Una novela que comienza
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Macedonio Fernández

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Macedonio Fernández

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Rescatamos Una novela que comienza, que con Museo de la novela de la Eterna forma el binomio donde la teoría de la «novela» de Macedonio Fernández, como una construcción del lector ante páginas auténticamente provocadoras —o «verdaderas novelas buenas»—, se plasma con toda claridad.Por tanto, Una novela que comienza es uno de los escasos ejemplos de «novela buena» que nos legó Macedonio Fernández, con lo que se torna imprescindible para comprender la evolución del cuento durante el siglo XX, porque el reto que supuso cuanto contiene, aplicado por Jorge Luis Borges o por Julio Cortázar a sus relatos, cambió absolutamente la concepción del espacio y del tiempo narrativo hacia ámbitos tan fantásticos como sorprendentes.De modo que Una novela que comienza es un texto tanto anticipador como prescriptor de la revolución que se producirá a mediados del s. XX en el arte de la ficción hispánica.

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Información

Editorial
Dracena
Año
2021
ISBN
9788412273496
Categoría
Filología
Categoría
Alfabetización

Una novela que comienza

Prólogo para el lector de comienzos

El género, el más numeroso, sincero y real, de los «lectores de comienzos» ha comprobado que dos Novelas que no debieron seguir integran el 98 por ciento de las que salieron y siguieron.
Espero recibir de esa franca familia no solo muchas felicitaciones sino otros tantos ruegos para que no trueque mi obra con seguirla, no me despeñe estirando más allá del por sí suficiente buen comienzo.
Muy santo consejo.
EL AUTOR

Una novela que comienza

El caballero R. G., Suipacha 512, piso 5.°, U. T. Libertad 2885, de 5 a 8 de la tarde todos los días, sabrá reconocer, fino y discreto, cualquier gentil noticia que se le suministre acerca de las bellas Señoritas a que los subsiguientes datos, con respeto, se refieren.
He aquí lo que ocurre: y ojalá así como soy de verdadero sean de crédulas las personas que se detengan a escucharme. Los hechos, datos y los deseos de mi amigo y míos que se exponen son reales. Todo es verdad aquí, si nada lo es en el alma de quien descuida regar sus sueños, mimar su esperanza.
Puedo asegurar que estoy tan triste mientras escribo encerrado en habitación inadornada, sin nada que llame o acompañe, en esta pieza que nada me dice, solitario a estas horas del anteamanecer en que todo habla de extenuación, de la vida en muerte, del deseo cansado de no volver a la vida, de haber concluido, que siento miedo de saber que tengo un nombre, que soy humano y existo. ¡Qué soledad terrible! ¿Qué estás,Vida, tejiendo conmigo que tanto te seguí y te comprendo?
Y tú, dulce criatura, pecho de todo amor, dolorida juventud, flor sin sol, niña que ya dejó sin sueños la vida, incomprendida por los malos, inadvertida por los buenos atareados, ¡qué soledad valerosa la tuya, Adriana, que no tienes siquiera la pluma para envanecerte de quejas como yo en mis cobardías! ¡Adónde voy cayendo!
Mis páginas serán siempre veraces. No habrá una de ellas sin el nombre de Adriana, que es mi verdad, sin mi sufrir, que no puedo vencer, sin las burlas forzadas con que procuro defenderme, hacerme querer de la Vida optimista.
En esta desierta hora y abandono, tan débil, tan vencido soy que estoy escondiéndome de todo porque cualquier cosa que me tocara, una mariposa que volara, un papel que cayera al suelo me derrotaría; y si una voz me nombrara, ¡cuánto mal me hiciera!; si solo viera escrito mi nombre en algún sobre… ¡Si es solo el temor de caer más, solo aquí, que me contiene! ¿Hubiera imaginado yo ir cayendo así desde hace tres años, a esta tenuidad, a esta nada de cosa humana tan exangüe que el saber que tengo un nombre entre los sueños y los vivires es un miedo para mí...?
La literatura de lágrimas de paraguas concluya. Hagamos lo que se me ha solicitado; y acabe el llanto escrito, que el Lector Crédulo cesó ha tiempo. Las literarias «lágrimas del rocío» son estas mismas, las de paraguas.
He hecho recién, en la vida de hotel a que las vicisitudes me han traído, la amistad de un argentino, como yo, sin amor, como yo, de mi edad, como yo: cuarenta y cinco; (lo que no se tomará en contra nuestra pues atendida la fecha actual y las de nacimiento ninguna especial imprudencia ha contribuido a este resultado); algo mayor que yo por lo tanto, pues siempre somos menores en dos meses, y un activo milímetro, el primero de nuestra talla empezando de arriba, más altos que quien anda con nosotros; lo que no es triste ni egoísta, pues él abusando de la misma ley nos supera parecidamente, de modo que juntamos es contentarnos, e igualados por esta diferencia que nos sabemos, no se adivina en la calle cuál de nosotros cuenta con el milímetro en que ambos nos superamos y que causa nuestra alegría. Fuera de esto soyle tan diferente en la mitad de todo otro aspecto físico y moral como él a mí en la otra mitad; para que todas las diferencias no pesen sobre uno solo, en unas se me diferencia él, en otras me le diferencio yo. Ojos negros él y lentes; ojos azules yo, sin ellos; bigote recortado yo, afeitado él; pelo negro él, si lo muy poco tiene color, abundante y blanco yo; buena estatura, muy servicial, suficiente para llegar hasta el suelo. Las personas muy altas, aparte del horroroso inconveniente de andar siempre muy lejos de ellas mismas, notándose que caminan a grandes pasos para alcanzarse —yo no podría acostumbrarme a un destino tan travieso— llevan por esto, de continuo, las lastimaduras en la cabeza que todos hemos observado. Debe elegirse a tiempo la estatura «apenas alta»: es mi clasificación; tengo un modelo en casa. No estoy resentido con los altos: no he querido ese formato.
Yo soy indiscreto, como se va notando; él, sigiloso. ¿Sigiloso?
Conozco una mujer. ¿Conozco una mujer? Sí: conozco una mujer joven, bella, amorosa, generosa, condolida, desventurada, trágicamente sellada en la existencia, con su soñar robado a los dieciocho años, cuyo heroísmo de secreto excede tanto al de todo hombre que desde que me crucé con ella en la luz del camino no puedo llamar secreto ni valeroso a hombre alguno. Más aún: desde que ella latió en mi luz todo hombre me parece una maquinilla de vivir, un algo, esto, aquello, alguna cosa.
Pobrecita, herida criatura, ¡cómo te han quemado! ¡Y seré yo, hombre sin camino, que por haber conocido tu dolor cree de nuevo en la dicha, en la dicha de hacerte esperar tanto como desesperar te hicieron, quien rehaga tu luz y te haga otra la vida! ¡Cuán dudoso es mi aliento para cumplirlo!
Continuaré, pensando en ella y escribiendo esto que se me encarga. Si estuviera ella a mi lado lo haría con pluma de burlas y esperanzas. ¡Tenemos tanta necesidad de reír! Nunca he visto en ella, ni ella en mí, la risa desde que nos encontramos hace dos años. ¿Cuándo terminará nuestro sufrir?
Mi amigo es secreto, hablando con condescendencia. Es metódico; ningún hombre lo es. Yo soy desordenado, como todo ser humano. Es secreto, metódico, inteligente, estudioso (¿qué diablos se puede estudiar por aquí, en el mundo?), fácil con el dinero, gracioso y de buen reír. Cuidado en el vestir, ojos negros (ya lo dije, pero no dije que eran grandes), siente frío en el invierno y calor en el verano siguiente. Este cambio de opinión no excluye firmeza de carácter. Es valiente, aunque ningún hombre lo es y trabajador, lo que no es cierto: yo no lo creo de nadie ni de él. Con todos estos defectos hay una cualidad, algo bueno en él. Hasta ayer cuando nos separamos la tenía y dada la firmeza de carácter de los hombres…
Sí: ayer a las cinco de la tarde, a las diecisiete como dicen los que no saben que esas horas tienen un nombre, un dulce nombre, la tarde, tejido a tantos recuerdos, él, una taza de té, yo una de café, dos cigarrillos ardiendo, corbata verde la suya, él creía en la mujer, era un enamorado. Es el primer caso auténtico que se me depara de hombre que cree en la mujer.
Mi amigo cree en la mujer.
He fracasado como escritor; quisiera acordarme de algo en que no haya fracasado para mostrar que hay variedad en mis andanzas. Me parece que para conversar desde la esquina con un vigilante que tiene frío, a las dos de la mañana, farol más o menos y un tranvía quejándose al doblar de calle, me he señalado. Mi conversación cuando llega hasta el centro de la calzada, donde nacen y se quedan estos funcionarios, tiene, según me lo he oído decir a mí mismo, el atractivo de la oportunidad: era lo que más necesitaba un vigilante y lo único de que se le proveía sin considerar gastos. Fuera de esto con los sacudones de la vida se me han caído de la memoria algunos otros éxitos recordables. En cuanto a este fracaso en el escribir, se debe a esta rareza de no poder escribir seguido, sin pensar en nada. Si yo hubiera pensado antes de escribir, lo que no es tampoco oportuno, apenas se notaría. Mas el lector me descubre pensando mientras escribo, nota estos intervalos de silencio y ya comprende que soy un pobre diablo —lo que sería preferible que no se advirtiera tan pronto— que un libro mío no podría transportar en su tapa ese retrato de autor, de un hombre cuya sonrisa lo revela un profesional de la felicidad, que tiene toda la gloria, todos los amoríos y el dinero llevaderos a su temperamento. ¡Qué caras seguras y felices las de esas tapas! Se comprende que lo saben todo y además ellas aportan este dato: que el libro tiene autor, contratiempo que yo creía solo inevitable en las autobiografías; y que en éste el contento no merma por haberlo escrito. Su retrato y firma en el volumen atestiguan la extrema modestia de su estima personal; me desconcierta cómo algunos lo atribuyen a vanidad. Él ha escrito para los lectores; lo avisa en el prefacio «Al Lector»; no tiene la pretensión de escribir para otros; por ello entendí que no se dirigía a mí y escapé… a un riesgo grande de indiscreción.
Empero debiera tolerársenos algún pensar a los que tomamos la pluma para escribir y escribimos para los lectores un artículo de «anuncio» en que el pensamiento es esencial y no puede dejarse a cargo del lector.
Además, hay una familia con piano. Esta tarde debo ir a componerles —no hay ocioso en casa ajena— la campanilla y bajarles higos, habilidades de todo desocupado que domina su oficio. La escalera me la tendrán las muchachas en ambas expediciones de altura. Para que no descuiden a un buen amigo, para garantirme un final lo menos lázarocosta1 posible, precedo la ascensión completa de una perorata que vierto desde el tercer escalón repasando las propiedades constantes, o muy frecuentes, de la vertical —cuando esta línea no es un lunar en la familia y hace honor a los sacrificios hechos en su hogar geométrico para instruirla pagando profesores como Euclides, Lagrange y otros que emplearon su Tiempo en el Espacio—, para convencer a las señoritas de que en una operación de sondeo como la que emprendo, la vertical hace sentir todas sus propiedades a la persona situada al pie cuando se desprende la que ocupa la sección alta, cualquiera sea la cantidad de higos necesaria para componer la campanilla, quiero decir sea que los higos o la campanilla constituyan mi tarea del momento; aunque en esto divergen Euclides y Lagrange como lados de ángulo obtuso, por lo que fue despedido Lagrange, que era el que divergía del otro, para prevenir se anarquizara la educación de aquella línea. Cuando percibo que esta recomendación altruista mía ha sido apreciada comienzo mi tarea y una conversación en idioma perpendicular: al mismo tiempo me instruyo de que todas las casas tienen techo y todas las muchachas amor. El amigo viejo ejerce una especie de suplencia de amor y algo se le pega. Mi voz suena bien entre las fuertes hojas del árbol que da higos y mi situación atrae algún interés. Si se ríen no es de mí ni de mi flacura; al fin, nunca se ha visto a gruesos en esta botánica superior. Lo que debe suceder es que ayer han empezado las muchachas a leer Anatole France, en libro prestado por el atlético don Eugenio, almacenero, que lo admira con fuerza. Gracioso y profundo France, eres tan allanado que el almacenero no cree cambiar de ocupación cuando te lee. Leyéndolo, he tratado de reírme, para no perder el ánimo, en los pasajes profundos y quizá por esto estoy desacreditado entre las personas que acreditan. Porque, ¡lo que son las cosas!, sus pasajes serios me hacen pensar, que es lo que yo esperaba hiciese él por mí, y los chistosos él no los da a la publicidad, por humorismo.
Pues, y esto es lo que viene ahora, la señora de la casa es el espíritu mismo de la cordialidad; la casa se llena de visitas; la campanilla debe sonar mucho y los higos durar poco; yo soy muy necesario; la conversación es perfecta en continuidad y simultaneidad; es una furia de tantos monólogos paralelos como personas; cada una emite el suyo confiando fundamentalmente en que éste tratará de encontrarse con el que le convenga para formar diálogo. Cuando la señora comienza a ejecutar en el piano, algún visitante novicio se calla. Pero ella se opone en el acto y nos dice: «si no conversan como antes no toco». El novicio, en ridículo, hace como si solo él hubiera estado hablando todo lo que antes se oía. ¿Conocen ustedes el gesto con que uno puede expresar que ha estado hablando cuando callaba? Debe estar catalogado en psicología para tenerlo a la mano en circunstancias como éstas.
Todo esto lo he dicho para presentar a una persona que me honra opinando como yo: ella no toca el piano si no hablan, yo no puedo escribir si no pienso.
Opino como esta señora: o me dejan pensar o no prosigo.
Mi amigo cree en la mujer. De los otros hombres, el 90% (¡cómo me gusta esta exactitud, que solo las cifras proveen, pues en la realidad no la hay, por lo que las matemáticas son tan irrefutables como inofensivas! No debiera llamárselas ciencias, porque esta palabra impone a muchos espíritus y los descuida de disfrutar todo el humorismo que hay en ellas. Así por ejemplo Einstein. Una piedra son dos piedras, una en su nombre 2 y otra que le ha tirado a la geometría. Por aquí, por allá, la piedra no se encuentra y muchos hombres de los que no han muerto en la Guerra, se están arrugando los pantalones buscándola). Por eso yo —sigo el paréntesis por afuera para que no se me moteje de digresivo como Unamuno que nunca escribe sobre lo que trata—, por eso yo, que a veces estoy tan poco y tenue que me parece me llamo Ningunamuno, digo que el 90% dicen que no creen en la mujer, y lo hacen; y el otro 90% —porque hay ...

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