Los países en conflicto | 02 |
Ernesto y yo comenzamos una relación en aquella situación de guerra en frentes todavía relativamente lejanos. A pesar de que se decía que los nuevos dirigentes alemanes no veían con simpatía a los extranjeros, Ernesto pudo concluir sin ningún problema sus estudios de Medicina y, dadas sus buenas notas, recibió muchas ofertas de trabajo. Decidió quedarse en Múnich, donde nacería el primer hijo que ya estábamos esperando, una niña que se llamaría Rosita.
Llegó 1942. Sorpresivamente, y como si no nos hubiera pasado lo suficiente en estos dos primeros años de guerra, el Perú, patria de Ernesto, declaró la guerra a Alemania, apoyando a los Aliados. Ciertamente no alcanzábamos a entender la razón. Dada la lejanía geográfica, Alemania no significaba peligro alguno para el Perú. Tampoco había habido acciones hostiles ni amenazas, ni antes ni durante la declaración formal de guerra. Desde cualquier punto de vista, la medida extrema que había adoptado el gobierno de turno en el Perú parecía totalmente innecesaria.
Nos enteramos de lo sucedido al momento en que dos guardias de la temida Gestapo tocaron violentamente la puerta de nuestro departamento en Múnich y se llevaron a Ernesto. Un oficial alemán nos dio la noticia sobre esta sorpresiva decisión del Perú. «Tal vez todo esto es simplemente un error de información», dijo Ernesto al alejarse intentando tranquilizarme.
Con Ernesto ya de vuelta en la casa, recibimos la confirmación de lo que ya sabíamos, a través de un telegrama enviado por Moisés, el padre de Ernesto. Él era un alto oficial de la Marina peruana. Las palabras, como todo texto telegráfico, eran lacónicas. Nos quedamos mirando el papel, algo marrón, que contenía el mensaje, como si esperásemos una explicación.
Como solía suceder en esos tiempos en los que políticos, acomodados con las estructuras oligárquicas, hacían de las suyas en Sudamérica, se ofreció repatriar a los connacionales que estos gobiernos irresponsables habían dejado expuestos a la guerra. No eran pocos los estudiantes que habían venido a Alemania para una formación profesional acorde con los últimos avances de la ciencia. Al fin, los médicos, por ejemplo, serían útiles para el Perú si se les repatriaba oportunamente.
Sin embargo, nada de eso pasó. Fueron relegados al olvido. Abandonados a su suerte en un país enemigo envuelto en una guerra de dimensiones mundiales. Frente a todos estos peligros y sabiendo de las carencias así como de las urgentes necesidades, los peruanos quedaron abandonados, al desamparo. Como tantos otros civiles, en distintas partes de Alemania, así como en otros países vecinos, quedaron totalmente desprotegidos.
De pronto, una tarde sonó el teléfono. Pocos tenían este servicio y aquellos aparatos negros colgados en la pared atraían la mirada de los que no disponían de ellos hacia quienes teníamos la suerte de poder usarlos. En nuestro caso, despertaba especialmente suspicacias entre nuestros vecinos, porque consideraban que Ernesto (para colmo extranjero) y yo éramos aún muy jóvenes para poder permitirnos ese lujo. Para evitar miradas de sospecha, nosotros nos esforzábamos en aclarar a los curiosos que el servicio de telefonía había sido suministrado por el hospital donde trabajaba Ernesto. Aquello no evitaba que hubiese quién pensase que quizá aquel privilegio era obra de la propia Gestapo, que quería registrar con quién y de qué hablaba ese extranjero algo sospechoso por el solo hecho de haberse quedado en Alemania en tiempos de guerra.
Yo no quería atender la llamada, como si presagiara alguna mala noticia. Los timbrazos fueron insistentes, así que finalmente me decidí a contestar:
- – ¿Frau [la señora] Hildegard Rittler?
- – Sí, soy yo
- – Le llamamos de la jefatura de la policía para comunicarle que la persona con la que convive es un sospechoso. Todavía no sabemos de qué. Pero ¿qué hace un peruano, hijo de un alto oficial de la Marina, en Alemania? Estamos en guerra con ese país. Los marinos sudamericanos han tomado cuatro de nuestros barcos mercantes así que tenemos que investigar al señor Pinto-Bazurco.
Así, Ernesto –quien en primera instancia fue internado en la propia jefatura de la policía– fue traslado después conjuntamente con otros peruanos a la fortaleza de la ciudad de Laufen, al oeste de Múnich y muy cerca de lo que había sido la frontera con Austria. Laufen está a unos 150 kilómetros de Munich, lo que la convertía en un lugar muy lejano a la capital bávara. Además era un lugar fuertemente vigilado y con un acceso casi imposible. La ciudad está unida a la localidad austriaca de Oberndorf por un majestuoso puente metálico, adornado por los escudos de Austria y el Estado Libre de Baviera. En aquella ciudad vecina, famosa por haber sido la cuna del villancico navideño «Noche de Paz», destacaba un letrero que señalaba que a 49 kilómetros está Braunau, la pequeña y fea localidad donde nació Hitler.
No pude ir a visitarlo. No tenía derecho porque no estábamos casados. Y, aún así, no permitían que los presos recibiesen visitas de sus familiares salvo en situaciones muy especiales.
En un escrito, que todavía hoy guardo celosamente, en el que se puede leer: «Ernesto Pinto-Bazurco, nacido en Lima estuvo entre el 17 de febrero de 1942 y el 10 de abril de 1942 en la prisión de la Policía de Múnich por orden de la Gestapo, por...». Sobre el papel hay un espacio en blanco donde debía aparecer la causa para su confinamiento. No encontraban, o al menos no consideraron hacerlo en aquel entonces, causa alguna para justificar la privación de la libertad.
Lo interesante es que el papel contiene una anotación en máquina de escribir que dice «PINTO B: FUE TRASLADADO EL 17-2-42 PARA SU CONCENTRACIÓN E INTERNAMIENTO EN EL FUERTE DE LAUFEN».
En los registros de la Gestapo de Múnich, que a día de hoy son públicos para su consulta, se puede leer:
«Número de orden: 2633.
Nombre: Pinto-Bazurco.
Origen: Lima, Perú.
Fecha de nacimiento: 28 de septiembre.
Razón de su detención: para la Gestapo
[más adelante aparece una anotación a mano ilegible]
Lugar de Reclusión: Laufen
Fecha: 10 de abril.
Hora: 8 am.
Celda: 22
[corregido luego a mano con el número 47]».
En realidad, Ernesto no era el único prisionero en el Fuerte Laufen y tampoco estuvo en una celda como tal. En la prisión contó con la presencia de la Cruz Roja Internacional y en todo momento se respetaron sus derechos de prisionero de guerra, aunque él no lo fuese. En su caso, simplemente lo tenían recluido sin saber muy bien qué hacer con el joven médico que sufría de una infinita soledad.
De la Comandancia del Internirttenlager VII de Laufen, guardo el siguiente escrito:
«El ciudadano americano Pinto-Bazurco, Ernesto, nacido el 28-9-1913, será puesto en libertad y enviado a su domicilio en la calle Schiller en la ciudad de Múnich. Después de su arribo deberá presentarse ante la Policía de Múnich.
Se le proporcionan vales para tres días de comida.
Oficial encargado ____».
Nótese que para efectos de detención a los sudamericanos se les consideraba americanos, y por lo tanto recibían igual trato que los principales enemigos de Alemania en la guerra. No obstante, al terminar ésta, los americanos, es decir los estadounidenses, no reconocieron a sus propios aliados que vivían en territorio alemán. Ernesto sufrió los mismos vejámenes que los alemanes durante la ocupación estadounidense, luego de concluida la guerra.
Afortunadamente, el internamiento duró solamente pocos meses y, después de un trato acorde a las circunstancias lo dejaron en libertad. Quizás suene como una ironía, pero como compensación a la injustificada detención le extendieron los tres vales de comida en los que se señalaba que debían ser utilizados entre el 14 y 16 de mayo de 1942.
Ahora Ernesto se interesaba por conseguir un puesto de trabajo en la moderna Ala Quirúrgica. La falta de espacio en el Hospital General, las condiciones sanitarias inadecuadas, así como la altísima tasa de infecciones en los posoperatorios, habían provocado años atrás el traslado completo del departamento quirúrgico a un nuevo edificio. Lo que empezó como una agrupación auxiliar de estaciones para los pacientes concluyó en la construcción e implementación de una nueva ala, la cual albergaría la infraestructura adecuada para intervenciones quirúrgicas y enseñanza.
Cuando a Ernesto se le preguntaba sobre su internamiento en Laufen, callaba. O hablaba muy poco: «de la cárcel grande a la más chica». Lo decía con ironía, haciendo referencia a que toda Alemania se había convertido en una prisión en la que sus habitantes habían sido atrapados por el autoritarismo de Adolfo Hitler y sus miles de colaboradores.
Él había bajado algo de peso, pero siempre se veía muy guapo. Estábamos sentados en un café, celebrando su liber tad, con una copa de helado. Nos hubieran encantado que hubiese sido de vainilla y chocolate, pero aquellos sabores venían de América, así que nos conformamos con la frambuesa, que se cosechaba en Europa. Hicimos un recuento de los tantos aportes alimenticios que América había hecho a Europa: el maíz, la papa, el tomate, etcétera. Alemania había recibido tanto de Latinoamérica, y no sólo en el ámbito comercial sino también en el campo de la Historia. Conversamos recordando el recorrido de Alexander von Humboldt y otros científicos de las nuevas generaciones que se vanagloriaban más por conocer mejor los países. ¿Por qué, entonces, esa gente inteligente no podía impedir las guerras?
Ernesto contestó:
- – Sólo cuando uno se conoce mejor, entonces nace el respeto, y de ahí el amor a los semejantes. Comencemos nosotros a ocuparnos, a darnos la tarea, de que en Alemania se conozca mejor a los peruanos, y que en el Perú se sepa mejor que a los alemanes no les gusta la guerra.
Un día llegó por correo un extraño paquete. Una máquina fotográfica marca Leica. De las más modernas y precisas. Pensamos que era una confusión. Como no tenía remitente, fuimos a la oficina de correos a indagar. Todo estaba correcto: estaba destinada al señor Pinto. Saliendo del correo, se acercó un hombre alto, de sombrero y le dijo a Ernesto que le habían sobrado unos vales para almorzar, todo un mes, en un conocido y caro restaurante muniqués, el Annas. Aquel era nuestro lugar preferido y el de nuestros amigos. ¿Cómo lo sabría el tipo? ¿Qué intenciones tenía?
Ernesto le dijo que no recibía nada de un desconocido. ¿Qué me pedirá a cambio?, pensó. Le roía la curiosidad. Primero la máquina fotográfica, luego esto. En verdad el espionaje en ese momento no tenía el desprestigio de los llamados servicios de inteligencia de hoy, que más nos llevan a pensar que están vinculados a acciones prohibidas. Durante la guerra significaba para algunos disfrutar de una atmósfera elitista. Era gente cultivada que no estaba de acuerdo con las acciones de los gobiernos en contra de los intereses de los pueblos. Por ello se arriesgaban a actuar en forma independiente, y trabajar por una causa u otra. Para nosotros, esto era entendido como hacer lo posible para evitar se complicasen aún más las acciones bélicas y buscar vías de entendimiento para alcanzar la paz.
El hombre de sombrero nos siguió unas dos calles. Tuvimos miedo. Luego vimos que de un lujoso automóvil Mercedes Benz bajaba una atractiva dama que nos miraba a través de sus pestañas grandes. Ella nos abordó de frente, mientras sentíamos que el tipo se había parado a nuestras espaldas.
No se asusten, dijo ella con una voz ronca pero encantadora que salía de una boca dibujada en rojo carmín. «Me llamo Doris. Trabajo para el servicio de inteligencia de un país amigo».
- – ¿País amigo de Perú o de Alemania? –interrogué.
- – ¿Qué más da? –contestó. Ahora nos saludaba con un movimiento de pestañas.– No pido una respuesta en este momento. Sé que para una decisión seria y responsable tienen que conversar entre ustedes, pero tampoco esperaré mucho. Quiero que colaboren con nosotros.
Sin que le preguntáramos en que deseaba nuestra colaboración, ella se adelantó y mirando a Ernesto dijo:
- – Sólo deberá ir a Hamburgo, como un turista cualquiera y tomar fotos de los barcos mercantes. Nada más. Como usted es extranjero nadie va a sospechar de su curiosidad ni de su natural asombro por esos gigantes del mar.
- – No pierda su tiempo señorita. Busque a otro que pueda hacerle ese servicio» –replicó Ernesto, al tiempo que la miraba firmemente a los ojos.
- – Por lo menos acepte entonces un vale para que hoy almuercen en su restaurante favorito –respondió.
- – No, gracias –dijo Ernesto.– Más bien hágame usted un favor. Ya conoce mi dirección, mande a alguien a recoger la cámara fotográfica. A otro puede convencer, a mí no. Yo soy médico, no espía. Ah, otra cosa. ¿Con qué criterio pensaron en mí?
- – De usted no van a sospechar los alemanes ni otros. Ya lo investigaron suficientemente en tanto estaba preso en el Fuerte Laufen. Usted es la persona correcta.
Planear y llevar adelante una guerra implica un manejo profesional y sistemático de información secreta. Y una red de colaboradores. Descubrir la verdad es muy difícil. No decirla es relativamente más fácil si se tiene el control de todo el sistema. Intuirla requiere un vasto conocimiento y un gran espacio de reflexión.
Los birladores de secretos en esa red mundial de agentes a sueldo y colaboradores pagados por comisiones, prebendas o presiones son una elite. Se enrolan simplemente por hacer algo y sentirse importantes, en momentos en los que la guerra reduce a las personas a su más mínima expresión, ¿hay perspectivas? ¿Cuáles?
Si se mira al futuro, se tiene la sensación de caer en un abismo profundo o estar frente a una montaña. La nerviosidad de la gente se hace sentir. Y es contagiosa. El miedo, esta angustia del ánimo, acentúa en unos el sentido de responsabilidad.
Ernesto sería buscado, y hasta acosado, una y otra vez por los agentes. La tentación era, especialmente en aquellos tiempos de marcadas urgencias, muy grande. Pero él siempre respondía con una negativa. Yo admiraba su entereza, mientras me decía que bajo ninguna circunstancia arriesgaría su vida.
- – «Ahora que te conozco, no me quiero separar de ti».
Acentuó la frase con un beso.
Ernesto y yo cada día estábamos más enamorados. Ernesto había estudiado Medicina queriendo investigar el complicado mecanismo del hombre con el objetivo de poder hacer el bien. Yo estudiaba música y prestaba, en mis tiempos libres, servicio a la Cruz Roja. Éramos amigos inseparables y caminábamos a través del «jardín de rosas de la vida», despedrando, quitando obstáculos del camino, cuidándonos de las espinas para que no nos hirieran y malograsen nuestro camino. Y así poco a poco pensábamos consolidar una familia y seguíamos caminando, caminando...
El día que fuimos a contraer matrimonio, un oficial encargado de los registros matrimoniales me increpó con toda seriedad, acomodándose los anteojos, como si diera un sermón:
- – Si hay tantos hombres en Alemania, ¿por qué se casa usted con un extranjero?
Me le quedé mirando, de arriba abajo, sin disimular mi desprecio por este idiota que hablaba tonterías para proteger su puesto. Saqué fuerzas para contener mi indignación, y en forma calmada le contesté:
- – El amor, a diferencia de la política, no reconoce nacionalidades ni fronteras.
Poco después recibí el mismo argumento por escrito, con firma y sello del funcionario, quien terminaba el documento con la frase Heil Hitler! [¡Salve Hitler! El tradicional saludo nazi] y que servía como suprema justificación de cualquier argumentación. Además llevaba el sello con la esvástica, para que no quedara duda alguna.
Parece que los funcionarios gubernamentales intuían que no tenían el apoyo total de la población sobre estas decisiones. También tenían, claro, vecinos y amigos que les informaban sobre el verdadero sentimiento de los alemanes respecto a los extranjeros: desconfiaban de quien no conocían, pero no discriminaban.
Yo le mandé una carta al funcionario donde le decía que, por fortuna, los hombres y su inteligencia son más fuertes que cualquier orden o pr...