¿Por qué me duele?
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¿Por qué me duele?

La ciencia del dolor

  1. 330 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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¿Por qué me duele?

La ciencia del dolor

Descripción del libro

¿Por qué me duele? ¿Para qué sirve que me duela? ¿Puedo vivir sin dolor?Todos hemos experimentado dolor en algún momento de nuestra vida y, con toda seguridad, cada uno ha tratado de combatirlo con mayor o menor éxito. En este libro, a partir de los conocimientos actuales sobre la fisiología del dolor, la profesora Susana Gaytán trata de responder muchas de las preguntas que nos hacemos al respecto. De este modo, logra mostrarnos cómo el análisis de las diversas formas de padecimiento humano puede arrojar luz sobre el valor del dolor y cómo la herencia cultural condiciona nuestro modo de afrontarlo.El dolor cuenta una historia, y solo al releerla lograremos comprender cuándo, por qué y para qué empezó a doler.

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Información

Editorial
Next Door
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788412355598
Edición
1
Categoría
Medicina
Categoría
Fisiología
Capítulo 1

Buscando para qué sirve sufrir. Cuándo empezó a doler

«El dolor es esencial a la vida
y no proviene del exterior sino que cada uno lo llevamos dentro de nosotros mismos,
como un manantial que no se agota».
(Arthur Schopenhauer)
Los únicos seres que en la Tierra «sienten» dolor y sufren el daño son los que pertenecen al reino animal. Es más, que «algo duela» constituye una estrategia, un rasgo adaptativo que, pese a lo que intuitivamente pudiese parecer, ha supuesto una ventaja para la supervivencia del organismo que lo siente. Gracias a este sufrimiento, el animal percibe si alguno de sus órganos o tejidos está funcionando mal, o si un estímulo exterior supone un peligro. Por tanto, padecer dolor físico representa un eficaz mecanismo de defensa que se origina mediante una señal que procede de receptores específicos existentes en las células, y que reaccionan ante una lesión sufrida en la zona específica. Como resultado, ese conjunto de señales celulares producirán un «mensaje» electroquímico que se ha de propagar e integrar (y, con ello, permitir que se generen las respuestas correspondientes) a través de redes neuronales en el sistema nervioso de cada animal.
En última instancia, el modo en que se organicen esas repuestas será lo que ocasione aquello a lo que llamamos «sensación dolorosa». En ese momento, el sentimiento de daño se convierte en una realidad incuestionable y, para quien lo sufre, en la experiencia central de su percepción del mundo. Cuando duele, el sentimiento de daño no deja lugar a nada más.
Sin embargo, por mucho el dolor resulte «íntimo y personal» (y, sin duda, subjetivo), de algún modo puede cuantificarse y valorarse a distintos niveles. El más elemental o «sensorial-discriminativo» representa la capacidad de generar una respuesta a un estímulo nocivo, como la retirada o huida, que constituye lo que se ha denominado «nocicepción».
En un segundo nivel «motivacional-afectivo» aparece la experiencia dolorosa que se va a relacionar con algún evento que dirige al organismo hacia un fin determinado, confiriéndole así el impulso para realizar una acción y persistir en ella hasta su culminación (y que, obviamente, no siempre se puede considerar como una respuesta directa al estímulo).
Por último, se alcanzaría el nivel «cognitivo-evaluativo» que se manifestará a través de la influencia de numerosas variables de índole social o incluso cultural.
Así pues, todo empieza con la lesión física del cuerpo, la cual despierta una alarma defensiva que, fisiológicamente, constituye el dolor «nociceptivo» o agudo. Este dolor intenso, que se presenta de inmediato y dura relativamente poco tiempo, es el mejor identificado y más tratable mediante los fármacos adecuados (como analgésicos o antiinflamatorios). No obstante, también existen cuadros dolorosos persistentes, que constituyen el denominado «dolor crónico», y cuya gestión es notablemente más compleja, aunque, sin duda, debe pivotar sobre el grupo de procesos básicos nociceptivos (entendidos como los integrados por todas aquellas respuestas fisiológicas que implican un proceso neuronal mediante el cual se codifican, y procesan, los estímulos potencialmente dañinos contra los tejidos; se trata de una actividad sensitiva producida por la estimulación de unas terminaciones nerviosas especializadas llamadas nociceptores o «receptores del dolor»).
Sea como fuere, los mecanismos que subyacen a la sensación dolorosa se prestan a una interpretación evolucionista del dolor, por lo que resulta muy conveniente explorar el mundo sensorial de especies alejadas, con el objetivo de identificar cómo empezó a «dolerles» a los animales y qué mecanismos se seleccionaron (asentando con ello las formas de sus padecimientos, así como que sufrir terminase resultando ventajoso).

«Animalia», un reino doliente

«Que “algo duela” constituye una estrategia que ha supuesto una ventaja para la supervivencia del organismo que lo siente».
Por definición, animal es aquel «ser orgánico que vive, siente y se mueve por su propio impulso». Esa capacidad de «sentir» lo define y (como ya escribiese Charles Darwin en El origen de las especies) esas sensaciones son las que lo hacen único… También (quizás, sobre todo) las percepciones dolorosas, pues en palabras del propio Darwin: el «dolor o sufrimiento de cualquier tipo, si se continúa por mucho tiempo, causa depresión y disminuye el poder de acción; sin embargo, está bien adaptado para hacer que una criatura se proteja contra cualquier mal grande o repentino».
En esta línea, desde que allá por 1973 el genetista ucraniano Theodosius Dobzhansky enunciase su famosa frase: «Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución», la heterogeneidad de los seres vivos se ha explicado por la colosal variedad de ambientes del planeta Tierra (desde luego, también a la hora de «responder a estímulos nocivos»). No obstante, Dobzhansky destaca que la unidad de la vida es tan notable como su diversidad y, por tanto, aquello que resulta muy ventajoso se torna en sinónimo de muy conservado (de nuevo, como ocurre al «responder a estímulos nocivos»). Por consiguiente, no cabe duda de que las formas de vida resultan extremadamente similares, sobre todo en su nivel más básico: el molecular. Y en su código genético, que es tan sencillo como universal, confiriendo un origen común al mundo de «lo vivo». Se trata, por tanto, de que la evolución biológica constituye el mecanismo generador de adaptaciones y la justificación de los principales procesos de cambio ocurridos en la biosfera (considerando los sistemas genéticos, responsables tanto del cambio evolutivo como de la variabilidad de poblaciones, sobre la que en última instancia actúan los mecanismos de la selección natural). De este modo, a través de las relaciones de parentesco entre especies (o filogenia) se puede dilucidar como se han desarrollado mecanismos cada vez más complejos para salvaguardar la integridad de cada organismo (y la identificación de un posible daño).
De hecho, el desarrollo de la experiencia dolorosa y la expresión del comportamiento relacionado con ella (que va desde los reflejos innatos hasta conductas complejas moduladas por factores cognitivos, afectivos o socioculturales) han implicado, necesariamente, el desarrollo evolutivo de sistemas nerviosos, lo cual se ha plasmado en respuestas adaptativas acordes al reto planteado y ha originado lo siguiente:
La experiencia sensorial, que provee información sobre la localización, extensión y naturaleza del daño.
La clasificación de la experiencia como «desagradable» que se asocia a una respuesta que implique «movimiento», que variará en complejidad pero que conducirá a evitar o escapar del daño.
El proceso cognitivo de evaluación del daño y de toma de decisiones, que afectará a la conducta desarrollada como consecuencia del evento potencialmente dañino o peligroso.
De modo que todo el proceso gira alrededor de la identificación de lo potencialmente peligroso y la valoración del daño que podría causar. Sin embargo, no se debe obviar que la experiencia del mundo generada por cada sujeto depende de cómo la capte; y esta, a su vez, de su percepción individual. Por lo tanto, la realidad no sería más que el resultado de la interpretación de los datos que, en cada momento, aportan los sentidos (entendidos como órganos con capacidad para percibir estímulos externos o internos). Para que esto ocurra, cuando una de esas células sensibles (o receptor) recibe un estímulo en el ambiente, lo va a captar y a traducir en señales eléctricas que componen un código de comunicación intercelular.
Todo el proceso de organización, interpretación y asignación de significado de estas señales generará un código neural que constituirá la percepción. Así que, aunque entre los seres humanos siempre se haya creído que los sentidos constituían una puerta fiable de acceso a su entorno, quizás esta idea debería «reconsiderarse», ya que, fisiológicamente, los sistemas de recepción que constituyen los sentidos no se limitan a captar la realidad, sino que la codifican y transforman.
Se diría (como ya sugirieron, por cierto, el mismísimo Platón, y desde luego Descartes) que, de alguna manera, la experiencia no permite identificar la «auténtica realidad». Sin embargo, parece evidente la necesidad de un sistema perceptivo fiable para posibilitar la supervivencia en un medio ambiente en continuo cambio. Este aparente dilema se resuelve teniendo en cuenta que tan solo se requiere que la información recogida aporte «una representación viable del mundo» que posibilite hacer valoraciones rápidas, detectar peligros potenciales o identificar aliados y enemigos, entre otras cosas… Y, para ello, no basta con la clásica definición aristotélica de los cinco sentidos que aprehenden el mundo exterior mediante vista, oído, gusto, tacto y olfato, sino que se deben añadir otros como el sentido del equilibrio, la temperatura, la posición corporal, el movimiento… Y, por supuesto, el dolor.
Ahora bien, conviene resaltar que, fisiológicamente, cada sistema de recepción es específico para el estímulo al que reconoce y lo activa. Así, por ejemplo, si el estímulo es un cambio de temperatura, la estructura receptora presentará un rango de valores que se terminarán traduciendo en la detección de «calor» o «frío»… O la llegada de una señal a una determinada longitud de onda activará fotorreceptores que codificarán el color de lo que «se ve» en el cerebro. Tal especificidad lleva a que, si el estímulo activador no fuese el específico del receptor, en el cerebro se generará de todos modos la sensación que corresponde al receptor originalmente (de modo que, si se golpea el oído, ejerciéndose entonces un estímulo consistente en un aumento de presión, el cerebro «oirá» un pitido; o, si el golpe afecta al ojo, «verá» luces…). En cualquier caso, si el impacto del estímulo sufrido fuese lo bastante intenso, pasará a activarse un conjunto de terminales específicas que, básicamente, le dirán al cerebro: «¡Duele!» y, como consecuencia, se «interpretará» como: «¡Ten cuidado!»... Y, por esta razón, estos sistemas de nocicepción se han seleccionado como un mecanismo de protección indispensable.
Sin embargo, no cabe duda de que las connotaciones que siempre presenta «padecer dolor» equivalen a una experiencia o sensación muy desagradable que no solo se desea eliminar, sino que urge hacerlo más que ninguna otra cosa: ¿cómo asimilar, entonces, que existe un cierto dolor «conveniente» y hasta «indispensable»? Solo hay una respuesta para esta pregunta, y procede de tener en cuenta cuál es la finalidad del dolor. Para ello, nada más útil que ver su evolución y como las estructuras encargadas de la respuesta al daño (o efectores) se organizan a través de la activación de ciertos circuitos neuronales centrales o periféricos bastante generales. Es más, pese a la variopinta estructura del mundo animal, a partir de la observación de los patrones conductuales que se apliquen, se puede inferir incluso el tipo de dolor sufrido gracias al movimiento que provoca. Obviamente, estos patrones motores dependen también de la evolución del sistema nervioso de cada animal (y sería, por tanto, único para cada especie). Sin embargo, «sentir que el fuego quema» provocará comúnmente que se retire el miembro de la llama y pondrá en alerta a todos los recursos fisiológicos de evitación disponibles. Así, el animal va a respirar más, y de forma más intensa, o acelerará su pulso activando su metabolismo y, con ello, va a movilizar el máximo de energía que le ha de permitir escapar del peligro. O va a dilatar sus pupilas y, con ello, aumentar su campo de visión, lo que le permitirá evaluar mejor su situación frente al riesgo… En definitiva, generará una respuesta global coherente con todo un correlato vegetativo asociado al daño experimentado.
De hecho, de alguna manera, tener conciencia de que «duele» (y su corolario: el aviso de que «hay que tener cuidado») emite señales tan reconocibles por otros sujetos que pueden, a su vez, incluso hacer que vayan a ayudar al doliente o, alternativamente, ponerse a sí mismos a salvo...
En definitiva, entre los animales, esa habilidad para detectar y reaccionar frente a los estímulos que comprometen su integridad implicará, de forma invariable, la presencia de nociceptores cuya activación provocará el inicio de esa experiencia sensorial aversiva que, causada por un daño, va a provocar la reacción motora y vegetativa para evitarlo. ¿Cuándo empezó esto a ser así? Parece lícito hipotetizar que el sentido primordial pudo ser una respuesta al estrés mecánico sufrido por la membrana lipídica que rodea a la célula. Cualquier fuerza física que la desplazara pudo constituir el primer estímulo externo que las células comenzaran a «sentir».
En realidad, desde los protozoarios, que son unos organismos unicelulares, se pueden identificar ciertas respuestas «aversivas» caracterizadas por una locomoción que se acelera o por el contrario se inhibe, cambios en la dirección de movimiento o en la forma del organismo, como respuesta al estímulo dañino. Es más, en sus membranas ya se encuentran zonas especializadas capaces de generar un mensaje bioeléctrico que presenta muchas similitudes con lo que luego serán los potenciales de receptor de las neuronas y que se puede medir, por ejemplo, en la variación de la movilidad de los cilios.
Sin embargo, el paradigma celular para la transmisión de impulsos y sensaciones, son las neuronas cuya estructura conforma la base de la fisiología sensorial de todos los animales y se fundamenta, precisamente, en la existencia de diferencias electroquímicas a ambos lados de la membrana que las recubre. Son los denominados «potenciales de membrana» que se forman como resultado de su permeabilidad selectiva, que genera una distribución desigual de cargas a través de la membrana. Como consecuencia, en el interior de la célula hay una mayor cantidad de cargas negativas en comparación con el exterior. Un cambio en ese potencial en una célula receptora puede ocasionar una liberación de moléculas neurotransmisoras, en la sinapsis que constituye el contacto entre el receptor y la neurona sensorial, lo cual marca el inicio de la percepción del estímulo y la respuesta a este.
Las respuestas moleculares en las células se van volviendo cada vez más complejas a lo largo de la escala evolutiva. Por ejemplo, entre las esponjas (o poríferos) se han encontrado pruebas concluyentes de una coordinación epitelial mediada por mecanismos químicos cuyo objetivo final es obtener una respuesta integrada de estas colonias. Ciertamente, aunque su repertorio de conductas sea muy limitado, presentan una clara contracción coordinada del cuerpo en respuesta a una irritación física, lo cual implica un mecanismo de conducción.
No obstante, se acepta que la observación precisa de una conducta claramente «antinociceptiva» compleja (caracterizada por la contracción, retirada y respuesta electrofisiológica del cuerpo a los estímulos nocivos químicos o mecánicos) se encuentra ya entre los cnidarios. Sus colonias presentan una respuesta defensiva que se propaga y en la que el epitelio conductor desempeña un papel importante. Por ejemplo, las anémonas muestran varias conductas aversivas que incluyen hasta ciertas repuestas agresivas y de ataque. Por su parte, planarias o tenias (o sea, platelmintos), que ya presentan simetría bilateral, sistemas sensoriales y motores, además de cierto grado de cefalización, muestran conductas aversivas a través de mecanismos centrales y periféricos. Estas respuestas son susceptibles de habituación y, gracias a ellas, los platelmintos son capaces de moderarlas. Por su parte, en la lombriz de tierra (que es el anélido más común) se ha probado que es posible hacer que las respuestas al estímulo desagradable se modifiquen externamente con el uso de sustancias como la morfina (lo que denota, lógicamente, un sistema de recepción del dolor mediado por receptores para opiáceos que tan importantes serán en la gestión de la analgesia).
Resulta asombroso que, desde el inicio de la evolución, los animales presentaran muestras de la existencia de un sistema antialgésico, tal como la presencia de opioides endógenos. Incluso en seres unicelulares como la Tetrahymena pyriformis se ha encontrado una molécula precursora de proopiomelanocortina que da origen a la betaendorfina, uno de los opioides endógenos más conocidos. Este hallazgo sugiere que, desde los protozoarios, existen los genes que codifican precursores similares a los presentes en vertebrados (y que estos péptidos ya podrían funcionar como mensajeros entre los organismos unicelulares). Además, las acciones de estos péptidos opioides, y sus receptores específicos, encontrados a lo largo de la escala filogenética en una amplia variedad de especies de invertebrados y vertebrados, son similares a las inducidas en los mamíferos.
Por ejemplo, el caracol acuático (Cepaea nemoralis) y el terrestre (Helix aspersa), cuando se colocan sobre una plancha caliente a 40-45 °C presentan, en pocos segundos, una conducta aversiva, que consiste en levantar la parte anterior del pie. Tal respuesta es análoga a la que presentan los roedores cuando se ponen en una plancha caliente a temperaturas de 50 a 55 °C, y que consiste en levantar las patas y tratar de escapar. Esta respuesta aversiva puede cambiar en los dos animales al aplicarse pequeñas dosis de opiáceos. El tiempo que tarda en presentarse la conducta se alarga, en contraste con la aplicación de antagonistas de los receptores opioides (situación bajo la cual el tiempo que tardan en presentar la conducta se acorta, reacción que depende, además, de la dosis aplicada).
Se ha descrito la presencia de conductas aversivas y las modificaciones de estas, provocadas por la aplicación de péptidos opioides, no solo en moluscos, sino en crustáceos, peces, anfibios, reptiles, aves y, por supuesto, mamíferos. En todos los casos, resulta relevante señalar que estas respuestas ante estímulos que tienen la propiedad de ser desagradables para quienes lo reciben, involucran una considerable variedad de substratos anatómicos y fisiológicos y un mayor grado de complejidad en la integración y la coordinación, lo...

Índice

  1. Portada
  2. Medio título
  3. Título
  4. Creditos
  5. Índice
  6. Prólogo
  7. Capítulo 1. Buscando para qué sirve sufrir. Cuándo empezó a doler
  8. Capítulo 2. ¿Qué te duele? Entendiendo la fisiología de la transmisión del estímulo doloroso
  9. Capítulo 3. ¿Cuánto te duele? Valorando el sufrimiento
  10. Capítulo 4. Controlar el dolor. Neurociencia de la anestesia
  11. Capítulo 5. Vivir con dolor y no sucumbir en el intento. Neurociencia de la analgesia
  12. Epílogo
  13. Bibliografía