Diez palabras que dan vida
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Diez palabras que dan vida

El deleite y el cumplimiento de los mandamientos de Dios

Jen Wilkin

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Diez palabras que dan vida

El deleite y el cumplimiento de los mandamientos de Dios

Jen Wilkin

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Información del libro

En Diez palabras que dan vida, Jen Wilkin nos recuerda sobre el poder vivificante que tiene la ley perfecta de Dios en el creyente. Los Diez Mandamientos son palabras que Dios le habló a una nación que había sido recientemente liberada. Son palabras sobre la obediencia y la santidad, atemporales en importancia y sabiduría. Pero aún así, estas mismas palabras hoy en día son malinterpretadas, olvidadas o simplemente ignoradas. Wilkin enseña a sus lectores cómo los Diez Mandamientos impactan sus vidas hoy, y les ayudan a amar a Dios y a otros, a vivir en libertad gozosa y a anhelar ese día futuro cuando Dios será adorado por la eternidad. Estas palabras antiguas y atemporales no deben pasar desapercibidas. Son una delicia y sirven como meditación diaria para aquellos que invocan el nombre del Señor. In Ten Words to Live By, Jen Wilkin reminds readers of the life-giving power of God's perfect law for the believer. The Ten Commandments are words God spoke to a nation recently set free. They are words about obedience and holiness—timeless in their importance and wisdom. Yet today these same words are often misunderstood, forgotten, or simply ignored. Wilkin teaches readers how the Ten Commandments come to bear on their lives today, helping them to love God and others, live in joyful freedom, and long for that future day when God will be rightly worshiped for eternity. Ancient and timeless, these words cannot be overlooked. They serve as the rightful delight and daily meditation of those who call on the name of the Lord.

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Información

Editorial
B&H Español
Año
2021
ISBN
9781087740775
Categoría
Teología

3

La tercera palabra

Nombre intachable

«No uses el nombre del Señor tu Dios en falso. Yo, el Señor, no tendré por inocente a quien se atreva a usar mi nombre en falso».

Éxodo 20:7

Ya hemos visto cómo la segunda palabra nos protege contra pensamientos pequeños sobre el carácter de Dios. La tercera palabra nos ­llevará más hondo a la adoración correcta. Si la segunda palabra prohíbe pensamientos pobres o negligentes sobre Dios, la tercera prohíbe palabras pobres o negligentes sobre Dios. Al igual que el segundo mandamiento, a primera vista, parece fácil evitar quebrantar el tercero. Sencillamente, no maldigamos, ¿no? O si se entiende de manera más generosa (para aquellos que se permiten algún término selecto de vez en cuando, al golpearse un dedo del pie o cuando alguien los encierra en el tránsito), no maldigamos usando el nombre de Dios. Simple. Pasemos al cuarto mandamiento.
Pero como ya vimos con las dos primeras palabras, la tercera señala más allá de una obediencia a lo mínimo necesario, a una vida abundante. Si lo único de lo que se estuviera hablando aquí es del uso literal de un nombre, podríamos cumplir la tercera palabra con tan solo aplicar un poco de dominio propio. Sin embargo, los nombres en la Biblia hacen más que apenas identificar a una persona. Allí está la clave para una obediencia más profunda de la tercera palabra.

La importancia de un nombre

¿Sabes qué significa tu nombre? En la cultura occidental moderna, los padres suelen seleccionar el nombre de sus hijos según su preferencia personal. Nombramos a nuestros hijos en honor a algún pariente o persona significativa, según alguna moda o porque nos gusta cómo suena un nombre. Puedo hablar sobre la moda de lo popular con conocimiento de causa, ya que nací durante una era a la que se le llama la Epidemia de Jennifer, un período durante el cual mi nombre reinó sin contendientes en la cima de una lista de nombres para niñas durante la cantidad inaudita de catorce años.15 Las Jennifers estamos por todas partes. Y todas tenemos más o menos la misma edad. Aunque soy irlandesa, mi nombre es de origen galés y significa «ola blanca». Mi madre no tenía idea de su significado cuando me lo puso. Cuando le pregunté por qué lo eligió, me dijo: «Me gustaba cómo sonaba, y no conocía ninguna otra beba llamada Jennifer».
Resulta ser que había apenas unas pocas (millonadas) más.
A diferencia de las prácticas actuales para nombrar a la gente, en el antiguo Cercano Oriente, los nombres eran algo profundamente significativo. Un nombre conllevaba el sentido del carácter de una persona, fuera buena o mala. El nombre de Jacob literalmente significa «el que toma por el talón», pero a medida que la historia se desarrolla, su nombre se transforma en sinónimo de la idea de engaño y de buscar el control. En 1 Samuel, conocemos a Nabal, cuyo nombre significa «necio obstinado», y le hace honor a su nombre en su trato con David y Abigail. El nombre de Josué significa «Yahvéh es salvación» y representa bien su carácter y su propósito. Es la raíz del nombre Jesús.
Entonces, ¿qué quiere decir la Biblia cuando habla del «nombre del Señor»? Cada vez que escuchamos «el nombre del Señor» en un versículo o un pasaje, podemos sustituirlo por «el carácter del Señor». El nombre de Dios representa la suma total de Su carácter. Él es santo, amoroso, justo, compasivo, omnipresente, omnipotente, soberano, clemente, misericordioso, paciente, infinito y bueno. Orar «en el nombre del Señor» es orar de acuerdo con Su carácter. Invocar el nombre del Señor es pedirle a Dios que actúe según Su carácter. Refugiarse en el nombre del Señor implica colocar nuestra confianza en lo que Él es. Bautizarse en el nombre del Señor es identificarse con Su carácter como nuestra salvación, nuestra fortaleza y nuestra nueva identidad.
Hacer un mal uso del nombre del Señor —tomar Su nombre en falso— es representar inadecuadamente el carácter de Dios. La NTV lo expresa de esta manera: «No hagas mal uso del nombre del Señor tu Dios». El sentido general del hebreo es que no debemos «levantar» el nombre de Yahvéh para la falsedad.16 No debemos asociar el nombre de Dios con una falsedad sobre Su carácter. Hacerlo es un mal uso de Su reputación para adaptarse a nuestras propias necesidades, es hablar de Él o a Él con inexactitud o sin el debido respeto, y le adjudica el mérito de acciones egoístas hechas en Su nombre. Hacer un mal uso del nombre de Dios es difamar al mismo Yahvéh.
Lo hacemos, a menudo en forma inconsciente, mediante patrones cotidianos de expresión, al usar el nombre del Señor en forma incon­sistente, atribuciones erróneas, palabrerías e informalidad.

El pecado de la inconsistencia

¿Alguna vez terminaste una historia diciendo: «Te lo juro, eso es exactamente lo que sucedió»? ¿Alguna vez no llegaste a cumplir con una fecha de entrega y dijiste: «Juro que lo terminaré para el viernes»? Cuando tememos que se percibe un déficit en nuestro carácter o nuestra resolución, solemos apuntalar nuestras palabras haciendo juramentos. En el Sermón del Monte, Jesús observa y corrige esta tendencia de mejorar la credibilidad de nuestras débiles palabras apelando a un poder superior como testigo:
También han oído que se dijo a sus antepasados: «No faltes a tu juramento, sino cumple con tus promesas al Señor». Pero yo les digo: No juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer que ni uno solo de tus cabellos se vuelva blanco o negro. Cuando ustedes digan «sí», que sea realmente sí; y, cuando digan «no», que sea no. Cualquier cosa de más, proviene del maligno. (Mat. 5:33-37)
Las palabras de Jesús en el Sermón del Monte expanden la comprensión de Sus oyentes de un mandamiento que ya se les dio en ­Levítico 19:12: «No juren en mi nombre solo por jurar, ni profanen el nombre de su Dios. Yo soy el Señor». Jesús indica que profanamos el nombre de Dios no solo cuando juramos con frases como «con Dios como mi testigo», o «te lo juro por Dios», sino cada vez que usamos cualquier clase de juramento para aumentar nuestra credibilidad. Jesús afirma que a los hijos de Dios se los debería conocer por su integridad en toda su manera de hablar y de conducirse, de manera que no se necesite más que un «sí» o un «no». No es necesario invocar a Dios como testigo de nuestras palabras; el Dios del cielo y la tierra es testigo de cada palabra que decimos y diremos. Por cierto, conoce cada una antes de que se formen en nuestra lengua, y daremos cuenta por cada una de ellas (Sal. 139:4; Mat. 12:36-37).
En cambio, deberíamos expresar nuestros compromisos y cumplirlos. Cuando hablamos con integridad, cumplimos la tercera palabra. Representamos con exactitud a un Dios veraz y fiel con nuestra manera de hablar veraz y con nuestra fidelidad de hacer lo que dijimos que haríamos.

El pecado de la atribución errónea

Si el pecado de la inconsistencia es obtener legitimidad para lo que prometemos, el pecado de la atribución errónea es obtener legitimidad para lo que estamos haciendo o lo que ya hicimos. Hacemos nuestro propio plan y lo ejecutamos en el nombre de Dios, aprovechando Su reputación para obtener apoyo en la dirección que nosotros establecimos. Bautizamos agendas humanas con el respaldo celestial. Se podría decir que «usamos la carta de Dios».
La historia está llena de ejemplos a gran escala de cristianos que usaron a Dios y a la Biblia para justificar sus propias agendas. Muchos cristianos han hecho un mal uso de la supuesta «maldición camita» de Génesis 9:18-27 para justificar la persecución de los musulmanes y el cautiverio africano.17 Las Cruzadas de la Edad Media tenían un bautismo similar con una teología torcida para justificar una expansión política de poder y territorio.
Sin embargo, todos los días se pronuncian agresiones contra la reputación de Dios en Su nombre a una escala menor. ¿Acaso el consejo sabio ha cuestionado tus planes? Sencillamente, contesta que «Dios te dijo» que esta era la dirección que debías tomar. ¿No estás interesado en abordar una oportunidad de ministerio? Di que necesitas orar al respecto, y pocos días después, afirma que percibiste que el Señor te llamaba a otra cosa. ¿Necesitas añadirle fuerza a tu postura política? Asegúrate de adosarle la palabra bíblica de manera que implique que todas las demás posturas no lo son. El pecado de atribución errónea es la cortina de humo perfecta, que se presenta como piedad y humildad mientras esconde orgullo e hipocresía.
Los cristianos también cometemos el pecado de atribución errónea cuando hablamos de la bendición de Dios solo en cuanto a sucesos positivos. Solemos atribuir el sol a Dios y las tormentas a Satanás. Pero en Génesis 50, José nos da un ejemplo de obediencia al tercer mandamiento. Sin duda, el trato a manos de sus hermanos fue injusto y, sí, satánico, pero al mirar atrás, él reconoce la soberanía de Dios como el medio de traer bendición de una prueba terrible: «Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien» (Gén. 50:20).
Pero quizás la forma más escalofriante de atribución errónea es cuando culpamos a Dios de nuestro propio pecado. Tal como Adán le echó la culpa de la fruta que había comido a «la mujer que me diste», nosotros también podemos atribuir erradamente nuestra culpa a Dios.18...

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