WWAntoni Bosch editor, S.A.U.
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Traducido de: Richard Horton, The COVID-19 Catastrophe.
This edition is published by arrangement with Polity Press Ltd., Cambridge.
Copyright © Richard Horton 2020, 2021
© de la traducción: Joan Soler Chic
© de esta edición: Antoni Bosch editor, S.A.U., 2021
ISBN: 978-84-122443-0-4
Diseño de la cubierta: Compañía
Maquetación: JesMart
Corrección de pruebas: Olga Mairal
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Para quienes murieron a causa de la covid-19
Podemos considerar que el miedo es la base de todas las civilizaciones humanas.
Lars Svendsen,
A Philosophy of Fear (2008)
Índice
Prefacio a la segunda edición
Prefacio
Agradecimientos
Introducción
1. Desde Wuhan al mundo
2. ¿Por qué no estábamos preparados?
3. Ciencia: la paradoja del éxito y el fracaso
4. Primeras líneas de defensa
5. La política de la covid-19
6. La sociedad del riesgo revisitada
7. Hacia la próxima pandemia
Epílogo
Notas
Prefacio a la segunda edición
¿Retrospectiva o historia? Presidentes y primeros ministros de todo el mundo han afirmado sistemáticamente que nadie podía prever en modo alguno las tremendas consecuencias humanas de la pandemia de la covid-19. «Sin precedentes» era, y sigue siendo, una de las expresiones más utilizadas para describir esta impresionante explosión de contagios. No es de extrañar que quienes critican las lentas respuestas iniciales de muchos gobiernos occidentales, o su autocomplacencia sobre los preparativos para la segunda o la tercera ola del coronavirus, o la ausencia de suficiente respaldo para los afectados por la crisis económica consiguiente hayan sido censurados por su farisaica sabiduría retrospectiva. El presidente Trump abrió el camino con lo que cabría llamar «la postura excepcionalista». En marzo de 2020, dijo lo siguiente: «No ha habido nunca nada así en la historia. No ha habido jamás… nadie había visto nunca nada igual».
Es tentador simpatizar con esta idea. La tragedia iniciada en diciembre de 2019, y que sigue ahí pese al aliciente de una vacuna, quizá no tenía precedentes en muchos aspectos. No obstante, consolarse con una conclusión así podría no ser –no lo es, por desgracia– acertado. Y la explicación está en la historia.
Los gobiernos, los científicos, los médicos y los ciudadanos tenían a su disposición un manual de pandemias para guiar sus conocimientos, e incluso la planificación y la toma de decisiones. Pues los acontecimientos que en 2020 condicionaron nuestra vida encuentran un eco sorprendente y perturbador en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, publicado en 1722. Ni ficción ni puro hecho documental, es lo que Defoe imaginó que sería vivir la Gran Peste de Londres de 1665. Su visualización de los acontecimientos de ese «año calamitoso» –mientras son revelados semana a semana, mes a mes– refleja con demoledora precisión nuestra crisis epidémica de 2020.
Cuando a principios de 1665 se registraron los primeros casos de peste, las autoridades londinenses procuraron ocultar el brote, lo cual recuerda los indicios de que los funcionarios policiales de Wuhan, China, intentaron acallar lo que falsamente denominaban «rumores» de una nueva enfermedad parecida al SARS. Cuando por fin en Londres se aceptó que la epidemia era una realidad, el gobierno no estaba preparado. Y, como es lógico, cuando la infección arraigó como peligro efectivo, la gente se horrorizó. Por ejemplo, la salud mental lo pasó muy mal: sobre la capital de Inglaterra cayó una especie de «locura de la melancolía».
Sin embargo, no todo el mundo se vio afectado por igual. Las élites más ricas de la sociedad londinense del siglo xvii pudieron huir de la ciudad hacia la seguridad de sus refugios rurales. De este modo, dejaban a los pobres atrás, en la primera línea frente a la epidemia, una primera línea que estos afrontaron «con una especie de coraje brutal». Pasó lo mismo con los trabajadores esenciales y básicamente mal pagados durante las sucesivas olas de la covid-19: también sufrieron las peores consecuencias en forma de infección y muerte. Tres siglos atrás, Londres fue abandonado y quedó desierto igual que ahora las ciudades han quedado vaciadas de personas, confinadas mientras deben trabajar en casa bajo el toque de queda. En 1665 cerraron salas de conciertos, teatros y tiendas. La gente sentía «una especie de tristeza y horror ante esas cosas». Todos reconocemos la descripción de Defoe.
En la época de la peste también hubo noticias falsas. Los «engañadores» sugerían que la epidemia era el veredicto de un Dios enfadado. O quizá, insistían otros, se debía a un cometa o a una estrella ardiente. «Una malicia siempre trae otra», escribió Defoe. La peste permitió prosperar a los adivinos, los brujos y los astrólogos. Floreció el curanderismo: se vendieron grandes cantidades de pastillas, conservantes, licores y antídotos. Quizá no deberíamos habernos escandalizado tanto ante la defensa arbitraria que el presidente Trump hizo de los desinfectantes, la irradiación de luz o la hidroxicloroquina como remedios para la covid-19.
La respuesta de las autoridades públicas ante el coronavirus también ha reproducido la de aquella peste: aislamiento y cuarentena para quienes se creía que estaban infectados. Al menos podemos estar agradecidos por el hecho de que los que vivían en París, Madrid o Nueva York no fueron encerrados a cal y canto tras unas puertas en las que se hubiera pintado una cruz roja brillante. No obstante, los funcionarios de Londres se esforzaron entonces, como han hecho en la actualidad los gobiernos de todo el mundo con la covid-19, para elaborar guías claras y coherentes dirigidas a los ciudadanos. En aquella época se aconsejaron la distancia física, las mascarillas y la ventilación, igual que ahora. Se prohibieron las reuniones masivas. Las personas tenían más presente su higiene personal. La peste del siglo xvii dio lugar a una fascinación malsana por las Tablas de Mortalidad, una descripción estadística de la evolución de la epidemia. Martirizados, nosotros también hemos estado observando las crecientes cifras de muertos en países que, hasta la fecha, habían presumido de su poder, su resiliencia y su avanzado sistema de salud… todo ello socavado y desbaratado por un virus. Igual que ahora, en 1665 hubo fuertes discrepancias con respecto a la eficacia de muchas de esas medidas.
No debería sorprendernos que el comportamiento de la gente fuera parecido en un siglo y en otro. Durante el confinamiento de la primera ola, las personas siguieron de buena gana, incluso con entusiasmo, las instrucciones de quedarse en casa. Aprendieron a disfrutar de la oportunidad de realizar actividades nuevas. En 1665 había ocurrido lo mismo. Defoe menciona lo de hacer pan y elaborar cerveza. El buen conformarse de la gente durante la primera ola de la pandemia de 2020 acabó satisfactoriamente con el brote. Sin embargo, tan pronto este estuvo controlado, la gente deseó urgentemente recuperar cierto nivel de vida normal. Los gobiernos querían reavivar su economía. Quizá todo el mundo estaba exhausto y fatigado por la «antropausia», esa interrupción temporal de la humanidad. ¿El resultado? Muchos países bajaron la guardia y el virus repuntó: una segunda ola. En 1665, prendió un exceso de confianza parecido al de ahora. A finales de septiembre, la furia de la peste comenzaba a aflojar. La gente salió de casa, abrieron las tiendas, se reanudó la actividad. La consecuencia de esta «imprudente e insensata conducta» fue una segunda ola de la epidemia que «costó muchísimas» vidas.
El desastre económico derivado de la covid-19 era totalmente previsible. Defoe explica que la industria y el comercio sufrieron «una suspensión total». Describe «la angustia inmediata» que sobrevino, los crecientes niveles de desempleo, el agravamiento de la desigualdad, el hambre y el «sufrimiento general en la ciudad». En aquel entonces, los pobres vieron aliviada su situación gracias a la asistencia caritativa más que a subsidios de los gobiernos para ayudar a los parados y al empleo. Pero los efectos fueron similares. Así habla Defoe: «Esto provocó que en Londres estuvieran desatendidas una multitud de personas solas; y también de familias cuyo sustento dependía del trabajo del cabeza de familia; y digo que esto los redujo a la pobreza extrema».
También hay reveladoras semejanzas entre los planteamientos políticos respecto a la covid-19 y la peste. Defoe escribió su Diario con una finalidad muy clara. La peste de nuevo se había desplazado por la Europa continental y ahora estaba a las puertas de Inglaterra. En 1720, en Marsella y la región circundante, murieron 100.000 personas a causa de la epidemia: la mitad de la población. El gobierno inglés actuó con rapidez y temor para protegerse. En 1721, el Parlamento aprobó una Ley de Cuarentena que imponía duras restricciones a la libertad individual y proponía aislar ciudades o pueblos enteros si se convertían en focos de contagio. Estas restricciones se harían cumplir «mediante cualquier tipo de violencia». El incumplimiento de las normas sería castigado con la pena de muerte. La ley provocó una conmoción política. Amenazaba no solo con limitar las preciadas libertades sino también con entorpecer el comercio. Un grupo de tories encabezado por el conde Cowper, antiguo lord canciller, se opuso e intentó que la ley fuera derogada. El Diario de Defoe pretendía recordarle a la gente los espantosos peligros que afrontaba. A su entender, las acciones drásticas sugeridas por la Ley de Cuarentena eran urgentes y necesarias, «un bien público que justificaba el perjuicio privado». En la época de la covid-19, se ha apreciado una resistencia similar de los libertarios a medidas más enérgicas para controlar la transmisión del virus. Los controles escalonados en la socialización en lugares cerrados, los encuentros familiares, la hostelería, el comercio no esencial, los viajes o el número de personas que podían asistir a bodas, funerales y servicios religiosos originaron la indignación de políticos según los cuales las restricciones del Estado a las libertades personales eran una afrenta no solo a la autonomía individual sino también a la responsabilidad individual.
Como cabe suponer, entre la peste y la covid-19 existen diferencias. Para tratar la peste no había terapias efectivas. Los médicos del siglo xvii se veían impotentes ante una enfermedad de la que no conocían siquiera la causa. Por otro lado, a la larga la peste desapareció en diciembre de 1665, con el comienzo de un duro invierno. No se espera que el ac...