Eso no estaba en mi libro de historia de los Austrias
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Eso no estaba en mi libro de historia de los Austrias

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Eso no estaba en mi libro de historia de los Austrias

Descripción del libro

¿Por qué Carlos I quería comer siempre solo? ¿Cuál era el talento oculto con el que cautivó La Calderona a Felipe IV? ¿Por qué la muerte de Enrique IV evitó que se produjera una guerra a gran escala en Europa? ¿Por qué tardó tanto Felipe II en casar a su hija Isabel? ¿Llegaron los Tercios a China? Desde el pastelero casi rey hasta el emperador brujo, conozca los secretos más fascinantes de esta dinastía.Existen muchas más historias que las que ya conocemos sobre los grandes hechos de armas, las hazañas de los campos de batalla o los descubrimientos del Nuevo Mundo; más allá de las memorables obras de arte de los pintores o poetas del Siglo de Oro; más allá de las decisiones de ministros, gobernantes y reyes.En estas páginas podrá descubrir cómo murió realmente Felipe III; cómo se gestó el Camino Español, que atravesaba Europa de una punta a otra; quiénes eran el bufón que podía llamar primo al rey o los siameses genoveses que entretenían a Felipe IV; cuáles fueron los intentos de Felipe II para conquistar Inglaterra con su corazón antes de la intervención de la Armada Invencible, o qué ocurrió en la primera burbuja económica de la historia, la llamada crisis de los tulipanes… y muchos más misterios asombrosos sobre la dinastía que llevó el timón de España durante los siglos xvi y xvii.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788418757228
Categoría
Historia
DE USOS, COSTUMBRES Y VIDA COTIDIANA
La época de los Austrias españoles fue un periodo de gran esplendor en el que ocurrieron una gran cantidad de sucesos reseñables que llenan las páginas de los libros de historia; pero ¿qué hay de la vida cotidiana? ¿Qué ocurría en la calle mientras los generales ganaban batallas y los reyes gobernaban desde el alcázar? En el mundo real, la vida transcurría día a día y eso también forma parte de la historia. En los campos, en las aldeas y en las ciudades también se sucedían los días y los años. Los campesinos, los comerciantes, los frailes y los hidalgos se enfrentaban a una existencia absolutamente distinta a la que hoy conocemos y que merece la pena contar.
Las costumbres, los gustos, las diversiones y los miedos eran muy diferentes a los de la sociedad actual. En el mundo moderno, en el que las mayores preocupaciones se centran en ganar dinero, el consumismo y la acumulación de todas las comodidades posibles, puede que resulte difícil entender hasta qué punto las personas de aquella época podían condicionar sus vidas por unos valores y unas prioridades que hoy en día han quedado olvidadas. Procurar la salvaguarda de la honra y la salvación del alma eran los grandes objetivos de cualquier habitante de la España de los Austrias.
Nos adentraremos ahora en alguna de las curiosidades más pintorescas con las que uno podía encontrarse paseando por el mentidero de Madrid, por las callejuelas de Toledo o por los pasillos del alcázar.
Nobleza, hidalguía y limpieza de sangre
Todas las sociedades medievales y barrocas de Europa se han desarrollado alrededor de una serie de principios bastante similares y entre esos principios siempre ha destacado especialmente la diferencia de clases. Nobles y plebeyos convivían en las ciudades y en los campos, pero rara vez se mezclaban entre sí o compartían algún entorno social. Las diferencias eran muy profundas e iban mucho más allá de la mera riqueza y el poder. Ser noble o ser plebeyo («pechero», como se decía en Castilla) conllevaba grandes diferencias. Suponía recibir un tratamiento social muy distinto, se realizaban diferentes funciones en la sociedad y esta esperaba distintas cosas de unos y de otros. Las diversiones con que ocupaban su tiempo libre, las personas con quienes podían tener trato o no, los tribunales que podían juzgarlos en caso de cometer un delito68, los impuestos y obligaciones que a cada grupo afectaban: todo era distinto, y cambiar de un grupo social a otro, aunque no resultaba imposible, era francamente difícil.
En primer lugar, entendamos lo que significaba ser noble. La explicación simple sería que consistía en ser poseedor de un título, pero la cuestión iba mucho más allá. No solo los duques, marqueses y condes eran nobles, pues la nobleza era un asunto de sangre y de estirpe. Así, se podía encontrar entre los nobles a todo un Grande de España ostentando varios ducados y condados a la vez, pero también a un simple caballero o incluso a un hidalgo arruinado que, sin tantos lustres, era tan noble como el más emperifollado aristócrata. La nobleza se entendía como una condición de la persona vinculada a su linaje y que la diferenciaba de los plebeyos.
Lo fundamental de la condición de noble era que se tenía derecho a una serie de privilegios, siendo el más relevante el de estar exento de tributos. En efecto, los nobles no tenían que pagar impuestos69 a la corona. Esto significaba que los individuos más ricos no aportaban nada al erario público, sino que eran los campesinos, los artesanos y los obreros quienes, además de soportar todos los males de estar en el estado más bajo de la pirámide social, tenían que mantener con sus contribuciones a los que se encontraban por encima.
Desde luego los títulos nobiliarios no eran irrelevantes pero, pese a lo que se pueda pensar, su concesión casi nunca se basaba en los méritos de quien los recibía sino en sus credenciales de sangre. Grandes personajes de este periodo de la historia fueron premiados con títulos por sus hazañas, pero solo porque eran ya miembros de la clase ennoblecida. Los conquistadores Hernán Cortés y Francisco Pizarro fueron recompensados respectivamente con los títulos de marqués del Valle de Oaxaca y marqués de la Conquista, pero ambos pertenecían por nacimiento al estamento privilegiado ya que procedían de familias hidalgas. Ambrosio de Spínola, el extraordinario general de los tercios de Flandes que logró éxitos tan célebres como la conquista de Ostende o la rendición de Breda, recibió en recompensa el título de marqués de los Balbases. Pero Spínola pertenecía a la más alta nobleza genovesa, y de hecho era el cabeza de una de las cuatro familias que controlaban la República, contando ya con otros títulos y señoríos italianos.
Si estos u otros hombres que recibieron títulos no hubieran tenido sangre noble, a buen seguro que no habrían obtenido tales recompensas. Los méritos de los plebeyos se premiaban con dinero, pensiones vitalicias u otras recompensas materiales, pero casi nunca con el ennoblecimiento. Esto se entendía como un verdadero ejercicio de responsabilidad. Se debía tratar a cada persona como estaba determinado por su sangre y no otorgar a un plebeyo el premio que solo correspondía a un noble.
Con ello se pretendía proteger el estamento nobiliario ante la posible entrada de «extraños». Se consideraba antinatural y pernicioso para el buen funcionamiento de la sociedad que personas de una clase se mezclaran con los de otra. Precisamente, en cuestión de mercedes y recompensas, Mateo López Bravo opinaba en 1616 que «no se ha de atender en esta virtud a la grandeza del que la da sino a la capacidad del que la recibe»; es decir, no debía darse a un pechero una recompensa que estuviera fuera de su natural alcance. Baños de Velasco insistía en el tema en 1670:
«Cada uno no puede ni debe recibir más ni poseer más honor según corresponde a su estado ya que quien recibe más de lo que ensancha su ser, queriendo igualarse a otros de mayor mérito, por ser de más grandeza, paga el atrevimiento en la esterilidad de su agostada pretensión.»
Pero la nobleza no suponía solo una serie de privilegios; también existían cargas que el noble debía asumir. Se esperaba de un aristócrata un cierto modo de vida, una serie de valores que debían regir su día a día, de los que no se podía apartar y que eran signo de la clase social a la que pertenecía. Se trataba de obligaciones morales a las que el pechero no estaba sujeto ni tenía por qué respetar, pero que para un noble resultaban inexcusables.
El noble no podría dejar pasar una ofensa o insulto sin represalia, no permitiría que se quebrantasen las estrictas reglas del protocolo social en su presencia, se comportaría en toda ocasión con la dignidad y decoro que correspondían a su clase, no cometería ni permitiría que se cometiera una traición o acto deshonroso bajo su amparo, defendería la religión, honraría a su rey, respetaría las tradiciones y promovería en la medida de sus posibilidades los valores caballerescos entre quienes estuvieran bajo su poder. Eso era lo que el mundo esperaba de un noble en un planteamiento ideal; luego, como siempre ocurre, había nobles que se saltaban a la torera estos altos ideales. Resultan buen ejemplo de esta concepción los versos de Guillén Castro en La fuerza de la costumbre, en los que un hombre noble le coloca a su hijo la espada (símbolo de su nobleza) en el cinto, diciendo:
«Escuchadme a lo que está
obligado un caballero
que ciñe el luciente acero,
que el que no lo lleva al lado
vive menos obligado
pero vuela más terrero.»
Este pasaje resulta una excelente explicación de la diferencia de concepto que había entre las condiciones de ambas clases. El noble está sujeto a ciertas obligaciones mientras que quien no es noble (el que no ciñe espada) no está sujeto a ellas. A cambio, el plebeyo «vuela más terrero», es decir, no puede aspirar alto, sino que se debe quedar a ras de tierra en lo que a nivel social se refiere.
Se trata una bonita manera de explicarlo, aunque pasa por alto que el pechero también tenía obligaciones de las que el noble se libraba: básicamente pagar impuestos y trabajar, pues otro elemento consustancial a la nobleza era la ociosidad. El noble no trabajaba, no podía, no debía trabajar, pues el trabajo era propio del escalafón inferior y conllevaba deshonra inmediata para cualquiera que lo realizara y para sus descendientes. Tan solo una dispensa especial del rey podía permitir que alguien que se hubiera dedicado al trabajo manual (o que tuviera un antepasado que lo hubiera hecho) pudiera acceder al estamento privilegiado.
Por su parte, la limpieza de sangre, es decir no ser descendiente de judíos o musulmanes, era otro requisito inexcusable para pertenecer a los estamentos superiores. En realidad, era requisito para muchas más cosas: para acceder a puestos funcionariales, cargos en las universidades o en las órdenes de caballería, en los oficios concejiles o en la corte. Alguien con antepasados no cristianos estaba condenado a lo más bajo de lo más bajo.
No es que los cristianos viejos (como se llamaba a los limpios de sangre) fueran menos plebeyos que los descendientes de conversos. Todos estaban igual de abajo en la pirámide social, solo que los conversos no tenían opción de prosperar ni siquiera dentro de los límites que la clase baja permitía. Un antecedente de sangre infiel en el árbol genealógico era una tacha insalvable para acceder a cualquier privilegio que ni el mismo rey podría dispensar (sin perjuicio de que no pocos conversos enriquecidos recurrieron al soborno y la corrupción para salvar estos obstáculos).
Algo similar ocurría en cuanto a las mezclas raciales, muy comunes en las colonias, aunque bastante menos en la Península Ibérica. Como ocurría en toda Europa, cuanta más sangre europea tuviera un individuo mayor era su consideración social. Un castellano estaba por encima de un mestizo y este era superior a un negro. No obstante, siempre había posibilidad de saltarse esas reglas si se tenía una buena bolsa de monedas. Un mulato o un negro que por cualquier razón tuviera una buena fortuna podía obtener un documento oficial llamado «gracias al sacar» por el cual se certificaba que el portador era jurídicamente blanco y que merecía ser tratado como tal.
Por último, al lado de los nobles existía también otro grupo, más bien un subgrupo dentro de la nobleza, el de los hidalgos. Siendo oficialmente nobles, eran el escalón más bajo y abundante de entre ellos. El término «hidalgo» es una deformación o abreviatura de «hijo de algo». En origen, era el término utilizado para referirse a individuos que, si bien no ostentaban título nobiliario alguno, eran descendientes de algún aristócrata, es decir, que tenían sangre noble, aunque no tuvieran título. Este concepto se fue flexibilizando bastante con el paso de los siglos, de modo que en la España del Siglo de Oro se podían encontrar hidalgos de muy distinta condición. Algunos de ellos eran ricos y poderosos, mientras que otros se encontraban en la más vil de las ruinas. No obstante, los privilegios de la nobleza, especialmente la exención de impuestos, los beneficiaba a todos.
Precisamente el hecho de que el grupo de los hidalgos fuera tan amplio (alrededor del 12% de la población de acuerdo con el censo de 1542), así como que el propio concepto de hidalgo se fuera relajando paulatinamente permitió que, poco a poco, pudieran entrar en ese selecto grupo cada vez más individuos. La abundancia de hidalgos era mayor cuanto más al norte se mirara. Así, en la costa del Cantábrico había prácticamente el mismo número de hidalgos que de plebeyos mientras que en Burgos los hidalgos eran la cuarta parte de la población; en Madrid, Toledo y Cuenca, la duodécima y en Murcia la decimocuarta parte.
De este modo, en la España de los Austrias había hidalgos de muchas clases y por muchas razones. Se pueden distinguir los que, en la línea primitiva de hidalguía, derivaban de antepasados nobles: hidalgos de linaje, cuya madre y padre lo eran también; hidalgos de sangre, que tenían las credenciales que demostraban la condición de hidalgos de su padre y abuelo, e hidalgos de los cuatro costados, que podían demostrar la hidalguía de sus cuatro abuelos; hidalgos de ejecutoria, que tenían a su favor un pronunciamiento judicial que declaraba como probada su noble sangre; hidalgos en propiedad, que, como los anteriores, habían saldado un litigio con el reconocimiento de su condición y podían hacerlo efectivo en el lugar de dicho pronunciamiento, e incluso hidalgos de Indias, que, como descendientes de descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo, habían recibido esta promoción en su linaje.
Junto a ellos estaban los hidalgos que justificaban su condición de una forma más burocrática y que, en realidad, tampoco acreditaban necesariamente una noble procedencia: hidalgos en posesión, que lo eran por figurar como tales en los padrones municipales; hidalgos de solar conocido, que descendían de quien hubiera construido una casa en ciertos lugares del norte de España; hidalgos de armas pintar, en cuya casa había un blasón de armas esculpido en piedra que acreditaba la nobleza del ocupante; hidalgos notorios, cuya hidalguía era suficientemente reconocida como para no necesitar credenciales que lo probasen; hidalgos de gotera, que solo gozaban de tales privilegios en un territorio determinado.
Con los anteriores había también otros tipos en los que la condición se adquiría como retribución: hidalgos de privilegio, cuando se atribuía a modo de condecoración; hidalgos de beneficio, que habían comprado dicho título (modalidad que no resultaba hereditaria); hidalgos de cargo, en los que la hidalguía ...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. DE VICIOS Y PECADOS
  3. DE CONJURAS, TRAICIONES Y PLANES SECRETOS
  4. DE VILLANOS, ANTIHÉROES Y OSCUROS PERSONAJES
  5. DE GENERALES, BATALLAS Y TERCIOS VIEJOS
  6. DE TRISTES MATRIMONIOS Y AMORES IMPOSIBLES
  7. DE USOS, COSTUMBRES Y VIDA COTIDIANA
  8. DE LA BUENA Y LA MALA MUERTE
  9. BIBLIOGRAFÍA
  10. AGRADECIMIENTOS