente la interacción social entre niños y adultos, y de los niños en el espacio público, y trajo consigo nuevos peligros para la infancia. Se fueron creando cada vez más espacios cerrados para ofrecer a la infancia el contexto necesario para su cuidado: “escuelas, kindergartens, algunos pabellones de los hospitales, correccionales para menores y hospicios”.23 Poco a poco fue cobrando fuerza la idea de que lo mejor para el niño era divertirse dentro de casa, evitar salir y exponerse al mundo de la excitación y a los peligros que ofrecía el espacio público.24 Éste no era en lo absoluto un proceso generalizado, pero a principios del siglo XX varias voces coincidieron en que, ante los peligros que implicaba la urbanización y la vida moderna, se requería condicionar la circulación de niños y niñas en el espacio público urbano.
Los riesgos de la ciudad parecían multiplicarse día con día. Los tranvías, los automóviles y los camiones cotidianamente dejaban gente atropellada; el ensanchamiento y la transformación de la ciudad provocaban que los niños que paseaban, jugaban o se trasladaban solos se perdieran, sin saber luego reconocer el camino de regreso a sus casas; las enfermedades provocadas por la falta de servicios urbanos y la insalubridad eran causa de alta mortalidad infantil.25
Gran parte de los niños y las niñas de los sectores populares urbanos vivían en apretados cuartos de vecindad, compartiendo habitación con sus padres, hermanos y otros parientes; las actividades recreativas ocurrían en el patio de la vecindad o en la calle. Las vecindades solían tener un portero, que con frecuencia vivía en algún cuarto del edificio y se encargaba de la limpieza de los espacios comunes, trabajaba como vigilante, observaba, permitía y restringía la entrada y salida de gente, y en algunas ocasiones también se ocupaba de la desagradable tarea de cobrar las rentas. El cuidado de la vecindad dependía también de los vecinos que “entraban y salían, se asomaban por la puerta o la ventana, oían conversaciones y vigilaban conductas”.26 Esta forma de habitar generaba una vida colectiva en la que los vecinos solían hacer frente a los sujetos que consideraban riesgosos: la policía, los cobradores, los representantes del gobierno o los ladrones;27 al mismo tiempo, ese espacio que lindaba entre lo privado y lo público era escenario de conflictos, peleas y riñas que “terminaban por involucrar a todos los habitantes de la vecindad”.28
Desde la sociología de la infancia, Kim Rassmusen ha estudiado las formas en que niñas y niños experimentan la espacialidad y el efecto de ésta en la vida cotidiana.29 Las fuentes de los primeros años del siglo XX muestran cómo el hogar se extendía más allá de las cuatro paredes de un cuarto de vecindad o de la reja que separaba a ésta de la calle. Para los sectores populares, el “afuera” no se consideraba un espacio inapropiado o inseguro para la infancia; los niños jugaban en el quicio de la puerta abierta de sus casas, en el patio de la vecindad, en la calle o en las plazas cercanas, y esas prácticas hacían que las fronteras entre interior y exterior, entre lo privado y lo público, fueran muy imprecisas a principios del siglo XX.
La capital mexicana tenía fama de ser peligrosa para niños y niñas. Cuando la magonista Juana Belén Gutiérrez de Mendoza tuvo que huir hacia la ciudad de México a causa de sus publicaciones contra Porfirio Díaz, sintió para ella y sus hijas el mayor de los temores, posiblemente alimentados por sus lecturas de la prensa. “El día 2 de enero de 1902 —escribió— amanecí en la famosa Ciudad de los Palacios que me infundía un terror casi como el Castillo de Granaditas. No podía dormir, porque cuando trataba de hacerlo creía ver a los ‘robachicos’ llevándose a mis chiquitinas, ni sabía cómo salir a la calle porque se me figuraba que me las arrebatarían de la mano.”30
Es significativo, en el relato de Juana Belén, que el miedo al secuestro se vinculara tanto con el espacio del hogar como con el espacio público. Y es que, desde los primeros años del siglo XX, los reporteros llamaron la atención sobre el hecho de que varios secuestros de niñas pequeñas habían sucedido en el lindero donde terminaba el hogar y comenzaba la calle. En 1901, mientras jugaba en la puerta de su casa, Delfina, de cuatro años, fue secuestrada por un individuo que le dio dulces y le prom...