Traducción de Paula Aguiriano Aizpurua
www.armaeniaeditorial.com
Título original: Blasse Helden (Knaus Verlag, 2018)
Primera edición: noviembre 2019
Primera edición ebook: agosto 2021
Copyright © Norris von Schirach, 2018 © Albrecht Knaus Verlag, una división de Verlagsgruppe Random House GmbH, Munich, Alemania, 2018
Derechos negociados a través de Üte Körner Literary Agency
Copyright de la traducción © Paula Aguiriano Aizpurua, 2019
Copyright de la ilustración de cubierta © Gueorgui Pinkhassov. Russia, Moscow, 1993
Copyright de esta edición © Armaenia Editorial, S.L., 2019, 2021
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ISBN: 978-84-18994-20-3
A mi hijo Maxim
«Lo que no mejora, empeora y, a su vez, de lo malo a lo bueno tampoco hay grandes distancias».
Lérmontov
«¡Deslizaos, mortales, no os apoyéis!».
Louise Schweitzer, según Sartre [traducción de Manuel Lamana]
1. El oso bailarín
Siempre que el director general Ígor Pávlovich entraba en el edificio de oficinas, el departamento de materias primas se mostraba de lo más motivado. Él era quien decidía qué cantidades mensuales les suministraba una de las acerías más importantes y a qué precio. Anton se daba cuenta, para su disgusto, de que él también adoptaba una actitud devota en su trato con el siberiano.
Todo transcurrió según la rutina establecida. Al principio, la sala de conferencias seguía llena de los compañeros de Anton, listos para responder las preguntas de Ígor Pávlovich. Anton presenció en silencio la comparación de datos logísticos. Media hora después, se requeriría su colaboración. Ya llevaba nueve meses en Moscú.
Había llegado a la ciudad como por una puerta secreta, y se puso a su disposición una pequeña vivienda de los años treinta en lo que aquí se consideraba un estrecho callejón, Briúsov, entre Tverskaia y el conservatorio Chaikovski. El alto edificio gris de ubicación inmejorable era obra del arquitecto del mausoleo de Lenin, lo que explicaba el aspecto sombrío de los espacios. En la época de Stalin se había reservado a artistas afines, lo cual quedaba atestiguado por los relieves de la fachada. La vivienda de la tercera planta constaba de dos habitaciones que tenían aproximadamente la misma altura que anchura. Desde las ventanas se veían álamos y un edificio de los años veinte. En verano, a veces esperaba en el macizo balcón de piedra a que sonara el timbre del conservatorio para pasar a una de las salas. Tardaba diez minutos de coche en llegar a la oficina de Kitái Górod, uno de los barrios más antiguos de Moscú. Completamente distinto de su último empleo en Manhattan, donde trabajaba como controller para una compañía de seguros. Allí se sentaba en una vigésimo octava planta sobre Wall Street, y aquí en el primer piso de un pequeño bloque de oficinas que acababa de construirse entre edificios de viviendas venidos a menos.
En noviembre de 1989 estuvo con amigos en el muro de Berlín, y cuando este cayó definitivamente, lo único que deseaba era sumergirse en las profundidades del Este.
De vuelta en Nueva York, comenzó a tomar clases de ruso, estableció contactos con emigrantes, y los fines de semana comía borsch en Brighton Beach. Uno de sus tíos, un abogado de Colonia, le habló de un cliente suyo de Moscú, y durante su siguiente visita a Alemania se vio por primera vez con Paul Ehrenthal.
Aquel hombre de negocios algo patoso de raíces báltico-germanas y una marcada tendencia a hablar de sí mismo trabajaba en Moscú como representante comercial desde principios de los setenta. Desde sus inicios, la Unión Soviética había tolerado algunas empresas privadas para llevar a cabo importaciones ineludibles. Cuando las reformas económicas comenzaron a surtir efecto a finales de los ochenta, dichas estructuras comerciales tuvieron ventaja sobre la nueva competencia debido a su capitalización, su grado de organización y su red de contactos. Sin embargo, a veces se dejaban llevar por un desbordante afán de actividad que desembocaba en todo tipo de inversiones sin sentido. A menudo, Ehrenthal también trataba de subirse a trenes demasiado rápidos para sus circunstancias. En un primer momento, tuvo cierto éxito en el campo de las materias primas, pero últimamente lo habían desbancado astutos jóvenes rusos que provenían de áreas comerciales más lucrativas. Superaban con facilidad al negligente y titubeante Ehrenthal.
El honrado mercader hanseático, como le gustaba llamarse a sí mismo, conservaba la mentalidad de un mezquino representante comercial, de manera que se había visto superado por la nueva Rusia y se refugiaba en un nostálgico sentimentalismo por la Unión Soviética de la década de 1970. Los constantes lamentos y su tendencia a dar lecciones revelaban que estaba dispuesto a darse por satisfecho con las migajas que dejaban los auténticos oligarcas.
Ehrenthal buscaba a un hombre para todo de confianza que consolidara sus inversiones en Rusia, tan variadas como imprudentes. La Unión Soviética se estaba desmoronando a gran velocidad, y Anton aceptó el reto; la atracción por todos aquellos personajes e historias del Nuevo Mundo era irresistible. Tenía treinta y dos años, y en el páramo del Este, que reflejaba de forma asombrosa su disposición vital, esperaba encontrar una ligereza que jamás había experimentado, tal y como se reconocía a sí mismo en los momentos de mayor franqueza.
Los trabajadores iban abandonando la sala hasta que solo quedaron Ígor Pávlovich y Anton, sentados uno frente al otro. Ehrenthal acababa de pasarse por allí a saludar. Siempre decía la misma frase.
—Mi querido Ígor Pávlovich, el mundo no transcurre de forma lineal.
El siberiano siempre asentía en silencio, y Ehrenthal los dejaba solos.
Aparentemente ya estaba todo aclarado. Para poder seguir aprovechándose de los chinos sedientos de acero, el conglomerado aumentaría el tamaño de los envíos. Ahora pasarían a la parte extraoficial de la visita. La transición dio pie a una breve conversación superficial. Ígor Pávlovich se dedicaba desde hacía un tiempo a la caza mayor, y le contó lo mucho que le había costado matar a los Cinco Grandes en África oriental, entre los que el elefante y el rinoceronte se llevaban la palma. A eso le siguió una deliciosa descripción del atrevido traslado de los trofeos a Siberia en un jet privado.
El entreacto de charla intrascendente se acercaba a su fin. Enseguida, el director general del conglomerado metalúrgico detallaría sus deseos. El reparto de los sobornos según los diversos acuerdos constituía el punto álgido de las reuniones trimestrales. No había dudas sobre la suma exacta, durante las últimas semanas Anton había simplificado al máximo todos los procedimientos al respecto y los había estructurado de manera que resultaran más claros. Ahora la transparencia era lo primordial, las penosas di...