Soror
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Mujeres en Roma

Patricia González Gutiérrez

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Mujeres en Roma

Patricia González Gutiérrez

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"Te esperaré, hermana", escribió, de su puño y letra, Claudia Severa a su amiga Sulpicia Lepidina, en la invitación a la celebración de su cumpleaños en un fuerte perdido junto al muro de Adriano. Son los suyos dos nombres de los muchos que mencionará este libro. Nombres de esclavas o de emperatrices, de niñas o de ancianas, de trabajadoras o de sacerdotisas, célebres algunos, pero casi desconocidos la mayoría. Las mujeres romanas, como cualquier mujer en cualquier sociedad, tenían diferentes formas de vivir, pensar y sentir. No existe la "mujer romana", existen muchas formas de ser mujer en Roma. Una campesina de Hispania no tenía las mismas preocupaciones vitales que una rica matrona romana, pero algunas líneas las unían a todas: los peligros del parto, el sometimiento a la legislación, la visión masculina, las normas morales y sociales que las constreñían… No sabemos demasiado sobre ellas, a menudo poco más que un nombre sobre una desgastada lápida, no recibieron un enternecedor poema a su muerte ni tuvieron una vida épica o heroica. Pero merecen ser nombradas, volver a ocupar un hueco en una historia –esa historia de batallas y de generales escrita por los autores clásicos, hombres– de la que fueron expulsadas y de la que nunca, con toda probabilidad, se sintieron parte. Merece la pena recordarlas, aunque sea durante los breves segundos que pasamos la vista por sus nombres para olvidarlos después. Merece la pena volver a poner por escrito los nombres de esas mujeres que no cambiarían la historia ni desafiarían los roles de genero ni fueron grandes reinas o guerreras, pero si fueron madres, hijas, hermanas, amigas o amantes que alguien recordó con ternura. Ellas son mucho más historia, en realidad, que Cleopatra o César, aunque sobre ellos corran ríos de tinta.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412221374
Edición
1
Categoría
Storia

1

LA CONSTRUCCIÓN DE LA MUJER

Biología, medicina, folclore e identidad

En Roma muere una matrona, Claudia, y en su lápida la describen como una amante esposa y madre, que cuidaba de su casa e hilaba la lana. En resumen, su conducta fue la apropiada. También muere una mujer mucho más humilde, Amymone, esposa de un tal Marco, y la descripción es similar: trabajaba la lana, era honesta y cuidaba de su hogar. Su conducta también se califica como ejemplar. De igual forma, el enorme epitafio dedicado a Turia por su esposo la describe como honesta, trabajadora de la lana y obediente.1 Estaba claro qué esperaba Roma de las mujeres, pero ¿cómo se veían ellas a sí mismas? ¿Qué mecanismos se pusieron en marcha cuando su padre las cogió por primera vez en brazos? ¿Qué las convertía en mujeres para un romano y qué pensaban ellos que eran?

UN MUNDO BINARIO Y JERARQUIZADO

La pregunta sobre qué significa ser mujer nunca es baladí. Por muy natural que parezca la respuesta, en realidad, no representa lo mismo para todas las sociedades, ni en todas las épocas. Cada comunidad genera una respuesta distinta. El género, es decir, los roles, identidades y comportamientos asociados a cada una de las divisiones que se perciben en torno a la diferencia sexual, es una compleja construcción cultural, con la que cada individuo se relaciona de una forma distinta, con mayor o menor adaptación, rebeldía o incomodidad. Hay sociedades que reconocen y construyen más de dos géneros, sociedades en las que la pesca es, sin duda, una tarea naturalmente femenina, mientras que en otras es una ocupación clara y objetivamente masculina, pues cada una da un significado diferente al cuerpo y lo carga de un contenido simbólico distinto.2 Los romanos no fueron una excepción al tener que justificar y reflexionar sobre estos temas y partieron de dos grandes bases, la primera era la dualidad estricta del género y la segunda su jerarquización. Solo existían hombres y mujeres y, estas, además, eran inferiores desde el punto de vista físico y mental. A ello hay que añadir la necesidad de justificar la domesticidad femenina y explicar su función en la reproducción.
Por otro lado, esa binariedad en el género se reproduce en una serie de parejas de conceptos, que se asocian a lo masculino y a lo femenino, creando una serie de vínculos que definen a ambos géneros y se convierten en mandatos sociales, o que se perpetúan en el imaginario colectivo como naturales. Lo natural no necesita explicación y solo se encuentra la respuesta «porque es así» al preguntar cómo y por qué. Esa naturalidad complicaba (y complica) salirse del esquema que se consideraba básico e incuestionable. La mujer y lo femenino se asocian a la emoción, la naturaleza, la noche y la luna, lo frío, lo húmedo, o lo izquierdo. Por su parte, el hombre estaría vinculado a la razón, la cultura y la civilización, el día y el sol, lo cálido, lo seco y a lo derecho. No es un esquema que nos resulte ajeno y, aunque pueda poseer una enorme belleza cuando se recubre de un aura mística, tiene unas consecuencias políticas más prosaicas, pero también más peligrosas. También se asocian lo público, lo político y lo exterior al hombre; y, lo doméstico, lo familiar y lo interior a la mujer, división que ocasionaba que un hombre con derechos cívicos y una mujer atada al telar se consideraran lo más provechoso, natural y beneficioso para la sociedad. La agresividad frente a los cuidados, la guerra frente a la crianza. Aun hoy se recurre a la testosterona y el instinto maternal para justificar esa diferenciación.
Tampoco hay que engañarse en esta naturalidad, ya que, aunque cuestionarla resultase complejo, para mantenerse necesitaba una repetición constante. La sociedad se ve bombardeada con la necesidad de repetir constantemente el mantra de la domesticidad. Para que perviva la representa una y otra vez, corrobora cada día que se es una buena matrona, madre y esposa, por lo que es algo que aparece en cada texto y en cada idea que se escribe sobre la mujer. Necesita, asimismo, un reproche constante para cada transgresión, algo que también se ve en las fuentes. Insultar a las mujeres llamándolas histéricas o marimachos no es un invento del siglo XX.
En este punto deberíamos detenernos un segundo y ser conscientes de cómo han cambiado nuestros valores y de cómo eso distorsiona nuestra visión del pasado. La imagen de la mujer como una fuerza de la naturaleza, conectada con la emocionalidad más básica y potente, ligada a la luna y sus ciclos, nos parece absolutamente empoderadora. Lo mismo sucede con otras imágenes, como la de una Medea que domina la magia y las situaciones, que no se amedrenta y que no está dispuesta a someterse a nadie ni a nada, ni a los hombres ni al destino. Como ha ocurrido en los últimos tiempos con la figura del Joker, un personaje con ochenta años de historia, cuya interpretación, características y motivaciones han variado notablemente, sobre todo con su adaptación al cine en las últimas décadas. El hecho de que una figura caiga del lado de los héroes o los villanos depende más de quien la contempla que de sus meros actos. Nos hemos reapropiado de la imagen de Bachofen de un matriarcado primigenio, del reino de la madre, en el que la violencia masculina se ve marginada de las relaciones sociales. Sin embargo, cuando un romano (o un señor muy adusto del siglo XIX) recibía esas escenas, percibía algo muy distinto. La mujer-naturaleza era un elemento peligroso que necesitaba el control del matrimonio, pues la emocionalidad la convertía en un ser débil que debía ser apartado de los asuntos públicos, ya que no podría actuar de un modo racional. Medea no solo era una infanticida, sino el ejemplo de la mujer perturbada e histérica que puede destrozar un buen acuerdo político y la vida de cualquier hombre. El matriarcado se planteaba como el ejemplo de que las mujeres tuvieron su oportunidad de gobernar y el resultado fue un desastre contrario al progreso y la civilización. La reapropiación de los discursos no debería impedirnos ver lo que los hombres quisieron decir con ello. Tampoco debería dificultar que percibamos cómo se ha asumido de una forma inconsciente la degradación de lo asociado a lo femenino, cómo se han invisibilizado los cuidados y la emocionalidad, cómo las «grandes mujeres» admiradas son solo aquellas que se han salido del rol de género asignado. Si hay que cuestionarse el discurso, también hay que cuestionarse qué seguimos considerando inferior y superior, dejar de arrinconar la ternura y los cuidados porque lo positivo, masculino, luminoso y deseable hayan sido el poder, la independencia y las gestas heroicas.
Illustration
Figura 1: La noche, la luna, lo frío y lo oscuro se han asociado tradicionalmente a lo femenino. Selene (diosa de la luna) reproducida en el frontal de un sarcófago que representa el mito de Endimión (ca. 210 d. C.). The J. Paul Getty Museum, Los Angeles (California).

LOS DISCURSOS SOCIALES

Hay que tener en cuenta, llegado este punto, que los discursos médicos, biológicos, sociales e identitarios tampoco son inocentes y que no pueden separarse del concepto que tiene una cultura sobre sí misma y sobre qué valores sociales quiere justificar o transmitir. Esto ha sido siempre así, y sigue siéndolo, por una cuestión de puro funcionamiento social humano. Donna Haraway hablaba de la imposibilidad de la objetividad completa al acuñar el término «conocimiento situado» y diversos autores como Gould, Sahlins o Valls-Llobet3 han reflexionado ampliamente sobre el racismo y el sexismo que han marcado la ciencia hasta nuestros días, así como sus consecuencias teóricas y prácticas. Desde considerar que los irlandeses eran de una raza distinta según fueran católicos o protestantes a analizar cómo los síntomas de enfermedades cardiacas en mujeres se han obviado durante años porque todos los estudios se hicieron en hombres, o tirar de sociobiología para justificar como «naturales» sistemas económicos, los prejuicios en la ciencia tienen consecuencias muy reales para la gente de a pie. De esas de vida o muerte.
Por todo ello, tenemos que evitar la tentación de simplificar, calificando de ingenuas ciertas nociones o arquetipos de la ciencia antigua o de tonterías o superstición otras ideas populares sobre la biología o la medicina. Nos puede parecer evidente que si una romana o una griega usaba un espejo mientras menstruaba, no iba a estropearlo, o que la ausencia de relaciones sexuales no va a matar a ninguna mujer, sofocándola. Y nos puede parecer obvio que deberían haberse dado cuenta de ello. Pero tampoco es que, en nuestra sociedad, carezcamos de mitos médicos, no caigamos en bulos y no nos creamos cada anuncio publicitario de cada nuevo producto milagro. Asimismo, todas esas ideas formaban parte de un entramado mayor que era, a la vez, base y consecuencia de la posición social de inferioridad de la mujer en Roma. Por ello, es muy importante saber cómo concebían los romanos los cuerpos, la medicina y la identidad.
También conviene recordar que las diferencias corporales que se perciben dependen directamente de las prácticas sociales y que estas dependen, a su vez, de las ideas de la ciencia sobre la corporalidad, en una especie de círculo vicioso continuo. Un buen ejemplo es el del yacimiento Bab edh-Dhra (cerca del mar Muerto), en el que, durante el Bronce inicial el dimorfismo sexual se redujo de forma drástica, es muy probable que debido a un incremento de la actividad física en las mujeres.4 Otro ejemplo es el de la malnutrición y la falta de ejercicio en niñas y mujeres, que podían alterar la edad de la menarquia y servir de base para prácticas como los matrimonios o embarazos precoces.
Asimismo, hay que entender que las teorías médicas, biológicas y corporales en las sociedades no son únicas, coherentes y carentes de contradicciones. En el mundo romano había diferencias entre las complejas explicaciones teóricas de médicos como Galeno o los que escribieron algunos de los tratados hipocráticos. Tampoco existía un corpus de conocimientos o teorías unificado y cada escuela o médico creaba una línea de pensamiento e investigación. Aunque sabemos que los tratados, recetas, obras y material médico circulaban por todo el Imperio y que los médicos se citaban con frecuencia entre ellos, eso no quiere decir que existiese algo parecido a un sistema de estudios unificado, como en la actualidad. Además, a eso se unía una serie de creencias populares de distinto tipo, algunas de las cuales conocemos por ser comentadas o desmentidas en obras como la enciclopédica Historia Natural de Plinio el Viejo, o por médicos como Sorano o Celso. Todo ello formaba un abigarrado conjunto de contradicciones, ideas, conocimientos sueltos, sistemas teóricos y creencias irracionales en el que la coherencia y las inconsistencias convivían con cierta felicidad.
Por otro lado, las limitaciones técnicas que tuvieron los romanos para obtener un conocimiento contrastado son evidentes. No nos referimos solo a que las disecciones fueran limitadas, aun cuando se cree que Herófilo, en Alejandría, pudo hacer incluso vivisecciones, y que se realizaran principalmente en animales. También hay que tener en cuenta que la experimentación con sustancias y principios activos presentes en plantas, animales o minerales se limitaba al ensayo y error, o a la observación de los efectos de la ingesta de alimentos no habituales en periodos de hambruna. La mezcla de ingredientes, la asociación con efectos relacionados con el momento de la ingesta y las teorías sobre la simpatía en el mundo natural dificultaban que se llegase a conclusiones certeras.
Una teoría base, la humoral, sirvió como fundamento para otras especulaciones. Esta se apoyaba en la existencia de cuatro elementos principales: la bilis amarilla, la bilis negra, la sangre y la flema, que podían estar en estado líquido o semisólido y que se combinaban con las características de humedad y sequedad, frío y calor. Todos estos elementos se asociaban a los que se creían fundacionales de toda la existencia: el aire, el agua, la tierra y el fuego. El desequilibrio entre estos elementos provocaría la enfermedad y sus distintas combinaciones y proporciones causaría desde las diferencias sexuales hasta las distintas personalidades o constituciones físicas. Sobre esto trabajaban los médicos y autores de la élite, pero, de nuevo, tampoco podemos saber cuán extendido estaba entre la población. A nosotros nos vale más como punto de partida que como una especie de teoría unificadora y a los griegos y romanos debía sucederles algo parecido.5
Illustration
Figura 2: Los genitales femeninos se veían, en el mundo clásico, como una mera inversión de los masculinos. Vulva de barro cocido. Ofrenda votiva romana (200 a. C.-200 d. C.). Wellcome Collectio...

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