1 La ciudad
Vista desde lejos, la ciudad no parecía tan siniestra. En una noche clara como aquella, las luces lejanas se perdían en el horizonte y le daban al conjunto un aspecto difuso, casi irreal. La contaminación parecía desde la lejanía una nube caprichosa de media noche, aposentada en las cimas de los rascacielos.
A esa distancia, el ruido de la actividad nocturna quedaba amortiguado y se convertía en un ligero temblor de tierra, como si la ciudad fuera un tambor cuyas ondas sonoras se expandían kilómetros más allá de sus fronteras. Había que alejarse como mínimo hasta allí para poder darse cuenta de que, al final, aquella masa prepotente de hormigón no era más que un paisaje limitado y finito como cualquier otro.
La ciudad parecía tan pequeña que incluso se podía abarcar de este a oeste con la punta de los dedos, abriendo bien los brazos. Mario lo había comprobado miles de veces. Solía irse hasta esa lejana colina de la carretera vieja para escapar un poco del barullo urbano. No se podría decir que las afueras de la ciudad fueran campos verdes, pero al menos allí la noche era oscura, fría y silenciosa, y no una prolongación artificial de la vida diaria a base de farolas y neones.
Mientras abría los brazos para comprobar que la ciudad tenía el mismo tamaño que en su última visita al mirador en busca de aire fresco, Mario recordó la primera vez que aprendió a jugar con los efectos ópticos. Era muy pequeño. Estaba haciendo un largo viaje en coche con sus padres y la pesadez de las horas le había puesto algo nervioso. Su madre quiso distraerle y le retó a aplastar montañas con los dedos. Él rió como un loco por la ocurrencia de su madre, pero enseguida entendió que no se trataba de un farol, sino de una propuesta seria que, además, implicaba un premio para el vencedor. La curiosidad de Mario crecía a medida que su madre le explicaba los trucos para aprender a aplastar montañas. Primero había que escoger una de entre todas las que había en el horizonte: eso era fijar el objetivo. Luego se pasaba a cargar las armas, que consistía en guiñar un ojo y acercar al otro, al abierto, los dedos índice y pulgar como si estuviera aguantando una cámara de fotos. En este punto Mario se quedó maravillado porque, en efecto, la montaña que había escogido cabía perfectamente en el hueco entre sus dos pequeños dedos. Luego su madre le enseñó como pasar al ataque, juntando con rapidez los dedos y aplastando virtualmente cuantas montañas se pusieran en su camino.
Seguramente este fue el primer contacto de Mario Castán con los secretos de la física y la ciencia, y quizá también uno de los más emocionantes. Lo que más le costó entender por aquel entonces era que esas montañas que aplastaban fácilmente entre los dedos fuesen, en realidad, las mismas por las que más tarde se deslizaría horas y horas en trineo. ¡No podían ser tan grandes y tan pequeñas al mismo tiempo!
Lo mismo sucedía con la ciudad que ahora tenía delante, tan pequeña, tan inofensiva, tan claramente delimitada, que no podía ser la misma que día a día le oprimía, le encerraba y le obligaba a mantenerse en pie de guerra y luchando contra un enemigo invisible. La teoría de la relatividad, al fin y al cabo, debió ser la segunda lección científica de su vida. Pero, incluso ahora, con 23 años, seguía sorprendiéndole.
Andaba Mario enfrascado en sus recuerdos cuando oyó un pitido agudo que le sacó de su ensoñamiento. No se había acordado de apagar el móvil y le molestó oírlo. Era Lucía, su novia. Le mandaba un mensaje para recordarle que tenían una cena esa noche. Contestó con un escueto «voy para allí» y decidió que su momento de paz había concluido. Se metió en el coche y tomó el camino que le llevaría de vuelta a la ciudad.
La carretera vieja era uno de esos proyectos que todos los políticos prometían mejorar, pero que había quedado olvido desde hacía, por lo menos, quince años. Mario y sus padres solían cogerla para ir a visitar a sus tíos, que vivían en un pueblo cercano. Hoy en día ya nadie la usaba, porque se habían construido unos túneles que atravesaban la montaña y que salvaban la misma distancia en menos de la mitad de tiempo. De hecho, el pueblo de sus tíos era hoy una urbanización residencial donde cada vez vivía más gente de la ciudad, que había huido buscando su pequeño espacio en el mundo. La vieja carretera había quedado desde entonces como una ruta alternativa que utilizaban sobre todo los aficionados a las motos. Disfrutaban recorriendo sus numerosas curvas a toda velocidad mientras ponían los pelos de punta a los que habían salido a hacer una excursión en bici. La mayoría de los proyectos de recuperación de la carretera proponían precisamente convertirla en una vía rural para que las familias pudieran pasear sin sobresaltos, para acceder a los merenderos que se habían amontonado en las laderas de la montaña dando esa falsa imagen campestre donde los ciudadanos se aborregaban los domingos.
–Qué cutre –pensó Mario mientras dejaba atrás el cartel de uno de los merenderos–. El domingo todos corriendo a la barbacoa, a por la hamburguesa y las patatas… ¡Hasta en eso hemos tenido que copiar a los yanquis de las series malas de televisión!
A medida que avanzaba por la carretera vieja, el paisaje de grandes casas unifamiliares se iba convirtiendo en chalés pareados, hasta que al fin aparecía el primer bloque de apartamentos. La arquitectura parecía hablar por sí sola: «cuanto más cerca estás de la ciudad, menos espacio tienes para vivir», pensó.
La luz se iba haciendo cada vez más intensa a medida que aparecían las primeras farolas. Mario tuvo que reducir las marchas hasta frenar por completo en el primer semáforo que encontró. Cuando se encendiera la luz verde la conducción se iba a convertir en un constante arrancar y frenar, comprobar retrovisores y encender intermitentes, así que Mario decidió dedicar esos últimos segundos de paz a encender la radio y sintonizar alguna emisora que le distrajera en el trayecto hasta casa de Lucía.
En los últimos años se había producido un auténtico resurgir de la radio fórmula musical. «24 horas de música de todos los tiempos sin interrupciones publicitarias», prometía un locutor entre canción y canción. La misma voz era la que introducía cada uno de los temas y los entrelazaba entre sí, según el estado de ánimo que se supone que hay que tener en cada momento. Eran más de las nueve de la noche y la música que sonaba era tranquila y alegre. El locutor hablaba de lo bueno de regresar a casa después del trabajo, preparar la cena en familia o tomarse una copa de vino mientras te relajas en el sofá de tu casa, «acompañado, eso sí, de la mejor música, la que te hace vibrar, como esta canción de los británicos Coldplay, Yellow, ¡Disfrútala!…».
El semáforo se puso en verde y Mario se preparó para cruzar la ciudad con el mejor humor posible, a pesar del tráfico, tarareando la canción en voz alta y contento al pensar que después de ésta vendría otra igual de comercial, igual de fácil, igual de inofensiva para sus pensamientos.
A parte de sintonizar estas emisoras musicales en contadas ocasiones, Mario no era un oyente habitual de radio. Tampoco solía comprar el periódico y rara vez veía la televisión. Todo lo que necesitaba lo podía encontrar en Internet. Para él, los medios de información convencionales habían perdido todo el interés al dirigirse a públicos masivos, como si todavía se pudiera luchar contra el auge de la individualización. Internet ofrecía contenidos mucho más variados, dirigidos a públicos reducidos, que realmente tenían algo en común.
En la época de sus padres, aparecer en televisión significaba ser alguien en el mundo. A Mario le impresionaba escuchar historias de cuando los canales se contaban por números y no llegaban a diez. No tenían una temática única y lo mismo programaban informativos y...